Relatos de 1903: pobres y ricos subyugados por Colombia

Actualizado
  • 06/11/2016 01:00
Creado
  • 06/11/2016 01:00
A las familias pudientes se les emplazaba a aportar ‘voluntariamente' miles de dólares para sufragar costos de la guerra.

El rechazo del Tratado Herrán Hay y el abandono en que el gobierno de Bogotá mantenía al istmo no fueron las únicas motivaciones que llevaron a los panameños a buscar su independencia en 1903.

Ricos, pobres, liberales, conservadores, negros, blancos, mulatos, la mayoría de la población de la ciudad de Panamá, acumulaba resentimientos y desconfianza hacia su patria de adopción.

En especial, el grupo de próceres que planificó la gesta del 3 de noviembre en alianza con los intereses estadounidenses había sido repetidamente extorsionado por los representantes del gobierno colombiano en el istmo.

El país, que se había unido a Colombia voluntariamente en 1821 tras lograr por cuenta propia su independencia de España, se había convertido en no más que una fuente de ingresos para un gobierno continuamente falto de fondos.

En los últimos años antes de la separación, el gobierno de Bogotá extraía anualmente del Departamento del Istmo alrededor de 1 millón de dólares (dinero de la época); es decir, $3.5 per cápita -el territorio, mayormente desocupado, solo tenía unos 300 mil habitantes—.

Se trataba de una carga difícil de sobrellevar para los istmeños, e incluía una de las mayores fuentes de ingresos de todo el territorio colombiano, la concesión del Ferrocarril Transístmico, que aportaba al fisco bogotano $250 mil anuales.

Ni ese dinero ni ningún otro extraído por Colombia era reinvertido en el istmo, ni en obras ni en educación ni en sanidad.

Un cuadro de cómo se vivía en la capital del istmo en 1903 lo da el corresponsal estadounidense Merril A. Teague, quien en un artículo publicado en innumerables medios escritos de su país, en enero de 1904, da cuenta de la suciedad, pobreza y pestilencia que imperaba en la ciudad de Panamá.

Los charcos de agua se acumulaban en las calles, dando paso a criaderos de mosquitos, la basura se descomponía en los patios delanteros de las casas sin que nadie la recogiera.

La falta de agua, la miseria e ignorancia de la población daban cuenta de un estado de abandono absoluto y de dejadez de los istmeños, sumidos en la desesperanza.

A pesar de la abundancia de recursos en el Cerro Ancón, decía el periodista, la ciudad no contaba con un sistema de agua potable y el líquido era un bien escaso, acumulado en barriles durante los tiempos de lluvia, o adquirido a veces a altísimo precio de vendedores ambulantes.

(El periodista cuenta que al pasar una ‘señorita' frente al Hotel Central, uno de los huéspedes sugirió que se trataba de una de las pocas mujeres de la ciudad que usaba ‘agua en vez de talco').

La situación se había hecho insostenible durante la Guerra de los Mil Días, impuesta por los colombianos en el istmo a costa de la sangre, dolor, muerte y dinero de los panameños.

En quiebra por los gastos de guerra, el gobierno de Bogotá se había convertido en un gobierno pirata y extorsionista que fue monopolizando en beneficio propio los negocios más lucrativos de la época: la venta de cigarrillos, sal, hielo, la matanza de ganado y la operación de casas de juego.

En 1903, todavía permanecían frescos en la memoria de los panameños más humildes los recuerdos de los abusos cometidos durante la Guerra de los Mil días por el general Carlos Albán, jefe civil y militar del gobierno colombiano en Panamá.

Los soldados de Albán se internaban en los montes panameños a reclutar gente para su ejército.

Cualquier muchacho de 10 años en adelante era tomado, y, con las manos y tobillos atados, se le dirigía como ganado hacia los dominios del ejército conservador. ¿Prisioneros? No. ‘Voluntarios' obligados a tomar las armas para pelear en las filas de los conservadores.

Indios, negros y mulatos de pocos recursos, sin importar su ideología o su falta de conocimiento sobre las razones de la guerra, corrían igual suerte.

Los más acaudalados de San Felipe tenían también su propia ‘historia de horrores'.

Según reportes de corresponsales extranjeros de la época, los líderes del movimiento revolucionario que lograría la separación de Colombia ofrecieron pruebas de que habían sido extorsionados por el general Albán y obligados a pagar cientos de miles de dólares para sostener los gastos de guerra.

El banquero liberal Harmodio Arosemena había sido una de las víctimas. Este ofreció a un corresponsal extranjero pruebas de haber pagado en apenas un año unos $150 mil al gobierno colombiano.

En una ocasión, el gobernador había mandado a colocar en la puerta de su casa la notificación de que debía aportar antes de cierta hora $25 mil.

Cansado de la extorsión, Arosemena instruyó que se comunicara a los guardias que no estaba en casa, que se había ido de viaje a Ecuador.

Durante nueve meses, los guardias no abandonaron los predios de su residencia. La familia Arosemena incluso debió correr con los gastos de alimentar a los soldados que los mantenían vigilados.

Otra historia similar fue la del joyero panameño de padres alemanes Oscar Müller, quien mostró recibos de ‘préstamos de guerra' por $50 y $100 mensuales.

En una ocasión, se le solicitó que diera $1,250, a lo que se negó.

Como respuesta, Albán envió a su negocio un experto para que volara su caja fuerte y obtuviera el dinero. Antes de que esto sucediera, Müller prefirió dar la combinación de la caja. Pero adentro no había nada, sino solo papeles viejos.

Las autoridades cerraron la puerta de su casa durante 24 horas, hasta que Müller se comprometiera a pagar $300 más $1 por el tiempo ‘perdido' del experto en voladuras.

La casa del general Domingo Díaz también fue ocupada en una ocasión. Este reportó que su esposa, Elicia Arosemena de Díaz, no tuvo dónde dormir durante dos días, pues los soldados se habían instalado en su habitación.

En otra ocasión, Federico Boyd fue presionado a aportar $10 mil, pero logró transar por $5 mil.

El doctor Francisco De La Espriella había preferido huir a Costa Rica antes que ceder a la presión.

Una de las anécdotas más interesantes relatadas en los periódicos estadounidenses del la época es la de un desayuno organizado por el general Carlos Albán en el Salón Amarillo del Palacio de Gobierno, en el que los invitados eran los más destacados conservadores de la sociedad de intramuros.

Tras ofrecer a sus convidados un elaborado menú, café y cigarrillos, el jefe civil y militar del istmo inició un detallado recuento de la precaria situación de las finanzas del país y de su necesidad de reunir una fuerte cantidad ese mismo día.

Albán confesó a los presentes que durante meses había estado sacando dinero a los liberales, pero que estos ‘ya no podían dar más', por lo que recurría a ellos.

‘Señores, debo recoger este dinero y me veo obligado, en contra de mi voluntad, a pedirlo a ustedes. Aquí les dejo estas hojas. Quiero que cada uno escriba su nombre y la cantidad que están dispuestos a dar voluntariamente. Para que sepan, yo mismo estoy dando $50 mil y espero que lo que ustedes ofrezcan supere esa cantidad'.

Sonriendo, e inclinándose cortésmente ante los presentes, salió por la puerta, no sin antes anunciar que ‘volvería en una hora'.

Al volver, y encontrarse con las protestas de los presentes, les indicó: ‘Se me ha olvidado comentarles que la casa está rodeada de soldados y ustedes no pueden escapar. Si no recibo pruebas de su compromiso de pago tendré que llevarlos a prisión'.

Aunque la gesta de separación de Colombia fue un movimiento organizado por unos pocos -los conservadores Amador Guerrero, José Agustín Arango, Tomás Arias, Federico Boyd, Manuel Espinosa Batista, Ricardo Arias, Federico Boyd, Nicanor A. de Obarrio y los liberales Domingo Díaz y Constantino Arosemena—, al anunciar la Junta Provisional de Gobierno la independencia del istmo, esta fue acogida con júbilo por la población.

El 3 de noviembre de 1903, la población de intramuros y la del arrabal santanero se unió en una gran fiesta hasta la madrugada en la que se celebraba la liberación del país del yugo colombiano.

La única protesta fue un cañonazo lanzado por un colombiano al mando de la nave de guerra Bogotá, anclada en la bahía, y que terminó dando muerte a un comerciante de origen asiático que reposaba la siesta.

Panamá era como una doncella, que se había entregado a los brazos de Colombia en 1821, que durante 82 años no supo valorarla, para después llorar su pérdida y culpar al apuesto y rico galán que vino a hacerle todo tipo de promesas al oído.

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