Tempus Fugit

Actualizado
  • 31/12/2017 01:00
Creado
  • 31/12/2017 01:00
Bailar toda la noche y salir a las cuatro de la madrugada a tirar machete en el monte

Hace tiempo escuché a alguien decir que el tiempo es un curioso elemento, que ni se cambia, ni se gira, ni se muda.

El tiempo, una vez hilado y tejido, nos envuelve y esa envoltura nos rodea, saco amniótico, manta de cuna, velo de novia o mortaja. El tiempo nos cubre y nos acolcha los sentidos, atrofia el dolor, atempera el odio. Pero también acendra la venganza y descarna la añoranza.

Cada uno tenemos nuestro propio tiempo, es a la medida e intransferible. Nadie puede entender lo larga que a mí se me hace una ausencia. Nadie puede medirse mi espera, ni yo puedo caber en la tardanza del otro. No entiendo cómo algunos pueden andar felices y tranquilos con su tiempo, que a mi parecer es desangelado y vacuo.

El tiempo es un traje, y no, el título de esta columna es un guiño equivocado, el tiempo no se va a ningún sitio, ni va más o menos deprisa. Pero, cuando somos niños, nos queda un poco grande y hasta que su forma se nos va amoldando, o nosotros nos acostumbramos a su corte, nos parece enorme. Luego, cuando vamos creciendo ya no lo sentimos holgado, ya no es la inmensa chaqueta de papá o los zapatos de tacón de mamá que arrastramos por el pasillo, cuando nuestro cuerpo se acostumbra, nuestro tiempo es un traje cortado a la medida, que nos acompaña sin desentonar, nos permite doblarnos, dormir y despertar. Bailar toda la noche y salir a las cuatro de la madrugada a tirar machete en el monte. Nuestro tiempo, en esa edad gloriosa, es mágicamente fantástico.

Pero seguimos creciendo y aunque el tiempo va creciendo con nosotros, sus hebras cada vez están más secas. Ya no tienen la flexibilidad que la hilandera les dio al torcerlas, ya no se estiran sin romperse como cuando la tejedora nos trenzó las horas de nuestra vida. Entonces es que empieza a incomodarnos, nos tira de sisa, nos parece que nos quedamos cortos de manga. Entonces tratamos de estirarlo, de que vuelva a ser una segunda piel.

El tiempo no huye. El tiempo nos cubre y yo, hoy, a punto de que acabe otro giro de la rueda les voy a contar un secreto: no es estirándolo a la fuerza que nuestro tiempo nos va a volver a acomodar. No.

¿Saben qué debemos hacer? Engrasarlo con mucho alcohol bebido en buena compañía. Debemos frotarlo con la grasa de comidas deliciosas que nos reacomoden la felicidad en el lugar donde debe estar. Al tiempo le viene bien cambiar de aires, hay que viajar, orearlo, no permitir que las polillas se escondan en sus arrugas. Que el viento del mar lo agite, que las olas lo empapen mientras estamos de rodillas buscando almejas.

El tiempo es como la seda, tremendamente resistente y a la vez, frágil y delicado, debemos hacer que la luz de la luna lo reboce de brillo para que nunca pierda el lustre. Y nunca olvidemos las caricias, como la piel de un cachorro, nuestro tiempo se estremecerá de gusto al recibirlas.

Cuando crecemos debemos entender que nuestro tiempo también crece con nosotros, y que necesita su espacio. Un espacio para perder el tiempo. Para ganarlo. Para respirar a pulmón abierto, a plumón esponjado.

Jano gira una vez más la puerta, otro umbral que debemos cruzar, fijémonos bien al hacerlo, no dejemos girones de nuestro tiempo enganchados en lugares, personas, o tristezas.

Abracemos el huipil que cuenta nuestros días, nuestra manta de cuna, la mortaja pintada con nuestras huellas, arrebujémonos en él. Abriguemos nuestra alma de tiempo. Vivamos.

COLUMNISTA

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