Las siete avenidas de Chávez

Actualizado
  • 05/10/2012 02:00
Creado
  • 05/10/2012 02:00
VENEZUELA. ‘Uy, dice que allá no se cabe ya.. llenó siete avenidas Chávez, tu vieras’, le escuché decir animadamente a una mujer detrás ...

VENEZUELA. ‘Uy, dice que allá no se cabe ya.. llenó siete avenidas Chávez, tu vieras’, le escuché decir animadamente a una mujer detrás mío. Nos dirigíamos como sardinas en lata en el metro de Caracas hacia la estación Capitolio.

Estación tras estación se veía gente y gente y gente vestida de rojo, yendo y viniendo, preparándose cada uno a su manera para algo especial. Al salir de la estación y enfilar hacia la Plaza Bolívar, el espectáculo de la democracia latinoamericana nos invadió los sentidos.

Si las entrañas de la ciudad eran un hervidero, las calles del centro de Caracas ya eran un verdadero carnaval. Y apenas eran las once de la mañana.

Henrique Capriles Radonski, el jóven candidato que aspira a destronar al presidente venezolano, cerró su campaña el domingo pasado.

Sus simpatizantes aseguran, orgullosos, que llenó la Avenida Bolívar.

Pero en este país, tales afirmaciones pueden convertirse en un tiro por la culata.

Quizá herido en su ego, el chavismo decidió llenar no sólo la Bolívar, sino también la Urdaneta, la Fuerzas Armadas, la Méjico, la Lecuna, la Universidad y la Baralt.

Siete avenidas como el siete del día de la elección. ‘Vamos a demostrarles a esos majunches que Chávez sí tiene pueblo’, gritaban dos animadores desde una de las muchísimas tarimas secundarias en la Avenida Universidad. ‘Porque Chávez es...’, comenzaban, y la multitud enloquecida les respondía ‘el corazón del pueblo’, y yo, por un momento, sentía celos de que su presidente se vendiera como corazón del país y el mío como un loco.

La cantidad de gente en las calles, aún a varias horas del esperado discurso del ‘comandante-papá-corazón’ de Venezuela, era abrumadora. Abrumadora y sospechosa.

La plaza Diego Ibarra, de frente al edificio de la Asamblea Nacional, era un hervidero de actividad.

‘Es imposible concentrar tantos civiles sin sacar gente del trabajo’, le comenté a mi amiga venezolana que prefiere permanecer en el anonimato. ‘Por supuesto, hoy es un día laboral, pero nadie del sector público trabaja, y a algunos incluso los obligan a venir’, me respondió.

Mientras tomábamos un refresco bajo el ardiente sol caraqueño, recordaba las amargas quejas de amigos opositores sobre el uso descarado del aparato estatal para la campaña chavista. ¿Qué necesidad tendrá Hugo Chávez de borrar la línea entre su rol como presidente y su rol como candidato?

De camino hacia la Avenida Bolívar oía, entre los eslóganes oficialistas, a decenas de vendedores de agua, cerveza y comida, e incluso de discos con ‘80 canciones de Chávez a 10 bolos’.

Más allá de las evidentes ventajas de ser presidente y candidato, el perfil racial de la multitud, aún más que los números en sí, declaraba poderosamente lo que es el chavismo en Venezuela: un fenómeno de lo que en nuestros países se conoce como pueblo, o sea gente de todos los tonos posibles entre el negro y el blanco y de todas las clases sociales. Lo mismo ocurre con el Moralismo en Bolivia o el Correísmo en Ecuador.

Y no hay que venir aquí a verlo: basta con ver las fotos de las marchas. No es casualidad, pensé, que haya escuchado varias veces desde que llegué aquí que mucha gente va a los mítines de Capriles ‘a ver a las mujeres’.

A medida que nos acercábamos a la Bolívar la marcha chavista se me revelaba, en buen panameño, como un auténtico culeco político.

Los puestos de bebida y comida, la música atronadora, la basura en las calles y el olor a berrinche traían recuerdos carnavalescos a mi mente, reflejando lo seria y masivamente que se toman los venezolanos la política.

Al fondo, se veía la tarima desde la que el divo político por excelencia arengaría a sus masas.

A pesar del ambiente festivo, el apiñamiento y sobre todo la vista de ciertos sujetos me hacían sujetar fuertemente la cangurera donde cargaba mis pertenencias. En ese momento entendí las palabras de Rafael Uzcátegui, secretario general del partido Patria Para Todos, que la noche anterior me había hablado de ‘la cantidad de demonios que andan sueltos por ahí’.

Muchos de esos demonios andaban por la Bolívar o cualquiera de las otras seis avenidas. Y todos armados hasta los dientes, cortesía de la Revolución Bolivariana. ‘Si llega a perder Chávez se arma una guerra aquí’, había concluído Uzcátegui, con esa expresión tan característica de los antiguos guerrillero izquierdistas latinoamericanos.

Luego de un rato, decidí salirme del concolón y caminar hacia el final de la Bolívar, donde la concentración humana no era tan alta. Las multitudes seguían llegando. En una tarima secundaria, un dirigente chavista denunciaba a todo pulmón los ‘paquetes neoliberales’ de la oposición—o burguesía, su sinónimo venezolano—mientras evocaba sin ningún rubor los fantasmas del ’Caracazo’.

Para él, y para todos los que lo escuchaban y vitoreaban, el mundo globalizado del siglo XXI se sigue reduciendo a una simple confrontación entre el bien y el mal, lo público y lo privado, el socialismo y el capitalismo, el pueblo y la burguesía.

El bien, en Venezuela, es un camino marcado por un Dios llamado Simón Bolívar y su profeta, llamado Hugo Chávez. O quizá es al revés, no estoy seguro.

Mientras escuchaba al dirigente anónimo, vi pasar a varios muchachos cargando un ataúd con el ’cuerpo’ del majunche Capriles adentro. Otros, a su lado, cargaban un modelo del satélite Miranda, probando que para norcoreanos, iraníes y venezolanos por igual los satélites son cosas que dan mucho orgullo.

Por las bocinas sonaba a todo volumen una canción de ska-punk que celebraba las hazañas de la revolución bolivariana. Poco después se presentaría en la gran tarima el ídolo pop Hany Kauam, que ha llegado a la cima de las listas musicales con la canción ‘Chávez corazón del pueblo’.

No, no es mentira. Analizar la Venezuela de Chávez es una cosa. Vivirla es otra completamente distinta.

ENVIADO ESPECIAL EN VENEZUELA

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