• 03/05/2024 00:00

PolitiqueArte. La virgen en el trono

El día 29 de este mes se conmemoran 571 años de la caída de Constantinopla, la capital de lo que quedaba del Imperio Bizantino. Ese día, pero de 1453, los otomanos descubrieron una puerta mal cerrada en uno de los laterales de la muralla, comenzando así uno de los más grandes cambios del eje geopolítico global que han ocurrido en la historia. La caída de Constantinopla fue el epicentro de una colosal avalancha de radicales alteraciones del status quo, alteraciones que aún hoy suenan y nos afectan en el día a día.

Pero algo se mantuvo, aun después de que se silenciaran los cañones de Mehmed II, aun después de la caída de los bizantinos y de los mimos otomanos. Un edificio que para el 29 de mayo de 1453 ya contaba con más de 900 años de historia, Santa Sofía. La basílica ortodoxa, terminada en el 537 d. C., se convirtió en el punto focal de la fe cristiana y de la mahometana. Dentro de ella, aun después de millones de intentos por destruirla, sentada en su trono, está la virgen sosteniendo al niño. Reflexiva y tranquila, vigila a todo aquel que ponga pie en su casa. La virgen en el trono es la clara imagen de la inmortalidad de la esencia, la marca indeleble del paso del tiempo.

¿Pero qué pasó exactamente ese 29 de mayo de 1453?, ¿qué es lo que hace especial a ese mosaico dorado de la virgen y el niño? Como todo imperio moribundo, la crisis se veía venir desde hacía siglos. Económicamente golpeados por el crecimiento de Venecia y Génova. El cisma de Oriente de 1054, la separación entre ortodoxos y católicos, debilitó la política y hundió a Bizancio en el aislamiento. Las crisis políticas, intentos de golpe de Estado, continuos enfrentamientos entre las altas esferas y el abandono internacional, convirtieron a Constantinopla en una joya que Mehmed II quería incluir en su corona. Pero las murallas de la vetusta ciudad eran inexpugnables, habían resistido todos y cada uno de los ataques que le habían lanzado, habían sobrevivido hasta 26 sitios, a los sasánidas, a los cruzados, a los rusos, húngaros, búlgaros y a los musulmanes. La salida al mar Negro o al Mediterráneo significaban una arteria importante para el ingreso de suministros y soldados. Bizancio se alzaba como un objetivo inalcanzable para todo aquel déspota que soñara con conquistarla. Aun así, con todas las historias de sobrevivencia que tenían las murallas de la ciudad, en abril, Mehmed II rodeó Constantinopla con más de 80.000 soldados y comenzó un brutal bombardeo con la artillería más moderna. Dos meses largos y pesados, dos meses de miles de proyectiles cayendo sobre la vieja capital del imperio, dos meses en los que la historia, como se conocía, sobrevivió. Pero llegó el día, 29 de mayo, un grupo de ojeadores descubrieron una puerta mal cerrada, dañada por los continuos bombardeos, y dieron la voz de alerta para que todo el contingente musulmán entrara a la ciudad y se diera inicio de la caída de un imperio que terminaría a los pies de la torre Gálata. El caos cesó, el nombre de la ciudad cambió y la expansión musulmana no terminaría hasta la derrota en Lepanto.

Aun dentro de todo ese caos, en el centro de toda esa furia, Santa Sofía se mantuvo serena y dorada. La brillante imagen de la coexistencia, una perla de paz hundida en un océano de guerra. La virgen en el trono, hoy tapada por haber convertido la basílica en una mezquita, permanece como un recuerdo del mundo antiguo, de la inevitabilidad del cambio y de la incertidumbre del mañana.

El autor es escritor
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