• 24/11/2020 09:33

Homenajes cosmopolitas y geopolítica

“Nación es narración” ha escrito Stefan Berger (2008) porque las historias que nos contamos sobre nuestra pertenencia y ser nacional constituyen de hecho la nación

“El festejo revistió, por el entusiasmo ferviente que se verificaba en el público, el carácter de una fiesta cívica Nacional” escribió en su informe confidencial Miguel Cruchaga Tocornal, ministro plenipotenciario chileno en el Buenos Aires de 1910 cuando describía las celebraciones por el Centenario de la Revolución de Mayo así como por el Centenario de la Primera Junta de Santiago de Chile que alcanzaron su máxima euforia con la inauguración de un ferrocarril trasandino (Lacoste, 2004, citado por Ortemberg, 2014).

“Nación es narración” ha escrito Stefan Berger (2008) porque las historias que nos contamos sobre nuestra pertenencia y ser nacional constituyen de hecho la nación; los cultivadores de la erudición nacional avanzaron por las mismas sendas del renacimiento estético del romanticismo del siglo XIX generándose dos grandes tipos de “nuevos cantores de la historia” a principios del siglo XX: por un lado, los historiadores, los novelistas históricos, poetas y periodistas históricos que construyen la historia nacional latinoamericana partiendo de lo local y regional a lo continental , y por ende a lo internacional; y por otro, el grupo heterogéneo de cuentistas y narradores costumbristas que tiende puentes entre el ciudadano y el terruño, y cuyas creaciones literarias superaron las fronteras geográficas de donde nacieron. La mayoría de los integrantes de uno y otro grupo ligaron sus sentimientos y conciencias a una vocación por el americanismo y, al mismo tiempo, por un sentimiento de pertenencia a sus diferentes pueblos. Así, sus vocaciones literarias y sus gustos culturales encontraron cause de expresión en las celebraciones de los Centenarios de Independencia (de España) de sus países.

Si se examinan los documentos de esas efemérides centenarias se verá que se produjo una “neutralización ideológica” como efecto de la idealización del pasado que sirvió para establecer un vector de las tendencias comunes y divergencias de la memoria colectiva en las letras nacionales. Con finalidades diferentes, las mismas imágenes y símbolos serían usados en los programas de inspiración conservadora como en los de inspiración progresista o antisistema e indistintamente, en los diseños culturales de los primeros proyectos políticos nacionalistas de una América Latina repleta de repúblicas jóvenes. Plasmar estas tendencias en monumentos y edificaciones de clara inspiración europea, pero con detalles significativos propios de cada nación (que insinúan una reivindicación cultural precisamente por esos elementos diferenciales) era cuestión de tiempo.

Un ejemplo particular y muy propio de las fiestas por el Centenario de cada república fueron los Juegos Florales, estas justas literarias se convirtieron en expresión de la pujante literatura latinoamericana y un espacio para la movilización de incipientes movimientos de reivindicación indigenista, así como para inventar “mitologías históricas” (a decir de Eric Hobsbawn) que contribuyeron a crear una militante historiografía oficial que muchos de nuestros países mantienen aún. Hoy, en el siglo XXI, la tendencia de muchos historiadores es reinterpretar el pasado a la luz de reivindicaciones actuales y encuentran el remedio a las incertidumbres del presente en el uso confrontacional del relato histórico con fines políticos; sin embargo, hace cien años la tendencia en los jóvenes estados latinoamericanos era mirar las expectativas de futuro como un proceso –en ebullición- de conquista del bienestar material que traería gloria (entendida como “prosperidad” en los términos de la época) a cada nación. Esta última actitud es la que Peiró (2017) –citando a Cornelissen (2003) y a la corriente alemana de la Historia- denomina “cultura del recuerdo” y comprende “todas las formas concebibles de memoria de los acontecimientos históricos, personalidades y procesos […] ya sean de carácter estético, político o cognitivo”, es decir, transmitida a través de símbolos, ceremonias, mitos y monumentos.

Panamá fue una de las 34 delegaciones especiales que asistieron al Centenario de la Independencia del Perú, estuvo encabezada por Nicanor de Obarrio -a la sazón embajador plenipotenciario de Panamá en Cuba- que agasajó a la ciudad de Lima obsequiando las numerosas palmeras que adornan la entonces llamada “Avenida Leguía”, hoy Avenida Arequipa, una de las principales arterias de la villa que conecta el centro histórico con el exclusivo distrito de Miraflores. De modo semejante a lo sucedido en 1905 durante la inauguración de la estatua del coronel Francisco Bolognesi en Lima, Panamá se había hecho presente con obsequios de su biodiversidad cuya ornamentación ‘art nouveau’ embellecieron esa zona de la ciudad.

Nacía entonces una política de alianzas y simpatías regionales que, en el discurso latinoamericanista de la época, encontró en la arena simbólica de los monumentos conmemorativos y de los festejos de los Centenarios nacionales un lenguaje idóneo para impulsar, bajo el ropaje de las narrativas nacionales, entendimientos diplomáticos que permitirían resolver problemas fronterizos aún pendientes en las primeras décadas del s. XX.

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