Mónica Miguel Franco
Crimen y castigo
Los que ahora claman y gritan por la presunción de inocencia y protestan por la dureza de las medidas, no hace mucho se regodeaban y apuntaban sus dedos acusadores contra el ogro de todas sus pesadillas
En este país no ganamos para sustos, oigan, ahora que resulta que ya podemos entrar en las playas (pero solo de lunes a viernes, porque los fines de semana va a ellas el virus a reponer fuerzas para seguir contagiando en el metro y en los buses durante los días laborables), tenemos a los grupos revoltosos revolucionados con la noticia terrible de que uno de sus integrantes ha sido detenido. El activista fue detenido la mañana de este miércoles 13 de enero de 2021 (¡oh, dolor! ¡oh, espanto!) por la Fiscalía de Propiedad Intelectual y Seguridad Informática bajo la acusación de jaquear, presuntamente, los sistemas informáticos de la Policía Nacional.
Y las redes arden y las opiniones se inflaman, y dimes y diretes y tú más y pues anda que tú. Y yo, ojiplática y patidifusa, rechupeteo mi paleta de limón mientras pienso en la panda de pendejos en la que han logrado convertirnos.
Vamos a ver, les voy a contar un cuento. Había una vez una madre que tenía dos hijos que iban a un colegio de la localidad donde la impecabilidad de los uniformes influía, sin duda, en la falta de pecado de las mentes. Las niñas en falda por debajo de la rodilla, no vaya a ser que la visión de una rodilla femenina adolescente vaya a despertar pensamientos impuros; y los hombrecitos en pantalones, con la raya bien marcada, como mandan los cánones decimonónicos, y no pueden, en ningún caso seguir el ejemplo del modelo fulo, ojizarco y pelilargo que preside todas las aulas. Bien. Acato y cumplo
No vean ustedes los dramas que hubo durante años en mi casa a cuenta de la visita periódica al barbero, nadie en casa entendía (no, yo tampoco, hijos), qué coño tiene que ver el culo con las témporas ni la cabellera con la disciplina. Pero las normas son como son y se cumplieron. Cuando los herederos protestaban, la madre contestaba: “Si no te gustan las normas, lucha por cambiar las normas, pero mientras tanto, las cumples”. Siempre les dio pereza meterse en camisa de once varas para cambiar el reglamento del colegio, así que tuvieron que asumir las consecuencias de no llevar el cabello bien cortito, notificaciones, suspensiones y amenazas. Aguanta callado, la ley es la ley, y la ley se cumple.
Quizás es que, a pesar de que a mí Sócrates me cae bastantito mal, lo cierto es que le reconozco la entereza de no huir de una condena sujeta a ley y de morir por sus convicciones.
Los pendejos de hoy se llenan la boca hablando de activismo, pero no quieren sufrir las consecuencias de sus actos. Mandela, uno de sus ídolos, preso estuvo. Gandhi, otro de ellos, meditó dentro de celdas carcelarias más de una vez.
A ver cómo os lo explico, nenes: si infringes la ley, estás sujeto a detención y a juicio, y si se demuestra que eres culpable, te tocará pagar condena.
Los que ahora claman y gritan por la presunción de inocencia y protestan por la dureza de las medidas, no hace mucho se regodeaban y apuntaban sus dedos acusadores contra el ogro de todas sus pesadillas.
Es muy fácil, la ley o es para todos o no es ley, y los derechos y las garantías procesales y constitucionales deben funcionar para todos, incluso para aquellos que te caen como una patada en las gónadas.
Imagino la angustia de la madre, de verdad, pero ¿saben qué? Los padres también debemos entender y respetar las apuestas que hacen nuestros retoños. Y obligarlos a asumir las consecuencias de sus actos.
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