‘Yo fui envenenada por la Caja de Seguro Social'

Actualizado
  • 14/10/2016 02:00
Creado
  • 14/10/2016 02:00
En 2006, una tragedia sacudió al país. Diez años después, una de las sobrevivientes narra como es respirar y caminar todo los días con un cuerpo envenenado

El 26 de septiembre de 2006, Carmen de Salguero supo que había sido envenenada con un jarabe para la tos recetado y elaborado por la Caja de Seguro Social (CSS) con una sustancia que se emplea como refrigerante para automóviles y que, ingerido, destruye los riñones y el hígado.

CARMEN DE SALGUERO

'Gracias a dios tengo un esposo excelente, que ha sido mi apoyo, y a dios que me ha ayudado a salir de la depresión'

Diez años después, la sobreviviente de la tragedia del dietilenglicol cuenta su historia y su lucha por no irse al mundo de los muertos.

‘Soy un milagro de Dios', dice con ojos decididos y una mirada que pocos pueden sostener.

Durante la entrevista, en su casa de Arraijan, caía un torrencial aguacero. La furia del cielo respondía al trágico testimonio de una de las cien primeras víctimas diagnosticadas por envenenamiento con dietilenglicol.

‘Yo era como un árbol de otoño seco, al que se les van cayendo las hojas y, junto a ellas, la vida', repite dos y tres veces, entre sollozos y lágrimas, la señora Salguero. En una modesta casa en Las Villas de Arraiján, ha pasado la última década de su vida, en compañía de su esposo Luis, su hijo de 20 años, y el imprescindible bastón que necesita para movilizarse.

CARMEN DE SALGUERO

‘El veneno dañó todo lo que es la parte blanda de los huesos. la columna la tengo dañada'

Nunca volvió a ser la misma después de aquel fatídico día de junio de 2006, en el que acudió a la policlínica Santiago Barraza, en La Chorrera, para atenderse de lo que aparentaba ser un simple resfriado. Allí la atendió el médico de la sala de urgencia, quien le diagnosticó una bronquitis aguda y le recetó un expectorante sin azúcar.

Carmen nunca se imaginó que, literalmente, el remedio sería peor que la enfermedad. El galeno que la atendió, sin saberlo, le tendía una trampa de muerte, recetándole un jarabe que debía ser producido con glicerina para consumo humano en los laboratorios de la CSS.

La paciente ingirió la mitad del frasco del expectorante (60 ml), cuando 120 ml serían suficientes para acabar con la vida de una persona de contextura normal. ‘El veneno entró y dañó todo lo que pudo', relata la sobreviviente, que cuenta ahora 60 años.

Hasta ese momento, Salgado había padecido de ocasionales brotes de asma bronquial, hoy padece de nueve enfermedades, todas asociadas a la ingestión del expectorante sin azúcar, cuenta, con voz temblorosa, mientras intenta esconder las lágrimas que gritan con el recuerdo.

Afanada por sobrevivir, visitó dos veces al día, durante dos meses, las instalaciones de la policlínica chorrerana, sin encontrar alivio. Se le hicieron decenas de exámenes y le recetaron varias inyecciones, pero los médicos no entendían ni lograban controlar el motivo de sus padecimientos. Al mismo tiempo, empezaban a registrarse defunciones de otros pacientes, de forma intempestiva, sin que sus familiares conocieran la causa de su muerte.

Los médicos, entre ellos Luis Corbillón y Luis Benitez, creían que el caso de Carmen era psicológico. ‘Tienes que poner de tu parte; ya te hemos dado lo indicado', le decían.

Cada día que pasaba era peor; por mucho tiempo no pudo caminar, solo se movía de la cama para ir al baño, porque padecía de constantes diarreas. ‘Mi cuarto y mi baño eran mi mundo', dice. ‘Tuve que dejar de tapizar muebles, y perdí un ingreso mensual de $1,200, porque empecé a padecer de dolores y cansancios crónicos'.

Perdió, además, una oportunidad de trabajo en el Call Center de Dell, con un salario inicial de $850, porque no pudo realizar el entrenamiento.

Los malestares estomacales le impedían salir a la calle, a porque eran incontrolables. En el momento en que menos lo esperaba, aparecían los vómitos y las diarreas. Así paso nueve de los últimos diez años de su vida.

La lluvia se acentúa y nos obliga a detener momentáneamente la charla. Se apoya en su bastón de metal y con esfuerzo se levanta de la silla que la sostiene. Con pasos lentos, se mueve hacia su recámara. ‘¡Venga!', dice, invitándome a entrar con ella en la habitación, donde guarda un recuerdo de esos momentos aciagos.

Se trata, precisamente, de ese árbol de otoño con el que ella se comparaba, pintado en la pared por ella con la ayuda de su esposo Luis como símbolo de los momentos más difíciles de su enfermedad. ‘Yo quería dejar un recuerdo de como iba perdiendo la vida. Con mucho esfuerzo, pinté este árbol. Así quería que mi familia me recordara cuando no estuviera', dice.

Mientras con una mano se se apoya en el bastón, con la otra señala el enorme árbol seco pintado en la pared.

Entonces prosigue su historia. Su memoria todavía conserva fresco el recuerdo del día en que una amiga que laboraba en la Corte Suprema de Justicia fue a visitarla, advirtiendo que tenía los mismos síntomas de las personas que estaban muriendo misteriosamente en el hospital del Seguro Social. Para entonces, los medios de comunicación reportaban las extrañas muertes en la institución de salud panameña y el afán de los médicos por encontrar la razón de estos sucesos.

Los primeros signos de alerta se habían reportado en agosto de 2006. El primer diagnóstico apuntaba a una enfermedad atípica denominada ‘Síndrome de Insuficiencia Renal' (SIRA).

Las primeras víctimas eran varones de 60 años, diabéticos e hipertensos. Se especulaba ya para entonces que la causa de la enfermedad podía ser un medicamento para estas condiciones.

Ella dudaba, porque no padecía ninguno de los dos males. El tiempo pasaba y las enfermedades se acentuaban en su cuerpo.

El medio día del 26 de septiembre de 2006, Carmen supo cuál era la causa de sus padecimientos. El mundo de la familia se derrumbaba, sin que pudiese hacer casi nada por evitar lo que parecía encaminado a un desenlace fatal.

En aquel momento, ya estaba convaleciente, y solía sentarse en una silla reclinable ubicada en la sala de su casa. El televisor estaba encendido. Las noticias del mediodía mostraban el lote del jarabe contaminado.

Con mucho esfuerzo, se paró para ir a buscar el envase que todavía conservaba en su casa. Ya con la botella en la mano, miró fijamente la pantalla del televisor. Era el mismo número de lote. Rompió en llanto, recuerda.

Ella no sería la única que recibiría aquella noticia. Según Las cifras del Comité de Familiares de Víctimas por el Derecho a la Salud y a la Vida, unos 220 mil envases del medicamento para el resfriado fueron contaminados con dietilenglicol y repartidos en 11 mil recetas.

Poco después, a través de los medios noticiosos, las autoridades hicieron un llamado a las víctimas de envenenamiento a dirigirse a la policlínica más cercana llevando el frasco del medicamento.

Cuando entregó el envase a la doctora que la atendía en la clínica, los ojos de esta se llenaron de agua. La galena sabía que mi futuro sería incierto, reflexiona Carmen.

El 2 de octubre de 2016, las autoridades de salud reportaban las primeras seis víctimas. Posteriormente, se descubrió que las muertes estaban asociadas a cuatro medicamentos - expectorante sin azúcar, difenhidramina, pasta al agua y calamina loción -.

Un década después, ‘el número de muertos es indeterminado', señaló César Pereira, fiscal de la causa.

Las cifras del MP se refieren a casi 3 mil denuncias interpuestas hasta el año pasado (2015), de las cuales, 670 casos fueron dictaminadas como envenenamiento, y de los cuales 35% terminó en fallecimiento.

Para Carmen, cada día que pasa constituye una nueva lucha por levantarse de la cama. ‘Me dañaron la vida para siempre', sostiene.

Su sistema nervioso central está afectado irreparablemente. Su diagnóstico clínico incluye fibromialgia, reflujo gastroesófagico, monorrena, hipercolesterolemia, neuropatía periférica y espondiolistesis.

Sufre, además, de continuas depresiones y de epilepsia parcial, que le causa pérdida de memoria, tan acentuada, que le cuesta mantener el hilo de las conversaciones. Solo la sostiene su fe en Dios. Con ello, intenta vivir cada día como si fuera el último.

Vive con una pensión de $600 mensuales que le otorgó el gobierno para subsanar el envenenamiento, pero a veces no alcanza ni para comprar las medicinas con las que tratar las múltiples enfermedades que padece.

‘A mi me envenenó la CSS', dice mientras cierra sus ojos sintiendo de golpe el peso del sufrimiento acumulado en diez años. Es pasado medio día y la lluvia no cesa, es el primer aguacero de la retrasada temporada lluviosa.

La tragedia panameña no es única. Más allá de las fronteras del país, se han producido eventos similares en China, Haití, Bangladesh, Argentina, Nigeria y dos veces en la India.

La historia panameña comienza en 2003, cuando la CSS compró una sustancia reportada como glicerina pura, con la que elaboró los jarabes y las pastas para la piel, pero que finalmente se comprobó que era una sustancia venenosa para el consumo humano llamada dietilenglicol.

El compuesto procedía de China. El proveedor local notó que el producto era glicerina industrial, pero sin pensar en las consecuencias, procedió a cambiarle la etiqueta para cumplir con el pedido, según consta en el expediente del Ministerio Público.

El componente reposó en los depósitos de la CSS y se empezó a usar para fabricar los medicamentos tres años después y se procedió a suministrarlo a los pacientes sin mayor reparo.

El análisis de los hechos puso en evidencia una serie de deficiencias críticas en los procesos de prestación del servicio de salud pública, en la dotación de medicamentos, consideró el Órgano Judicial.

La primera de las fallas fue en los procesos de compra de materia prima y la segunda en los de introducción y análisis de materia prima.

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