El pecado de Ignacio Sotomayor

Actualizado
  • 09/03/2024 00:00
Creado
  • 08/03/2024 21:02
Autor
Gilberto Pérez
Nació en la ciudad de Panamá en 1980. Obtuvo una licenciatura en la carrera de periodismo en la Universidad de Panamá. Ha ejercido la carrera de reportero por más de 20 años en diferentes puestos y jefaturas. En 2018, mientras trabajaba en el diario El Siglo, obtuvo el Premio Nacional de Periodismo del Fórum de Periodistas por las Libertades de Expresión e Información por la mejor cobertura noticiosa en la sección de prensa escrita.
Ha tomado diferentes cursos, seminarios y talleres a nivel nacional e internacional, todos enfocados al desarrollo de nuevas técnicas en el abordaje del periodismo.
Con la crónica 'Escape a una nueva vida', participó en la elaboración del libro Crónicas con Luz en el Fondo - restaurando el roto espejo de la memoria. Actualmente, es columnista del diario El Siglo. Escribe el género de cuentos para niños, jóvenes y adultos.

Cuando salgo del pueblo procuro regresar antes de la puesta del sol. Dios me libre que la noche me sorprenda antes que cruce el cerro del Peñón. Cuando lo contemplo imponente y majestuoso, rodeado de espesas nubes, me acuerdo de Ignacio Sotomayor, hombre trabajador, buena gente, buen peón y un excelente dominador de caballo, pero la bebida siempre lo dominó y fue ese vicio y su incredulidad lo que desencadenó los acontecimientos del viernes 9 de abril de 1982. Esa fecha es bien recordada en su pueblo, porque ese día cuando todos estaban reunidos contemplando la liturgia del señor Jesucristo, Ignacio estaba bebiendo chicha fuerte y fumando tabaco. Sotomayor era bien conocido en El Harino, un lugar oculto por matas de café, allá en la provincia de Herrera por sus múltiples cualidades. Aunque era curtidor de cuero, dominador de caballo, dueño de la única molienda del pueblo y preparador de queso de cabra, la fama que le precedía era por ser ateo. Sus siete hijos no fueron bautizados a pesar de que su mujer se lo pedía todos los días. La gente asegura que Ignacio Sotomayor nunca había entrado a una iglesia, que llegó al pueblo solo, sin familia, ni padre ni madre, y que se instaló en el pueblo cuando todavía era un chiquillo. A pesar de su abstinencia a la devoción divina, el sacerdote Rubén Valdez, oriundo de la ciudad de Chitré era buen amigo de Ignacio. Lo visitaba con regularidad con la intención de evangelizar, y así poner fin a los rumores que aseguraban que Ignacio tenía un pacto con el mismísimo diablo. Los feligreses no entendían cómo un hombre ordinario que no iba a misa los domingos producía la mejor miel y los mejores quesos de cabra. Sin mencionar el hecho que no se enfermaba y que, a diferencia de sus contemporáneos, tenía todos sus dientes en perfecto estado. Por largas horas el padre y él trataron de ponerse de acuerdo sobre la Divina Providencia y la Santísima Trinidad, pero al final del día no llegaron a ningún consenso. Ignacio le atribuía su buena racha al hecho que todos los días, sin excepción, se rompía el espinazo trabajando en el monte. Por eso no permitió que sus hijos se bautizaran, sus muchachos eran buenos peones y no quería que se estuvieran distrayendo en cosas que no le iban a producir dinero. La mañana del viernes, el padre Rubén pasó muy temprano por la casa de Ignacio Sotomayor para recordarle que debía respetar la fecha.

—Por hoy, amigo mío, no debe beber ni fumar tabaco. Si no va a la iglesia le aconsejo que se quede en casa. No vaya al monte ni a la molienda, quédese quieto en casa, le aconsejó el sacerdote. Ignacio, incrédulo, desestimó los consejos del cura y partió hacia el monte. Hizo de todo. Amansó caballos, cortó caña para la molienda, recorrió los maizales y recogió una leña que ya tenía embalada. Cuando Ignacio llegó a la casa traía un aliento esparcido a chicha fermentada y tabaco. Su mujer, que estaba en el fogón preparando unos frijoles, lo reprendió al instante.

—¿Sabe usted qué día es hoy Ignacio Sotomayor?

—Es viernes de trabajo, como todos los días —, le respondió.

Dominga se hizo la señal de la cruz en su rostro y murmuró, luego le pidió a Ignacio que se quedara cuidando a su hijo que dormía en la hamaca, mientras ella buscaba unos ajíes y ajo para guisar los frijoles. Ignacio Sotomayor estaba por prender un tabaco cuando escuchó un ruido en el fogón, pensó que eran los perros, pero ante el insistente ruido fue a revisar, fue entonces que observó una cabra. ¡Se sorprenderá! Porque no la reconoce. Él era el único que las criaba en el pueblo. El animal le saltó al frente y luego le caminó en círculo, mientras clavaba sus pezuñas en las cenizas. Ignacio trató de persuadirla, se agachó para tomarle los cuernos, pero la cabra se anticipó y lo golpeó con violencia, repitió su embestida una y otra vez, hasta que Ignacio quedó tumbado en el suelo desgreñado, envuelto en una manta de ceniza y lodo. Estaba petrificado. Por primera vez en sus 48 años lo había asaltado el miedo. Ni cuando camaroneaba por el río La Villa, había sentido un hilo de temor. Ignacio, todavía turulato por los golpes, tomó un tizón del fogón y se lo pasó al frente de la cabra que no se inmutó ante el brusco movimiento. Ante el intento fallido y la postura inamovible del animal, tomó un cuchillo y se abalanzó sobre el animal apostándole varias cuchilladas. Cuando recobró la razón estaba justo debajo del fogón, el brusco movimiento que hizo al tratar de incorporarse provocó que la olla de frijol caliente le cayera en el rostro. El olor a carne quemada se esparció por el rancho, junto con los gritos desesperados de Ignacio. La primera en llegar al rancho fue Dominga, que se percató de que su hijo no estaba en la hamaca. Aunque lo buscaron por todo el pueblo no encontraron al pequeño. Al hijo de Ignacio y Dominga lo buscaron por todo el pueblo. Todos siguieron el rastro que quedó detrás del rancho: una estela de árboles caídos por cientos de metros, una trocha donde se podían observar las pisadas de una jauría de animales en el barro fangoso. Pero lo más curioso es que por varios días el camino quedó impregnado de tabaco. La gente del pueblo asegura que en las noches se puede escuchar al hijo de Dominga llorando al pie del cerro del Peñón, el lugar exacto donde llegaba el rastro que dejó la cabra aquel Viernes Santo. La última vez que observó a Ignacio Sotomayor fue hace unos años en el Mercado Público de San Felipe en la ciudad capital. Estaba delgado, desencajado y lleno de canas. Su rostro desfigurado y un ojo casi cerrado por las quemaduras, lo delataban. Estaba desplumando gallinas. Lo hacía con una habilidad extraordinaria. Luego que extraía el ave de una olla caliente la desnudaba en cuestión de minutos. Intenté saludarlo, pero cuando me observó sin mostrar alguna pizca de expresión, deduje al instante que prefería estar solo.

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