Una dulce mirada y una alegre sonrisa

Actualizado
  • 27/04/2024 00:00
Creado
  • 26/04/2024 19:22
La autora
Berta Alicia Chen P. es autora, editora, traductora, empresaria, investigadora y compiladora.
Obtuvo su maestría en administración de empresas en la Universidad de Oklahoma y su licenciatura en administración de negocios en la Universidad de Panamá.
Su experiencia en la publicación de libros incluye cuentos y libros sobre la inmigración china, diccionarios bilingües (español - inglés), compilaciones sobre proverbios, expresiones idiomáticas, términos legales y expresiones binomiales; frases célebres sobre el Canal de Panamá, el rompecabezas Tangram, y libros y cuentos para niños. Complementa sus actividades editoriales dictando conferencias y talleres.

Esa mañana, Anita se despertó decidida a resolver el problema que la inquietaba desde hacía meses. Al principio, tenía dudas de cómo podría explicarle al sicólogo lo que le sucedía. Después de quince minutos de ejercicios, se bañó, se vistió, desayunó, se maquilló y se peinó. Miró por la ventana y respiró con intensidad varias veces. Consultó su reloj y se alegró cuando se dio cuenta de que podría llegar media hora más temprano. Tomó su cartera y manejó hasta el consultorio. Después de presentarse, la secretaria le dijo que el doctor Torres la atendería de una vez. Después que le contestó al sicólogo las preguntas de rutina, Anita expresó:

—No sé si me estoy volviendo loca, pero lo cierto es que cada tanto tiempo, al despertar, veo frente a mí la figura de mi padre, muerto hace diez años. Las visiones me producen una mezcla de sentimientos, ya que al verlo siento alegría, pero instantes después, la misma se transformaba en tristeza cuando su figura empezaba a esfumarse.

Era importante para Anita encontrar la razón del porqué esto estaba ocurriendo y saber cuándo terminarían estas visiones. De su padre, ella solo recordaba su dulce mirada, la misma que veía en él en sus visitas ocasionales. No existían fotografías suyas, pues su mamá las rompió y botó. Las veces que le preguntó por él, no obtuvo respuestas. Con el tiempo, comprendió que era mejor no seguir indagando.

Una vez, escuchó que una vecina comentaba con otra, que ella tenía la misma alegre sonrisa que su padre. El silencio a sus interrogantes y los pocos comentarios negativos sobre él que su madre expresaba, la acompañaron durante el resto de su niñez y su juventud. El sentimiento de abandono era como una cicatriz imborrable.

El doctor Torres, quien contaba con varias décadas de experiencia en su campo, escuchó con atención cómo la joven le relataba que tres días después de su noveno cumpleaños, su padre se despidió con un beso y un abrazo, como cuando salía de viaje por trabajo. Esta vez fue diferente. Le susurró que siempre la amaría, que nunca la olvidaría, y no regresó. Anita se aferró a la imagen del padre amoroso que conservaba de su infancia. Diez años atrás, su mamá recibió una carta que decía que él estaba muy grave y quería verla antes de morir. Su madre se la ocultó, pero ella la encontró cinco años después. Cuando le reclamó por qué no le permitió verlo, la madre le respondió que él murió para ellas el día que se fue de la casa y no regresó. Con voz firme, le recalcó que no se mencionara más este tema. Al fallecer, su madre se llevó el secreto a la tumba. Con esto, Anita perdió toda esperanza de conocer lo que sucedió.

Durante los últimos dos meses, su padre comenzó a aparecer en sus sueños de manera muy seguida. Al despertar, trataba de encontrarle un sentido a esas breves visiones. —¿Qué quieres decirme, papá? ¿Por qué me visitas en mis sueños? —le preguntaba a su padre al despertar. Se dio cuenta de que necesitaba encontrar una respuesta que la ayudara a recuperar la tranquilidad.

—¿Conservas la carta o el sobre? ¿Tienes la dirección del remitente? —preguntó el doctor Torres. Anita se los mostró. Él los examinó y le señaló el nombre, la calle y el pueblo. —Debes tratar de encontrar a la persona que la escribió.

El no haber podido acudir al llamado de su padre la hizo sentir como si le hubiera fallado. A pesar de que él no estuvo presente en muchos momentos importantes, ella debió haber acudido a su llamado. Al regresar a su casa, volvió a leer la carta una y otra vez. ¿Por qué su mamá no quiso que lo visitara? ¿Quién era Carmen? Quizás esa persona podría tener la respuesta a las apariciones en sus sueños. El doctor Torres le señaló que, a menos que ella encontrara a Carmen, iba a ser muy difícil saber si las visiones desaparecerían algún día.

Al día siguiente, Anita tomó el tren en búsqueda de esa persona. Al llegar, bajó de prisa, como si el corazón la guiara. Detuvo un taxi y después de darle la dirección al chofer, él le comentó que allí vivía esa señora que falleció en un accidente de carro tres años antes. Tenía dos hijos que quedaron al cuidado de la abuela, doña Raquel. Esto entristeció un poco a Anita.

Al llegar a la casa, tocó el timbre. Un joven de unos dieciséis años le abrió la puerta. Ella no supo qué decir o preguntar. Sus ojos la miraban con la misma dulzura que recordaba haber visto en las visiones de su padre. Su sorpresa se vio interrumpida por una voz dentro de la casa: — ¿Quién es, Carlos?

— Es una señora, Rosario.

— Dile que ya voy a atenderla.

Y en eso apareció una joven de dieciocho años que le recordó a ella misma a esa edad. Era como mirarse a un espejo, solo que la imagen al frente tenía varios años menos y el cabello era más oscuro. Rosario le preguntó: — Buenos días, ¿qué se le ofrece?— y enseguida, sonrió. No había duda alguna: era ver a su padre sonreír.

Después de ese día, Anita no volvió a tener más visiones. Con frecuencia visitaba a Carlos y a Rosario. A los seis meses le solicitó permiso a doña Raquel para llevarse a sus hermanos a vivir con ella. En la capital los podía apoyar mejor con sus estudios. La abuela accedió. Les pidió que no se preocuparan, ya que se iría a vivir con otra hija en un pueblo cercano. Lo que Anita más disfrutaba era cuando ellos le mostraban las fotos de su padre. El escuchar lo que contaban sobre él, la relación con la familia, sus anécdotas, chistes y enfermedad, le permitió conocerlo mejor y aprender a amarlo más. Más que nada, se sentía feliz cada vez que los tenía al frente. En ellos, veía la dulce mirada y la alegre sonrisa de él.

Este cuento aparece en la antología Ahora te contaré un cuento

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