Empleados y visitantes de la Casa Blanca honraron este 31 de octubre a sus difuntos con una ofrenda del Día de Muertos que estará abierta al público en...
- 23/03/2024 00:00
- 22/03/2024 19:16
Los hongos inundaron la ciudad. Hay pocos hombres y mujeres que aún resisten la tentación de probarlos. Aquel que los ingiere se transforma en mandril de vivos colores faciales y hocico repleto de puntiagudos dientes. Ellos, los mandriles y sus colmillos, amenazan a quienes no consumen hongos, y desgarran las carnes de aquellos que osan pisotearlos. Los neutros, que ni los comen ni los aplastan, más temprano que tarde, se convierten en avestruces. Ellos, los avestruces y sus plumas, son felices; solo les basta mirar a otro lado cuando los mandriles mastican a un hombre o a una mujer. Por lo general tienen la costumbre de mudarse en cuanto los hongos comienzan a crecer en sus casas. Ellos y ellas, los hombres y las mujeres, sus rebeldías y sus resistencias, son una especie en extinción. No me agrada la crueldad de los mandriles ni la forma como ellos, los hongos y sus esporas, crecen sobre toda superficie, incluyendo las flores y los libros. Hace un par de noches brotó una enorme seta sobre mi almohada favorita. Mi primer impulso fue cambiar la ropa de cama y quemarla con todo y la invasora, pero me percaté de que un mandril me observaba por el ventanuco. Para disimular acaricié el hongo. Era sedoso y su blancura extenuaba mi vista. Tenía un olor algo dulzón y no muy perceptible e imaginé que su sabor debía ser estupendo. Pero no lo probé. Busqué una frazada y caminé hasta el sofá de la sala. Dormí de lo mejor. A la mañana siguiente, me fue imposible cepillarme los dientes con mis recién estrenadas alas. Me acicalé las plumas con mi monumental pico y me mudé de barrio. No pude ponerme las zapatillas.