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- 08/06/2009 02:00
MONTEVIDEO. En un país como Uruguay donde el fútbol hierve en la sangre, la primera semana de junio fue de expectativa, ansiedad, miedo y confianza a máximo nivel para los hinchas. Es época de eliminatorias para el Mundial de Sudáfrica 2010 y ‘la celeste’ recibe en el mítico Estadio Centenario a Brasil, pentacampeón del mundo y cómplice de recuerdos que quedaron grabados en la historia del deporte.
Los locatarios se encuentran en la esperanzadora quinta posición mientras que los visitantes disfrutan de la segunda y confortable plaza en la recta final de la competencia. La situación tiene todos los condimentos como para que las 60 mil espectadores decidan ir a ver el juego a pesar de los 8º C de temperatura. En los días previos al partido los más apasionados adoptan un rol de ‘directores técnicos’ en las charlas futboleras y discuten sobre cuál es la forma de jugar, con qué jugadores y por qué. El fútbol está en el aire.
El cielo gris observa como la gente empieza a colmar lentamente el estadio con dos horas de anticipación para el comienzo del espectáculo que es a las 4 de la tarde. Un aura celeste pinta al barrio ‘Parque Batlle’ en la ciudad de Montevideo que hoy se ve adornado por banderas de Uruguay por doquier.
El seleccionado local fue el primero de los dos en llegar al estadio y la gente, que esperaba impaciente, enloqueció con el abordaje de sus ídolos. El ambiente parece como si se jugara la final de un torneo. Los fanáticos se acercan al ómnibus con tambores y entonan canciones de aliento a los jugadores mientras que otros miran encantados a los futbolistas que son estrellas a nivel mundial; la mayoría de los ojos reposan sobre Diego Forlán, quien recientemente recibió el premio de Pichichi de la Liga de España y la Bota de oro en Europa, galardones que, para la gente, lo convierten en el hombre que los va a salvar de cualquier adversidad.
Todo parece indicar que va a ser una fiesta y sin problemas entre las distintas hinchadas. El público brasileño, con sus contrastantes camisetas amarillas, circula normalmente por los alrededores del estadio sin que se genere ningún problema, pero que sí recibe algún grito de “la final del 50 no se olvida más”, con lo que los locales intentan golpear la fibra más íntima de los norteños sacando a la luz la final del Mundial de 1950 cuando Uruguay derrotó a Brasil en el inmenso estadio “Maracaná”.
A menos de diez minutos para que el árbitro argentino Saúl Laverni de comienzo al partido, en las tribunas no hay lugar ni para un alfiler. “Soy celeste, soy celeste” corea el público a medida que los jugadores ingresan al golpeado terreno de juego que supo albergar la final del primer Mundial de fútbol en 1930. Desde la platea de la Tribuna Olímpica, la más grande y la que queda a los ojos de los televidentes, decenas de globos blancos y azules decoraron el cielo acompañados de fuegos artificiales.
Empezó el juego. Las gargantas del 95% del estadio parecen desgarrarse en un único grito de aliento. Del cortante frío ya nadie se acuerda. Todos parecen estatuas, incluso los tres mil brasileños que llegaron para alentar a su equipo y que estaban jugando otro partido contra el —para ellos— inusual frío.
A los 12 minutos de comenzado el partido un inesperado gol de Brasil de 40 metros calló a los locales como si alguien hubiese tomado un control remoto y apretado la tecla “mute”. Fue un balde de agua helada. Los gritos de aliento se convirtieron en insultos para el cómplice arquero locatario.
La situación no iba a mejorar para nada, al contrario. A los 35 minutos los visitantes llegaron al segundo gol con lo que la gente ya empezaba a descartar la posible remontada del equipo. Así se fue el primer tiempo del partido. Los quince minutos de descanso pasan silenciosos. La desilusión en la mirada de los hinchas es abrumadora. Sólo los niños y algunas de las mujeres desentendidas manejan mejor la situación mientras le preparan un mate al acompañante cabizbajo.
Con el orgullo quebrado, el público se vuelve a sintonizar en el partido. El segundo tiempo está en marcha y los nervios reaparecen a flor de piel esperando que el equipo anote un gol. Cuando la multitud todavía terminaba de acomodarse para ver el resto de juego llega el demoledor tercer gol de Brasil. Silencio. De un costado de la inmensa olla aumenta gradualmente el grito de “gol” de la torcida brasileña, que ante el ensordecedor silencio del resto, se parece más a un susurro.
A 40 minutos del final el telón se acerca al suelo mientras que las cuatro torres gigantescas de las luces se despiertan. Entre lamentos se escucha a los resignados hinchas que dicen: “ahora si se terminó”, pero que igualmente se quedan en sus asientos.
El frío aumenta mientras el cielo se apaga lentamente. Los únicos que bailan y cantan son los brasileños, que desafiantes exclaman “¡olé!” cada vez que sus compatriotas pasan el balón entre los futbolistas uruguayos. A los 74 minutos el sufrimiento se volvió enojo y algunos fanáticos se empiezan a retirar del estadio. Brasil anotaba otro gol. El 4-0 brillante en el tablero electrónico es a los hinchas, como la luz del día a Drácula.
Sin más, lo que queda de público espera el final del partido. Dos horas atrás la alegría vibraba en las puertas y en el interior del estadio. Ahora la tristeza acompaña a la hinchada local a sus hogares. El confortante grito de “gol” esquivó a la hinchada local y Brasil cortó la racha de 33 años sin poder irse victorioso del Estadio Centenario.