Carlos Peñaloza, el 'hijo del Estado' sin identidad
Guillermo Salinas, un niño abandonado por su madre que estuvo nueve años en cuatro albergues del país, pasó desapercibido para el sistema los primeros 15 años de su vida sin poder estudiar, hasta que el Estado lo inscribió como: Carlos Peñaloza. Un problema de identidad que lo ha perseguido toda la vida e intenta rectificar a sus 27 años en la oficina del Registro Civil del Tribunal Electoral

El nombre impreso en su cédula de identidad no es el que lo identifica. Para el Estado es Carlos Peñaloza. Para él, sus amigos, su mamá y sus ocho hermanos: Guillermo Salinas. La distorsión la carga desde que nació, un 29 de julio de 1994, hace 27 años, por un error de registro en el centro infantil Metetí, un paraje desolado en el centro de la última provincia de Panamá, Darién. En ese centro donde parió, la madre fue ingresada con un apellido que no era el suyo: Peñaloza, en lugar de Salinas Guillén. Carlos le pusieron después, en uno de los cuatro albergues donde vivió, por esa automatización que la burocracia llama “oficio”: no le preguntan su nombre, sino que le asignan cualquiera común como Luis, Juan, Carlos, que queda a discreción del funcionario que hizo la inscripción.
Guillermo es un hombre delgado, alto, trigueño y observador. Tiene 27 años, y de ellos, pasó nueve en cuatro albergues de Panamá y Colón. Le pusieron Carlos en el cuarto albergue para que pudiera estudiar.
—La opción que tenía era esta: si me daban el nombre y el apellido iba a estar reconocido por el Estado, no por mis padres”, dice Guillermo rodeado de gente en una mesa del área de restaurantes donde nos encontrábamos a la 1:00 de la tarde—. “Y así fue que el director de Metro Amigos, Roberto Charles, hizo que el Estado me reconociera como Carlos Peñaloza y a los 16 años pude entrar a la secundaria” –explica– “me costó mucho tiempo acostumbrarme a ese nombre, tuve que ir a psicólogo y todo”, cuenta. Fue como un laberinto kafkiano para Guillermo.
A 'Carlos Peñaloza' le fue muy bien en la escuela: logró el tercer puesto en el salón y siempre fue calificado como un estudiante “sobresaliente” por los maestros. A Guillermo, nadie sabe: nunca fue anotado en el Registro Civil, es invisible para todos, no existe. No es el único. En los albergues del país la experiencia de menores de edad sin nombre ni registro se repite. Ese desconocimiento del derecho a ser, existir, tener identidad, tiene otra consecuencia: no se puede acceder a la educación o atención médica sin eso. Durante 2021 el Registro Civil se percató de nueve niños en diferentes albergues del país que no contaban con identidad. A nivel nacional, el Registro inscribió de oficio a 4,614 niños en 2021, y un año antes a 5,522.
Guillermo pudo finalmente ir a la escuela, pero el problema de identidad no lo abandona: nadie lo conoce como lo llamó el Estado. La doble identidad o la falta de ella, no fue el único problema que tuvo que enfrentar. En su recorrido por los albergues, Guillermo fue víctima de violencia, abusos, maltratos, y llegó a ver cómo sus amigos eran abusados por un sacerdote; en otras ocasiones él se pudo zafar a golpes.
El primer albergue que pisó fue la Ciudadela Jesús María, en Colón, a los 8 años: donde lo abandonó su madre al cuido de los religiosos. Fueron los años más duros de desapego. El segundo, la filial de Howard de La Ciudadela, a sus 12 años: le tocaron algunos cuidadores que se pasaban de 'lisos' y les pegaban porque no podían controlar a los niños quienes también respondían a golpes. En el tercero, Malambo solo por una semana, un paso temporal mientras las autoridades encontraban un albergue que lo recibiera. Y el cuarto, Casa Hogar Tocumen (después Metro Amigos), donde se defendió de los otros chicos cuando intentaban abusarlo sexualmente, él tenía 14.
—Vivir en un albergue es vivir un encierro y un abandono del que no sabes cómo salir: lo intentas, pero no tienes opción afuera porque no conoces a nadie, dice Guillermo. Si me fugaba, ¿a dónde iba?
Es un miércoles 17 de marzo de 2021 y Guillermo toma una soda en la zona de restaurantes de un mall concurrido de la ciudad de Panamá. Afuera hace un calor sofocante, pero en la mesa donde está sentado el aire aliviana. Igual, Guillermo está preocupado: todo lo mira, todo lo calcula.

—Yo no me siento seguro afuera, no confío en casi nadie. En el encierro, Guillermo creció desconectado de la geografía de la ciudad de Panamá: casi no conoce sus calles. Ahora vive en Pacora, trabaja en Pacora, donde se mudó su madre cuando era un bebé, y solo se mueve en Pacora: del trabajo a la casa.
La vida de Guillermo fue una de esas vidas que abundan en cualquier albergue: pasó sus primeros años en Pacora con una madre adolescente, sin estudios, y un padrastro alcohólico, que le gritaba y le pegaba. Los vecinos espantados por la situación hablaron con la madre y la persuadieron para alejar al pequeño de ese entorno. Desolada y sin muchas alternativas, se convenció que debía renunciar a él. A los ocho años Guillermo salió con su madre engañado, le dijo que irían “a un paseo” y terminó en el orfanato Ciudadela Jesús y María, en Santa Rita arriba, un pueblo en las afueras de la provincia de Colón.
—A veces me ponía a llorar porque no tenía a mi mamá, cuenta Guillermo. Veía que a los otros niños los iban a visitar, pero la mía no venía nunca.
Ahí empezó la secuencia de maltratos en los albergues: intentos de abuso sexual, castigos de encierro y hambre, que lo golpearan hasta dormido. Fue testigo de cómo agarraban a la fuerza a algunos y “les hacían sus cosas”, y a pesar de las quejas con el encargado, no hacía nada porque pensaba que era mentira. El peor día, dice, fue cuando llegaron al albergue los que estaban en la cárcel de menores, porque a unos chicos los agarraban a golpes y a unas chicas las violaban.

El primer orfanato donde fue Guillermo, en Colón, así como su filial en Howard, en la zona canalera de la capital, fue objeto de escándalos de abuso sexual entre 2006 y 2008 que embarraron a 11 religiosos de la Fraternidad de la Divina Misericordia. El delito llegó a oídos de la Santa Sede que ordenó una investigación de la cual nunca se han revelado los hallazgos. Cuando los abusos fueron de dominio público, en 2009, algunos afectados señalaron al obispo de Colón, Audilio Aguilar, de guardar silencio. Él lo niega: “Me enteré por los medios y solicité a la Santa Sede una investigación canónica del albergue de Colón que no reveló mayor cosa”, dijo el religioso que en 2013 fue nombrado obispo en Santiago de Veraguas.
“En ese albergue recibí castigos fáciles”, narra.
Para Guillermo, castigos fáciles es una secuencia de abusos inimaginables: permanecer encerrado en un cuarto por un mes o quince días por no hacer caso. Por lo menos, dice, no le pasó lo que a dos hermanos a quienes un religioso les compraba cosas en compensación por manosearlos. “Yo los veía cuando los llevaba a pasear”, detalla.
Cuando se clausuró el albergue de Howard a raíz de las denuncias de abuso sexual, fue trasladado a Malambo, un albergue ubicado en Arraiján, en la zona oeste de la capital panameña. Pero, por la edad, a la semana fue enviado al albergue de Tocumen, que después fue concesionado a la Fundación Creo en Milagros denominado Metro Amigos, situado en la zona este de la ciudad de Panamá, que alojaba a menores infractores, víctimas de maltrato, niños y niñas con problemas mentales y víctimas de abuso sexual.

—Antes de que tomara la administración Metro Amigos, los que nos cuidaban eran bravos, dice. Nos maltrataban a golpes o cuando nos íbamos a dormir, nos pegaban. A mí me lo hicieron tres veces y no me gustó.
Guillermo muerde un trozo de pollo mientras repasa el dolor de la propia carne: les mojaban la ropa cuando dormían, se trató de fugar, pero lo sorprendieron y como castigo lo dejaron encerrado en el cuarto dos meses. “A veces me llevaban comida, pero otras no”, recuerda.
Quería ser boxeador. Pero la pelea no la hizo en el ring. El muchacho ha andado a contracorriente toda su vida. Primero, resistiendo el sentimiento de abandono que lo inundaba en llanto cada vez que recordaba a su madre. Luego, por no poder estudiar al no existir para el Estado. En los albergues, por la violencia y el abandono que lo rodeaba. Finalmente, a los 18 años le diagnosticaron un linfoma de Burkitt con diagnóstico terminal, del que se salvó asombrosamente.
El linfoma de Burkitt es uno de los cánceres más agresivos, por lo rápido que crece y se disemina. Cuando se lo detectaron, Guillermo quedó “impresionado, no sabía qué era esa cosa”.

—Me dijeron que no podían hacer nada porque estaba en la quinta etapa, exclama asombrado de su combate contra la terrible enfermedad.
En ese momento vivía con una madrina que le dio alojamiento mientras se estabilizaba al de salir del albergue. Batalló por nueves meses. Cinco quimioterapias y una radioterapia después, se curó. Ahora muerde otro trozo del pollo frito que acompaña con papas fritas y suelta una frase que determinó su futuro: “A los 11 años me dije: lo único que me queda es el estudio o practicar boxeo”. No había más opción, estaba solo, así que se concentró en estudiar más que en el box. Como no podía ir a la escuela porque no existía para el Estado, se transformó en un autodidacta innato, estudiaba pero sin pasar de grado. Hasta que pudo, como Carlos Peñaloza.

El 18 de junio, Guillermo asistió a una cita con la directora del Registro Civil, Sharon Sinclair de Dumanoir. Cuando le informamos que podía hacer una rectificación de identidad, cambiar su nombre y su apellido, quiso ir a verla, contarle su historia y, ojalá, recuperar su nombre: Guillermo Salinas.
A las 10:00 de la mañana, Guillermo ingresó vestido con camisa blanca, jeans negros, zapatos deportivos y gorra al edificio gótico-panameño del Tribunal Electoral. En su oficina del segundo piso, Sinclair le hizo varios comentarios y consultas, hasta que hizo la pregunta definitiva: ¿Cómo te quieres llamar? Guillermo no respondió y Sinclair de nuevo: ¿Te acostumbraste a Carlos?
—Me cuesta –dijo Guillermo–. Quiero ser Guillermo, pero cuando muestro mi cédula dice Carlos.
“De tu padre, ¿qué sabes?”, continuó Sinclair. No sabe nada, nunca lo conoció.
El proceso de rectificación consiste en que Guillermo narre ante un personero del Registro Civil una biografía que incluya los datos de su mamá, el nombre de sus hermanos y fecha de nacimiento, para luego cotejar la información existente con la de ella. Hasta ahora no existe una unión legal entre ambos, lo que impediría al joven heredar o siquiera añadir a su progenitora en alguna pensión. La madre tramitó su cédula a los 35 años bajo el nombre de Deyanira Salinas Guillén. Para poder vincularla con su hijo, deberá efectuar una declaración jurada y finalmente reconocerlo para que este reciba una identidad. El Registro Civil no tiene funcionarios específicamente encargados de los registros de nacimiento de niños que estén en albergues públicos o privados.

En Panamá la ley permite otorgar un nombre provisional a niños y adolescentes mientras se investiga su identidad. Se le asigna temporalmente uno común hasta ubicar a sus progenitores, ya sea mediante una prueba de ADN o recurrir a la rama genealógica. Luego de una consulta con las sedes regionales, el Registro Civil informó que ha atendido y registrado durante 2021 los siguientes casos de niños en albergues que no contaban con su inscripción de nacimiento: Colón un caso, ya se encuentra inscrito; Veraguas un caso y tres que se encuentran en trámite; dos en San Miguelito ya inscritos, y dos casos en Panamá Centro también ya inscritos.
Desde 2008, el Tribunal Electoral firmó un acuerdo con la Contraloría General de la República para que el parte médico sirva como evidencia al Tribunal Electoral como único elemento de inscripción, aunque carezca del nombre proporcionado por los progenitores. Una cifra que debe ser contemplada en la planificación de políticas públicas de salud, educación, y otras más.
En el caso de Guillermo, fue en 2009 cuando la Secretaría Nacional de Niñez y Adolescencia (Senniaf) pidió al Registro Civil su inscripción de oficio que quedó como Carlos Peñaloza.
Antes de cumplir 18 años, Guillermo buscó a su mamá múltiples veces: “era la única familia que tenía”, dice. Era casi la última oportunidad para ubicar su antiguo domicilio, cuando se desvió de ruta y divisó una casa en la que había varios niños jugando en el patio. No los reconoció, como tampoco a la señora que los cuidaba, su madre. Algo le decía que esa era la casa que buscaba con tanta insistencia. Logró ver a un niño que tenía una cicatriz en la pierna, igual a la que recordaba de su hermanito, se acercó y le preguntó: ¿te llamas Fabián? Era él, y la señora, su madre.
—Cuando la vi no sabía ni qué decirle, dice. Tenía casi 18 años, me puse a llorar y ella también. Me dijo que lo sentía, me preguntó si estaba enojado.
Guillermo creció a órdenes de la Senniaf, y cuando salió del albergue, como la mayoría de los niños y adolescentes, quedó perdido. De no ser por la madrina que le ofreció un sitio donde vivir mientras se independizaba, quedaba en el aire. Una debilidad de la entidad, que carece de un programa de autonomía progresiva que prepare a niños y adolescentes para la vida adulta en independencia. Un informe interno de la entidad elaborado en diciembre de 2019 detalla que esta ausencia ocasiona que como adultos se mantengan en los programas sociales o “incluso ser absorbidos por actividades delictivas ante la ausencia de una red de apoyo y de habilidades blandas y sociales”, como ocurrió con la mayoría de los niños y adolescentes que vivieron con Guillermo.
A Guillermo aún le duele haber sido abandonado. Hoy estudia idiomas y trabaja en un centro comercial. El proceso de rectificación de nombre apenas inicia. Mantiene una relación con su madre, quien le ayudó a salir adelante en el proceso de recuperación del cáncer; la visita regularmente esperanzado en recuperar los años que vivió sin su afecto.
Petición de cupos en los albergues, la génesis de la distorsión del sistema

Al ser Senniaf la que solicita cupos, los albergues no se sienten obligados a cumplir los estándares, ya que la entidad sabe de antemano sobre la situación de los centros
Entre febrero y abril de 2020, la Secretaría Nacional de Niñez y Adolescencia (Senniaf) trasladó desde diferentes oficinas regionales a cinco adolescentes a la fundación Cuestión de Fe (Fuscfe) ubicada en el pueblo de los Caratales, Santiago de Veraguas, liderada por el pastor Dorian Mena. Esto, a pesar que de antemano conocían que se trataba de un sitio de rehabilitación para adictos y cuido de adultos mayores, que no estaba reconocido por la institución como un albergue porque no guardaba las condiciones físicas o el perfil requerido para alojar a las chicas. Ahí se permanecieron meses, en vez de semanas.
Esta medida administrativa, que pareciera una alternativa coyuntural a la pandemia que afectaba al país, no es más que la punta del iceberg del cuerpo de un sistema distorsionado que ocasiona una deficiente supervisión y monitoreo de Senniaf a los albergues. En el fondo también expone el peloteo al que son sometidos los Niños, Niñas y Adolescentes (NNA) institucionalizados cuando el director pide su traslado y refleja la carencia de un programa efectivo de reunificación familiar que evite la institucionalización.
“Al ser Senniaf la entidad encargada de pedir cupos, monitorear y capacitar a las instituciones, cumple un doble rol, ingresos y monitoreo de los albergues. Entonces los directores hacen la salvedad de que si algunos de los estándares que deben llenar en atención a los NNA no se cumple, no puede ser Senniaf quien haga la observación porque de antemano sabía que el albergue estaba saturado,no había condiciones para el ingreso y suficiente personal”.
Lo anterior forma parte de un informe del Departamento de Control y Cumplimiento de calidad de la Senniaf - con fecha de julio de 2019 - elaborado por las trabajadoras sociales, Dorka Reyes y Rosa Mosquera e Idis Rodríguez, Psicóloga, en el que se describe la problemática que enfrenta la institución al momento de solicitar cupo para los NNA.
Las funcionarias destacan que en casos sensibles de NNA con conductas evasivas o conflictivas se piden cupos en albergues de “puertas cerradas”, que no existen, en vez de priorizar el trabajo con las familias y los adolescentes.
Históricamente el ingreso de NNA en los albergues resulta un ruego para la Senniaf y los Juzgados de Niñez y Adolescencia. En parte, se debe a la falta de documentación o información parcial que acompaña al NNA al ingreso, que luego se convierte en una crisis para el albergue alojante porque o no cuenta con personal especializado, o es insuficiente, así como el apoyo del gobierno.
Para evitar lo anterior, muchas veces los albergues disfrazan el rechazo por “no hay cupo”. La situación parece entrar en un círculo vicioso en el que la Senniaf demora las decisiones, no envía datos, mientras que los albergues callan por temor a afectar el subsidio que reciben del gobierno y mantener una buena relación.
“Se piden ingresos en instituciones específicas a sabiendas que no son las indicadas porque tienen un perfil distinto al caso o no tienen cupos”, relatan las funcionarias.
Otro problema que enfrentan las trabajadoras es que piden el cupo sin informar a los directores del albergue o al equipo de la Senniaf, lo que retrasa los ingresos porque cuando los aceptan deben verificar nuevamente la disponibilidad. Todo esto sin contar que el equipo que debe efectuar estas tareas era de 3 personas, quienes manejaban un volumen de casos in crescendo, lo que mermaba la labor de directa con los albergues.
En el caso de Veraguas, como el de muchos otros, supuestamente se trata de una medida temporal, mientras la Senniaf realiza la investigación de restitución familiar de las adolescentes. No obstante las actas de entrega se resumieron a un solo papel membretado solicitando los cuidados y todas las atenciones para las adolescentes, sin notas sobre antecedentes.
Solo una comunicación interna, a la que este medio tuvo acceso, detalla “una menor en riesgo social por consumo de sustancias”. Del resto no mencionaron sobre padecimientos o necesidades especiales de las adolescentes que la Senniaf dejó a cuidados de la Fuscfe.
Era principios de la pandemia y los albergues habían cerrado sus puertas por temor a contagios de covid-19. La opción que encontraron las siguientes funcionarias: directora de Protección Especial de Derecho, Celine Brown; la coordinadora Jurídica de Protección Regional Panamá-Encargada, Linaida Miró; la trabajadora social Karina Solis y la coordinadora regional de Changuinola, Rosalía Ábrego, fue ingresarlas Fuscfe.
La fundación opera en una casita pequeña en la que dan ‘terapia espiritual’ a 18 adultas con problemas de adicción -el 8 de en marzo 2021, fecha de la visita- y mayores de edad con padecimientos psiquiátricos.
En mayo 2020, al menos dos de las cinco jóvenes salieron huyendo a la casa de una vecina alegando maltratos, acusaron al cuidador que las observaba en el baño, y de la mala calidad de la comida.
La vecina llamó a la Policía y la Senniaf trasladó a las chicas a la capital, habilitó una casita y luego las restituyó con sus familias. A raíz de este incidente el Ministerio Público abrió una investigación por supuesto maltrato.
En una entrevista con La Estrella de Panamá, Tomás Herrera, el abogado del pastor, defendió que todo se trató de una pelea entre las chicas en la que el cuidador pudo haber usado la fuerza al separarlas: “Si ellas hubiesen dicho que les pegaban todo el tiempo sería otra cosa”, defendió.
Al buscar la versión de la oficina regional de Senniaf en Veraguas constatamos 4 funcionarios, incluyendo a la secretaria que deben cubrir las comarcas y territorios de difícil acceso donde hay seis albergues. Administrativamente parece una tarea casi imposible tomando en cuenta que “de marzo a agosto de 2020 la oficina no contaba con transporte de la institución y el personal se limitaba en dos psicólogos, una trabajadora social y un coordinador general”, explicó una fuente vinculada a la oficina que solicitó reserva de su nombre.
“La Senniaf no dejó alimentación o medicamentos para las adolescentes. Simplemente pidieron que las tuvieran ahí por tres semanas. Pasaron meses, el pastor llamó a Senniaf para saber hasta cuando, pero no le dieron respuesta”, dijo el abogado del pastor.
Harold Pineda, coordinador de Coclé y Veraguas de la Senniaf, dijo desconocer cómo o quién tomó la decisión de enviar a las adolescentes a la fundación. Tampoco reconoció las actas de entrega a Fuscfe firmadas por personal del Senniaf que le mostramos y afirmó que en febrero no había sido nombrado. No sabía del hecho. No obstante, negó que las chicas estuvieran golpeadas.
“Vino el licenciado Harold y un grupo de Senniaf a mi oficina y luego fueron al centro” para ver las instalaciones antes de traer a las chicas, relató el pastor Mena. “Por hacer un favor, agregó, ahora termino en un lío legal”, dice. “Las adolescentes presentaban problemas de conducta y la institución no tenía dónde ponerlas”, añadió Mena.
Harold explica que la “norma da 60 días para encontrar familiares”. Cuando los NNA llegan al Senniaf es porque se agotaron las alternativas, “nos toca buscar familia y eso es muy complejo”. Lo que más abunda, añade, es pobreza. “Hay situaciones en las que los niños no han regresado con su familia porque es pobre, por eso yo hago mi gestión para subir el nivel de ingreso a la familia”, manifestó. En esto ha logrado coordinar 15 casos.
En los alrededores de Fuscfe, los vecinos se quejaron de la falta de supervisión de las autoridades, algunos tuvieron que mudarse por el ruido y conductas de las ancianas y adictas en recuperación que rompieron con la acostumbrada quietud del lugar.
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