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- 29/05/2013 02:00
La pasión, según Botero
El arte de Fernando Botero ha evidenciado el desarrollo de la cultura del siglo XX como testigo y practicante. Al nacer, estaban en boga los revolucionarios trabajos de Picasso, Miró y Dalí; aprendió de los clásicos europeos y completó la instrucción plástica con maestros mexicanos; de su impresionante referencia muralística y la ironía popular de Posada, la poética de la pobreza de Siqueiros y la conciencia social de Rivera.
Fue una formación que le dio el sentido de la composición pictórica y dominio sobre los espacios, que posteriormente serían utilizados para concebir sus masas escultóricas. En la escala del lienzo poco a poco organizó un mundo donde los personajes adquieren dimensiones extraordinarias y los rostros expresan una sintonía juguetona e ingenua con el entorno, la gente, familiares y vecinos.
Su afición original sobre la tauromaquia influyó en su trabajo y fue uno de los referentes artísticos; al igual que el circo, la iglesia, la naturaleza, la vida comunitaria. Exploró este variado repertorio desde diferentes técnicas para consolidar un portentoso imaginario en la representación de ‘lo real maravilloso’ en el continente, como ya hacían grandes escritores en la literatura.
Hace algunos años, Botero descubrió la dimensión de la crueldad y preparó un material en 2006, sobre las iniquidades del ejército estadounidense en la prisión de Abu Ghraib en Irak. Su estudio sobre la violencia se trasladó también a una colección de obras denominada El Vía Crucis, la pasión. Esta exposición se exhibe actualmente en el Museo del Canal de Panamá y consta de 27 óleos y 23 dibujos.
La interpretación del vía crucis es para este pintor oriundo de Medellín, una metáfora sobre la agresión y su dimensión traspasa lo temporal. Sabemos perfectamente la ubicación, pero el autor la sitúa en época indeterminada; la vestimenta, la actitud, el espíritu pueblerino pertenecen a cualquier momento, donde el odio y las pasiones siniestras anidan en el alma.
El artista pone en el espacio de cada cuadro a los intérpretes tradicionales del relato bíblico. Están allí la cruz, los latigazos, la corona de espinas, sangre, amor materno, calles; pero la gente y su actitud de alejamiento, morbosidad y tumulto remiten a un relato diferente. No es la singularidad del asunto religioso y su trascendencia; es el enfrentamiento, las víctimas y los victimarios... en esencia, la crisis y el poder.
La edad de Botero y la condición de haber heredado un enfoque del arte del siglo XIX, vivir el XX y navegar con su pintura hasta el XXI, le han conferido un dominio del recurso expresivo que matiza con colores luminosos y también contrastantes en las ropas de sus personajes, en el ambiente y en la atmósfera que constituye el escenario de su drama. El tema religioso es extraído de la tradición y reorganizado con otra noción.
La comunidad que es testigo de este drama, mira desde las puertas entreabiertas; exhibe una expresión de angustia y las escenas donde la multitud atisba el hecho, cada uno aparece con duda en su faz, la boca ligeramente asombrada y mirada de soslayo. Hay vestimentas muy propias de cualquier poblado; los aldeanos exhiben accesorios como prendas y relojes de pulsera que truecan el sentido tradicional.
Este no es el vía crucis común; esa es la excusa para explorar las honduras de la sociedad y el alcance de los desequilibrios sociopolíticos en una guerra donde los protagonistas se ensañan y el pueblo aprendió a mirar con el desdén de quien espera no ser considerado la próxima víctima. Es una lección de la evolución humana, que Botero aborda con sencillez agonizante.
PERIODISTA Y DOCENTE UNIVERSITARIO.