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Desde que vivimos pegados a los teléfonos celulares y conectados a las redes sociales, cada vez tenemos más problemas para entendernos unos con otros. Se ha acentuado la tendencia humana de buscar solo aquello que confirme nuestras creencias y acrecentado la búsqueda de teorías conspiratorias para aseverar que la CIA mató a Remón, que el covid es un invento de las farmacéuticas, que los barriles de petróleo se van a cotizar en rubros en vez de dólares y que la temperatura de la Tierra subirá 3 grados centígrados para 2050. Simplemente, las redes sociales han enredado a todo el mundo.
La solución más efectiva para enfrentar este problema es interactuar con personas que no comparten nuestras mismas creencias y son capaces de confrontarnos con evidencias y argumentos. El filósofo, político y economista británico, John Stuart Mill, escribió que “aquel que solo conoce su propia verdad, sabe poco” y por eso insistió en que la gente buscara puntos de vista distintos de otras personas que realmente supieran más que uno. Las personas que piensan diferente y están dispuestas a dialogar a pesar de no estar de acuerdo contigo te hacen más inteligente, casi como si fueran extensiones de tu propio cerebro. De la misma forma, las personas que intentan silenciar o intimidar a sus críticos se vuelven más brutas, casi como si estuvieran disparando dardos a su propio cerebro.
Durante los dos últimos siglos se construyeron muchas instituciones que sirvieron de plataforma de lanzamiento de nuevos conocimientos y expandieron la capacidad innovadora de los seres humanos. Lamentablemente, en los últimos años, hemos visto la forma vertiginosa en que la gente se ha vuelto más bruta. En su libro “La constitución del conocimiento”, Jonathan Rauch describe el avance histórico en el que los países occidentales desarrollaron un conjunto de instituciones para generar conocimiento a partir de las interacciones de individuos. El derecho anglosajón desarrolló el sistema acusatorio para que los defensores pudieran presentar ambos lados de un caso ante un jurado imparcial. Los periódicos llenos de mentiras e imprecisiones se convirtieron en empresas periodísticas, con normas que requerían buscar múltiples lados de una historia, seguidas de una revisión editorial y luego de verificación de hechos. Y las universidades evolucionaron de organismos medievales enclaustrados a potencias de investigación, creando una estructura en la que los académicos presentaban afirmaciones respaldadas por evidencia, con el conocimiento de que otros académicos de todo el mundo estarían motivados para ganar prestigio al encontrar evidencia contraria.
Parte del esplendor del siglo XX provino de haber desarrollado la red más idónea, vibrante y productiva de instituciones productoras de conocimiento en toda la historia humana, vinculando a las mejores universidades del mundo, empresas privadas y agencias gubernamentales que apoyaron la investigación científica y lideraron la colaboración que al final terminaron descubriendo la fisión del átomo y poniendo a varios astronautas en la luna. Pero esta red, señala Rauch, no se mantiene a sí misma; “se basa en una serie de entornos y entendimientos sociales, a veces delicados, y esos deben ser entendidos, afirmados y protegidos”.
Entonces, ¿qué sucede cuando cesan los desacuerdos internos y la gente se vuelve ideológicamente uniforme o tiene miedo de disentir? Esto es lo que a está sucediendo desde hace varios años. Todos nos hemos vuelto más “brutos” porque las redes sociales resaltan ese sesgo de confirmación. Y el cambio ha sido aún más pronunciado en gremios corporativos, organizaciones industriales y partidos políticos, al punto que de la noche a la mañana se han establecido nuevas normas de comportamiento. La supuesta omnipresencia de las redes sociales en todos los rincones y pasillos del mundo, significó que una sola palabra pronunciada por un líder, periodista, empresario, sindicalista, maestro o funcionario, simplemente cualquiera con la habilidad para hacer un clic, puede provocar una hecatombe con efectos nunca antes vistos. Como consecuencia, los miembros de esas instituciones comenzaron a autocensurarse, reprimiendo las críticas y dejando el camino abierto para ideas que no tienen fundamento o que son incorrectas.
Cuando una institución castiga la disidencia interna, dispara dardos a su propio cerebro. Por eso, si no hacemos cambios profundos, nuestro sistema institucional, nuestro aparato político e incluso nuestra sociedad en general pueden colapsar. Antes los candidatos políticos se concentraban principalmente en promover su plataforma y atraer votos, pero ahora han descubierto cuánto se puede lograr atacando a sus rivales en las redes y despotricando con publicidad negativa. Igualmente, antes los ciudadanos teníamos una visión compartida para hacer del mundo un lugar seguro, digno desarrollo y progreso, pero ahora las redes han reconfigurado ese mundo y creado productos corrosivos para la mente que al final son obstáculos para el desarrollo y destructores de la misma sociedad.
Insisto que busquemos más instituciones que amplíen nuestro conocimiento. Porque al ritmo que vamos “los brutos serán más”.