• 01/02/2023 00:00

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“Las tareas del incógnito conductor del taxi 7086 demuestran que existen entusiastas excepciones. Tales prácticas espontáneas cumplen con conductas acertadas que constituyen agradables sorpresas para quienes salen de tratamientos y con sus dolores a cuestas”

La conducción de taxis en Panamá genera algunos dilemas relacionados con los diferentes aspectos que la conforman. La ausencia de disposiciones específicas ha creado un sinfín de problemas que encierra perturbaciones en las vías, el cumplimiento de los reglamentos, tarifas, en la seguridad de los usuarios y, lógicamente, en el trato de los conductores hacia sus clientes.

A menudo se escuchan discusiones por la falta de reglas en los costos de las carreras de un punto a otro en la urbe; amén de las condiciones sanitarias de los vehículos, la indumentaria de los taxistas, el lenguaje y las aficiones a la música de quien está detrás del timón y que obligan al pasajero a aguantarse ese tipo de pieza popular o religiosa.

Un conductor insultó a la persona que llevaba, porque ella pagó con un billete de cinco balboas, cuando el costo del servicio alcanzaba dos balboas. “¡Cómo se le ocurre pagar con eso a esta hora! Yo no tengo vuelto”. Otro le cambió un billete de 20.00 en el momento que un individuo subió a su unidad y se cobró el importe del trayecto. El usuario tomó el cambio y sin mirar se lo guardó en el bolsillo. Al llegar al destino, pagó y el conductor aceptó el dinero.

Estas y otras historias, de alguna manera dan la idea de situaciones que brindan un perfil negativo a la profesión, a la disciplina y a la relación que surge entre quienes ofrecen el servicio y aquellos que lo utilizan. Sin embargo, hay también relatos positivos, como aquellas costumbres que tienen los que manejan taxis en las provincias centrales, que uno les llama para que compren o recojan un medicamento u otro producto y lo lleven a las casas.

Un señor llegó con su vehículo al Instituto Oncológico Nacional, lo estacionó en la puerta y fue donde los responsables de coordinar el orden en el lugar y les pidió que anunciaran que podía llevar a quienes quisieran a la terminal de transporte o al albergue de pacientes que está cerca de la institución. La gente que estaba en el sitio no terminaba de comprender y le pagaban, pero él no aceptaba el pago y aludía que daba el servicio en forma gratuita.

Quienes entraban al taxi, al alcanzar su destino, extendían la mano para entregar el importe y él insistía, incluso cuando le decían que querían cooperar con su gesto o campaña. Y este hombre reiteraba que estaba a gusto de poder ayudar a los pacientes que venían quizás de algún tratamiento molesto o doloroso. “Me satisface dar un día, por lo menos, a la semana para llevar gratuitamente a la población que asiste al ION”.

“Estoy preocupado porque no pude llevar a una señora que iba para San Miguelito. Es difícil obtener un transporte hacia ese lugar y yo ya había asumido un compromiso con pasajeros para traerlos a la terminal de transporte. Creo que, si regreso y la encuentro todavía allá, la llevaré”, dijo con un rostro de intranquilidad por no haber podido cumplir con aquella dama que salió en una silla de ruedas y que seguramente le era difícil llegar a su casa.

“¿Qué por qué hago esto? Pues, porque uno debe colaborar con ese hospital. Tengo familiares que son atendidos allí, donde se hace una labor muy buena. Creo que lo menos que puedo hacer, es dar algo y por eso llevo a algunas personas a lugares cercanos para tener oportunidad de regresar y recoger a otros”, dijo con una seguridad sobre el desempeño en la responsabilidad y compromiso que había asumido.

Las tareas del incógnito conductor del taxi 7086 demuestran que existen entusiastas excepciones. Tales prácticas espontáneas cumplen con conductas acertadas que constituyen agradables sorpresas para quienes salen de tratamientos y con sus dolores a cuestas.

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