Farsa de Carnaval

Actualizado
  • 06/02/2021 00:00
Creado
  • 06/02/2021 00:00
Cuentos y Poesías del 6 de febrero de 2021
Farsa de Carnaval

El alboroto es grande, corredera por todas partes, cachivaches regados por todos lados. La tía más querida, la tía María, la de los inventos encantadores como los de Peter Pan, azarada y ajetreada va y viene, de cuarto en cuarto, parece un soldado preparándose para la guerra. El baúl rosa enorme, parodia más bien el cofre dorado de un ilusionista. Muestra su contenido vistoso y mágico desparramado por los rincones de los cuartos grandes. Saca y saca ropajes coloridos, del arcón de madera, con la magia de un mago extrayendo objetos de su sombrero encantado. Y en ese ajetreo azaroso encuentra ocultas al fondo del arca de la familia, máscaras escarchadas, pintarrajeadas con trazos parecidos a las pinceladas de Picasso. Los chiquillos de la casa sentaditos esperan sus vestimentas carnestolendas.

Ansiosos y curiosos, la ven ir y venir.

Las recámaras de grandes ventanales parodian camerinos de prestidigitador de feria persa. Las maripositas de colorines revolotean inquietas en los balcones de la casa de la abuela en ese adivinar que se avecina un festejo.

La tía consentidora saca del cofre oriental cada pieza de ropa, cada una más estrafalaria que la otra, impregnadas de un especial cariño para cada uno de los retoños de los amores de sus hermanas.

Los ángeles, en el cielo, la miran extasiados.

Le prueba las prendas, a este y al otro, y así un pañuelo multicolor, un montuno, una falda de esas con voladuras enormes de tonos tropicales calientes, sombreros interioranos y pañuelos de tonos tan lindos como las caritas de sus protegidos. Fajones anchos: amarillo tigre, verde selva, rojo sangre, abrazan la cinturita de las pelás que se convertían en las reinas de los cuentos de Andersen.

Sustrae maquillaje de las peinadoras coquetas de las habitaciones de las madres de sus sobrinos: lápices de labio rojo corazón, lápices de cejas negro azabache, sombras multicolores para pieles caribeñas, polvos de cara para rostros atrevidos, y cuanta arandela se le cruza en el camino, aquí y allá.

El tocador de una bailarina vanidosa, con sus carmines rosa, sus encajes colgantes, sus espejos rodeados de focos fosforescentes y rímeles de todos los colores se escapan del imaginario de los cuentacuentos y se esconden en el aposento de las niñas consentidas.

La más pequeña, quietecita, se deja maquillar cual maniquí de pasarela, al final resulta una María Félix en miniatura. Se mira y remira en el espejo presumiendo ante sus primos hermanos la joya de pollera que le ha puesto su tía preferida, rescatada de La Casa de Empeño Clementina Herrera de la Avenida B. Da puntaditas de lo vanidosa que será de mujer.

Y así la hija mayor de la abuela se esmera en impregnar magia en el atuendo de cada uno de sus mimados con dedicación. Parece una pintora callejera de barrio bohemio, de esas, que, por las madrugadas, con su brocha artística garabatea, mientras todos duermen, las paredes de los barrios rojos.

Con destreza de artista, con entusiasmo y más que entusiasmo con amor maternal, recrea las patillas, negro intenso, del varoncito del grupo. Él, bien varonil se deja remarcar los bozos, detalle infaltable para lucir su camisilla interiorana con flecos y botoncitos forrados con hilos de bordar y dibujitos geométricos, haciendo juego su pantalón a la rodilla, salteado en la parte superior de la basta con puntadas de tonos fuertes, azul bandera, rojo sangre de toro.

Vestimenta montuna tal cual varón inquieto.

Le regala prestancia la pinta de fiesta. Presagia lo guapo que de adulto será.

En eso la tía consentidora se empeña en que lleve el vestido típico como Dios manda. Se acuclilla a su nivel calzándole las cutarras acarameladas que especialmente para su sobrino mimado corrió a buscar a Salsipuedes. Mientras, el niño encantado y expectante la abraza y le rodea el cuello –lleno de collares típicos– para no perder el equilibrio cual malabarista de circo gitano.

La otra pequeña con paciencia de sabio, espera, dobla sus piernecitas tiernas sobre la silla de mimbre, a lo damita ye-ye, inclina su pequeño rostro para que la transformen en mascarada.

Hay algo oculto en la paciencia, algo así como el tesón, el ingrediente secreto para alcanzar los deseos de manera sosegada y decidida.

La hermana mayor de la dueña de sus días la aprieta hacia sí, le da un beso en la mejilla con cariño, consolándola por la espera. Peina, con la pericia de experimentada estilista el cabello ensortijado de la niña, en trenzas. Le hace un rodete apretado, le adorna la cabecita a lo Carmen Miranda con un pañuelo verde perico y le amarra la cintura imberbe a una falda de vuelos de gitana. La maquilla hermoso. Surge entonces la bailarina más linda de un cabaré famoso, con el lunar falso a lo Cindy Crawford que le estampa al pie de la comisura de los labios, ahí justo entre la esquinita de la nariz y el labio superior.

La tía Rosa María va cónsona con sus retoños, ataviada con su pollera roja marcada, tembleques multicolores adornándole el cabello, luciendo un mantón de manila, bordado con flores frescas, maquillada a lo reina tableña. Ella misma, cuando pequeña, sonó con ser reina del Carnaval.

Su ejército de chiquillos queridos está listo en punto. Llegan a las calles del Carnaval a chapalear en el mar de confetis coloridos. Saborean raspados con mermelada, cubren sus caritas con copos de nieve azucarados, muerden jugosas manzanas acarameladas. Una bailadita por la tarde en el sarao infantil de piso de tablas que se mueven, con música en vivo de grandes orquestas, no podía faltar. De ahí salen en pisicorre a mezclarse como un batido de fresas con las comparsas alegres de a pie.

Por ahí mismo asoman sus caritas curiosas a la parada del Carnaval entre la gente disfrazada y eufórica.

El desfile de carros alegóricos con orquestas criollas ameniza, “panameño, panameño, panameño vida mía, yo quiero que tú me lleves al tambor de la alegría”... trepadas en los carros alegóricos que circulan en las calles de confetis y bullaranga envueltos entre la farsa y la fantasía.

Reinas con coronas lindas, atuendos despampanantes tiran besitos, tiran regalos a la multitud desde sus tronos emperifollados. Domitila y Tiburcio con su sombrero ocueño, su chácara tejida y cutarras interioranas se contonean al compás del jolgorio y la música.

La familia feliz camina campante y alegre entre el bullicio y la parrada.

De pronto hay miedo, hay susto. En caritas tristes y espantadas y aterrorizadas se tornan los rostros de los niños felices. Todos corren como pollitos asustados a refugiarse entre las faldas protectoras de su defensora querida.

Un saltimbanqui resbaloso, pintao a lo guerrero africano tira fuego, por la boca, como un dragón, da saltos espectaculares y extravagantes como si exorcizara espíritus, les baila alrededor, tal cual si fuesen la candela de una fogata en la selva.

Tiene un compinche, uno estrambótico igual a él, con una antorcha fulgurante en la mano, la blande aterrorizando transeúntes. Gritos y risas alegres afloran encantadas. Escupe fogonazos al tiempo que incendia el fondo de la garganta con un inflamable intenso, devolviendo fuegos artificiales como un tragafuego de circo famoso. Monedas caen como maná del cielo en las manos del malabarista. Momento mágico. Efecto de ilusionismo perfecto. Los turistas tiran flashes con sus cámaras de viaje, inmortalizando postales para el recuerdo.

El acróbata va montado en gigantescos zancos, que se desplazan alrededor de los chiquillos como agujas gigantes. El equilibrista lleva el pecho mulato al descubierto, embadurnado como un palo encebao. Viste pantalón abombao, como el de un bufón, satín brillante de rayas y colorines como un cuadro abstracto. Luce pulseras en los tobillos, los pies descalzos, las uñas largas, pintadas en tonos fúnebres. A alguno de los niños le parece ver al Gigante Verde, al Green Giant de los guisantes.

La tía de manos angelicales –cocina unos manjares de lo más deliciosos– los protege. A lo espadachina oriental, ahuyenta los cirqueros con una generosa propina, como quien fumiga insectos.

Mientras tanto las fanfarrias carnestolendas secuestran las calles de la ciudad. Caminantes cuchichean con antifaces y mascarillas pícaras de la misma forma que en el Carnaval de Venecia, ocultando el rostro y los pensamientos también.

Pasan las chiquillas pizpiretas contoneándose y las chiflan, reídas giran al unísono como en coreografía de competencia con las miradas traviesas. Devuelven los piropos con guiños de ojos y sonrisas atrevidas.

Cayendo la tarde continúa el desfile de fantasía con la imponente Domitila al frente.

Sigue la tía bella con su séquito de infantes su camino por la Avenida Central secando lágrimas, tranquilizando miedos, riendo bonachona, como quien dice: es bueno, de vez en cuando, sientan un poco de miedo para que crezcan fuertes, seguros, ni los avatares de la vida los derriben tan fácilmente.

Un guiño cómplice intercambia con un caminante, una sonrisa de esas de complacencia la invade.

Por eso de que los niños pronto olvidan. Se olvidó todo, con un raspao rojo, otro de uva con leche condensada, miel de caña y lluvia de malteada, como para aplacar lágrimas y aterrorizar miedos. Chucherías de fiesta, palomitas azucaradas, apapachos cariñosos no podían faltar. Manzanas, rollizas, brillantes, ricas, tan dulces que la Eva de Adán estaría compungida y envidiosa.

Derroche de diversión los cuatro días de jarana, jolgorio y farsa, rindiendo honores al dios Momo: circos aventureros de gradas desmontables, carpas de campamento y precios accesibles, con leones enjaulados, equilibristas osados, payasos haciendo payasadas, parques de diversiones, con montaña rusa, carritos locos, caballitos musicales; al mejor estilo de la mágica ciudad de Disney.

Ya, al caer la noche, cuando los niños dormitan de cansancio, se encienden, entonces, los toldos de pencas verdes con pisos de maderas disímiles parodian sábanas de retazos multicolores que arropaban los catres de los africanos canaleros. En esos centros rumberos criollos amenizan orquestas famosas traídas directamente de La Gran Manzana y Puerto Rico.

La Fania All Stars despliega sus pinitos, en vivo y a todo color. Le mete sabor a la música salsa, al ritmo cubano. Las tablas de toldos de madera y pencas con unas tinas enormes, heladas, repletas de cuanto licor para escoger le agrega sabrosura al festejo, se van llenando de parejas bailadoras al primer toque. Se agolpan en el concolón de la pista huyéndole al tax, algunos, otros conspirando para que las lides amorosas se den intensas, sin testigos y menos interrupciones.

Y por eso de que lo más deseado es lo que no se consigue, varones con aros matrimoniales a buen recaudo, autodeclarados solteros, buscan ligues temporales: amores sin serenatas, placeres sin compromiso, hijos sin pensión. En busca de pasiones que deleitan, que se escabullen, que no dejan rastro.

Y así, parejas de amantes momentáneos, por los recodos oscuros de los toldos de techos de estrellas, escondidos, se hacen arrumacos calientes en ese salón alegre de baile de Carnaval.

Hembras con los anillos de matrimonio en los bolsillos, resguardados, tirando una canita al aire, encubierto. ¡Cuánta inhibición destapada!, se quejan los viejos en un suspirar de añoranza, desde los balcones adornados con arandelas, con las dos palmas de las manos sobre la boca abierta y la mirada implorando al cielo.

La coquetería compite, el enamoramiento en las esquinas se esconde... Los amantes nuevos, abrazados, caminan el Carnaval, como si pensaran en los candados de enamorados de los puentes románticos en París, repletos de cerrojos eclipsados por el amor de amantes, en la pasarela de corazones, de cartas secretas, de versos románticos, de promesas hasta la muerte, selladas con cerraduras de tres llaves lanzadas a los ríos de la ciudad de la luz.

Las máscaras del Carnaval licencian la libertad y el libertinaje, tal cual dos hermanas gemelas rebeldes sin castigo ni pena.

En la ruta del Carnaval por doquier, disfraces multicolores a montón, mascarillas adornadas, algarabía en cada esquina.

Comparsas entonan bongós, maracas añaden sazón al ambiente en manos de hombres disfrazados. Entonados ya, sacuden los hombros al compás, calentando motores con el traguito de seco en la mano, afinan la conga sabrosa. Mujeres tiran pasos repletos de movimientos sensuales, rinden honores a su herencia caribeña. Los bailarines se enfrascan en un contoneo picante, como un solo cuerpo se desplazan, en un baile sensual y exótico con la cadencia del tango y el embrujo de la salsa.

La gente embriagada de fiesta se despoja de su tristeza, la encierran con picaporte y se destapa. En medio del bullicio lanzan a la playa cercana el cerrojo de sus pesares, catapultando las congojas, recuperando la alegría

El baño de confetis y serpentinas los embriaga. El tamborito, la música africana, la salsa, la samba brasileña, se les mete por las venas como vitamina potente, exacerbando lujuria y desenfreno por cuatro días de olvido, fiesta y farra en brazos del dios griego.

La tía María orgullosa como un pavo real ya regresa con sus sobrinos como si hubiese viajado el mundo por las calles de la fiesta de las máscaras lindas como si fuese una reina con su séquito de príncipes y princesas del país de 'Nunca Jamás'.

Autora
Farsa de Carnaval
Lucía Kusial Singh

Nacida en ciudad de Panamá.

Autora de los libros: Atrapada en la visita, Crónica de los angustiados, colores y valores (Aprobado por el Meduca como lectura complementaria para estudiantes).
Autora de los cuentos: El caudillo y la catedral, Tú yo ellas las mismas, El árbol de la montaña, África en tu espejo, Ases del negocio, Orquídeas azules, El secreto del coleccionista y otros cuentos.
Autora de la Estampa citadina: Mi mercado público.
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