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- 06/09/2011 02:00
El poeta Javier Hernández, nunca va a olvidar el día en que el Presidente de la República, Arnulfo Arias, le dijo: ‘¡Jovencito! … usted es muy valiente; desde este momento es mi Edecán, con el rango de Teniente Coronel’. La sorpresa lo privó de agradecer prolongadamente, tan honrosa distinción, en medio de los zumbidos de bala que mataron la tranquilidad del Palacio Presidencial, aquel 10 de mayo de 1951. Ese día, derrocaron por segunda vez, al Presidente Arnulfo Arias.
Era una mañana, como la de cualquier día de semana. Hernández se hallaba en la Universidad de Panamá, cuando supo que habían estallado problemas en la Presidencia. Insuflado de idealismos y poesías, con 18 años de edad y estudiando derecho, difícilmente él podía ignorar la invitación a esa aventura revolucionaria y, por eso, partió para allá. Cuando él y otros estudiantes, pisaron el lindero de la Presidencia, alcanzaron a saludar a Arnulfo Arias. Eran las 9 de la mañana. Tan sólo la noche anterior, un comunicado de la Policía juraba adhesión total al Presidente Arias. Pero --pronto se supo-- todo fue obra del engaño. Ese día, las balas argumentaban al Presidente para que abandonara el edificio.
Cinco días antes Alessandro Russo Berguido, Norberto Zurita y Jorge Rubén Rosas querían publicar, en su semanario ‘Avance’, una primicia: La ciudadanía quiere derogatoria de Constitución de 1946 y la entrada en vigencia de la Carta panameñista de 1941. Lo hicieron, e intentaron poner un ejemplar en las manos del Presidente Arias, pero no lo hallaron. Se marcharon tranquilos a sus casas; satisfechos por el deber cumplido. Dos días más tarde, Russo Berguido, quien trabajaba en la Presidencia, vio al Dr. Arias, rebosante de vitalidad, mientras cargaba consigo un legajo. No sabía para qué, pero pronto lo supo: Esa tarde del 7 de mayo, el Presidente celebró un Consejo de Gabinete extraordinario, para exhumar la Constitución panameñista de 1941.
Un ministro no demoró en reunirse, furtivamente, con la Policía. Borbotearon los rumores, las renuncias, y la crispación de nervios. Se avecinaba una tormenta política. Los alrededores de la Presidencia, vieron cómo el gentío los poblaba de forma creciente. Russo Berguido describe que ‘la masa ignominada, buena e incapaz de deslealtades, se arremolinaba vitoreando al presidente de la República […] Era un espectáculo maravilloso’. Varios hablaron, pero el pueblo se impacientaba; querían ver y escuchar al Presidente. En un instante apareció en medio de una ovación ensordecedora que se prolongó por varios minutos. Arias explicó a los presentes los motivos para el cambio de la Carta Magna. La Constitución del 46 llevaba ‘la marca de fábrica de las oligarquías y plutocracias engreídas de Panamá’. El pueblo deliraba, gritaba y aplaudía. Esa noche todos marcharon a sus casas, pero la emoción ya estaba suelta. El discurso del 9 de mayo fue aún más extremo. En un momento de suprema emoción, Arias tomó la banda presidencial y la arrojó hacia la muchedumbre mientras gritaba:
--¡Es de ustedes, defiéndanla!
Unos segundos de silencio mediaron antes de la reacción. Poco después, y en el Salón Amarillo de la Presidencia, en medio de vivas al doctor, le fue devuelta la banda.
El 10 de mayo las cosas fueron distintas. Russo Berguido dice que el movimiento de Palacio fue interrumpido a las 2 de la tarde por un ‘feroz tiroteo’ contra las personas que se encontraban allí. Hernández recuerda cuando caminaba por el Patio Morisco (muy pequeño). Junto con los otros estudiantes, intentaba salir, pero el Mayor Lezcano Gómez no se los permitía. En ese momento Arnulfo Arias bajó y se saludó con Lezcano Gómez. Lo invitó enseguida a subir al despacho, en el primer piso, pero, ‘cuando iban subiendo’, el Mayor Lezcano quiso enfrentar al Dr. Arias ‘y allí se formó el tiroteo’. No tardaron en llegar al Palacio presidencial unos 500 policías jefaturados por Timoteo Meléndez, pero los arnulfistas respondieron. La balacera se prolongó varias horas. El continuo tableteo de balas no cesaba; los gases lacrimógenos agravaban la situación. Las balas de la Policía perforaban el entablado. La sangre humana era derramada, y manchaba las paredes y pisos; todo más el olor a pólvora, se trenzaba en un ambiente de confusión.
Hernández revivió que Arnulfo Arias mantuvo, en todo momento, la actitud de ‘un gran caudillo, un gran líder.’ El poeta permaneció allí hasta el final, cuando Arnulfo debió rendirse, no sin antes pronunciar unas palabras sempiternas para la historia del panameñismo: ‘Copartidarios ustedes se portaron muy valientes en defensa de la Patria, cumplieron con su deber, yo también cumplí con el mío; ¡Volveremos!’. Y enseguida señaló a Timoteo Meléndez y dijo: ‘Estos son unos traidores.’ De allí fueron conducidos a la Cárcel Modelo. Hernández ganó alojamiento allí, durante 9 meses.
La leyenda también ornamenta este suceso. Se dice que, ese 10 de mayo, en medio del cruce de balas, Arnulfo Arias fue rozado por una, en la cabeza. Ya de vuelta a la tranquilidad, con las heridas restañadas, personas notaron que, esa bala se había alojado en una imagen arraigada en un nicho de la Presidencia. San Miguel Arcángel, jefe de las milicias celestiales, la había desviado para proteger la vida del Presidente. Esta leyenda fue avivada más aún, luego que el panameñismo adoptó a este protector celestial, como el Santo Patrono del Partido.