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- 04/09/2011 02:00
‘ Cuando regresé de vacaciones me arrestaron y me metieron en la cárcel por tiempo indefinido. Al cabo de un año, salimos a buscar leña para hacer fuego y supe que era mi oportunidad. La única. Junto con otros tres hombres caminamos por cinco días, sin comida ni agua, hasta Jartún, Sudán. Estuve dos años y ocho meses allí, pero no tenía trabajo ni esperanzas de futuro. Finalmente, decidí ir a Libia a buscar una mejor vida’. Teklesenbet Habtay continúa con su historia, y me explica como unos traficantes de personas lo metieron en Libia, y como terminó en el pequeño pueblo de Al Qaryat ash Sharqiyah, 350 kilómetros al sur de Trípoli. Allí estuvo dos años más, hasta que la guerra lo obligó a ‘salvar su vida’ viniendo aquí, al campo de refugiados de Al Choucha en Túnez, a tiro de piedra de la frontera con Libia.
LO ÚLTIMO DE LO ÚLTIMO
Hace menos de tres meses, cuando la situación en Libia era aún incierta, más de 200 mil personas —libios y extranjeros— se cocinaban en este ‘infierno del Sahara’, como lo llama él. Pero a medida que el destino de Libia se ha ido esclareciendo, los libios han ido volviendo a casa, y ya no queda ninguno. Los extranjeros, por su parte, obtuvieron asistencia de sus gobiernos y fueron repatriados.
Pero no Teklesenbet. Él es uno de los 4 mil olvidados que aún quedan aquí, subsaharianos que trabajaban legal o ilegalmente en Libia, y que no pueden volver a sus países porque son aún más pobres, corruptos, violentos o intolerantes que la moribunda Yamahiriya de Gadafi. Los hay de ambos Sudanes, de Somalia, del Congo y así hasta 10 naciones. Son dobles refugiados, lo último de lo último. De hecho, hoy ha habido enfrentamientos en la frontera, y todo el personal de las ONGs ha sido evacuado a la cercana ciudad de Zarzis. Salvo por los soldados tunecinos que administran el campo, estamos sólos. Ellos y nosotros.
Ver un campo de refugiados de las dimensiones de Choucha completamente abandonado por su personal es chocante. El calor quema en la piel y parece cocinar las neuronas. El sudor corre, gota a gota, por la espalda y el torso, y el resplandor del sol en la arena arde en los ojos. Intentando orientarme, me encontré con Teklesenbet y su amigo Yemane, de sólo 16 años. Estamos en el sector eritreo del campo —se divide por nacionalidades— y los dos muchachos me explican que son uno de los grupos más grandes, con cerca de 800 miembros. Después de dar una vuelta e intercambiar un par de chistes, fuimos cordialmente invitados a la tienda donde Teklesenbet y Yemane viven, junto a su amigo Tsegay. Así fue que terminaron contándome sus vidas.
DE INFIERNO EN INFIERNO
Teklesenbet tiene 31 años. Es un hombre alto y de figura esbelta. Su tez es negra, pero sus facciones son finas, inconfundiblemente del África Oriental. Concretamente, Teklesenbet es eritreo, y pertenece al pueblo Tigray, que de acuerdo a la tradición, desciende del mítico reino de Saba.
Lo miro fijamente, pero evito sus ojos, de un color chocolate claro y con un brillo difícil de describir. Teklesenbet sigue contándome su vida y sus sueños, y me empiezo a preguntar si evito escucharle —concentrarme en lo que dice— para no tener que enfrentar su realidad, para no tener que mirarle a los ojos y pretender que hay algo de justicia en este mundo. Para no pretender que el infierno que lleva viviendo desde el día en que nació está justificado por los designios inescrutables de un dios que parece haberse olvidado de él. Asintiendo de vez en cuando, me pregunto, con una mezcla de frustración y vergüenza, si esto —mirarlo, asentir, sonreír lo más posible— es lo que uno debe hacer cuando se encuentra cara a cara con los miembros más miserables de la humanidad.
Puestos a pensar, es difícil decir cual de los cuatro infiernos en los que ha vivido Teklesenbet desde el día en que nació es el peor. Su país natal, Eritrea, es una pesadilla. El servicio militar es obligatorio por dos años, pero casi invariablemente se obliga a los eritreos a estar indefinidamente en el ejército. Cualquier intento de escapar acarrea encarcelamientos indefinidos y torturas. Fue exactamente lo que le ocurrió a él en 2006, y a decenas de miles de hombres eritreos, que se ven forzados a huir de su país, dejando atrás a sus familias. Este mismo año, la ONG Freedom House incluyó a Eritrea en su reporte ‘Lo Peor de lo Peor’ que lista los 17 países más represivos del mundo.
En ese informe también se encuentran los dos infiernos en los que Teklesenbet pasaría los cinco años siguientes: Sudán y Libia. Pero Libia, al menos, contaba con un PBI nominal 28 veces superior al de Eritrea ($11,314 vs $397) y su costa mediterránea alimentaba el sueño de un futuro mejor al otro lado, en esa Europa mítica que todo tercermundista alberga en sus sueños. ‘Mi idea era cruzar’, me dice, ‘pero pronto descubrí que el ejército libio tenía todo muy controlado, y no quería volver a acabar en prisión’.
LA VIDA EN LIBIA
Sin posibilidades de cruzar el Mediterráneo, Teklesenbet decidió quedarse allí, donde realizó distintos trabajos manuales por dos años. La vida en Libia, sin embargo, es algo que jamás quiere volver a experimentar. ‘Vivíamos como animales. Hacíamos nuestro trabajo pero no teníamos ningún tipo de derechos. La gente nos pagaba si querían, y si no, teníamos que buscar otro trabajo. Después del trabajo íbamos a escondernos en casa, y sólo salíamos a comprar comida o cosas esenciales’, recuerda, con una tranquila expresión que hace pensar que habla de algo agradable.
Pero Libia no era sólo un infierno por la situación laboral a la que se enfrentaban los subsaharianos como él. ‘Los libios son todos criminales. Desde el gobierno hasta la gente. Si ibas caminando por calle, cualquier persona te podía parar y pedirte que le dieras todo lo que tenías. Si no lo hacías, te golpeaban y, si tenías suerte, podía ir a casa sin que te arrestaran’. Por un momento, cierro los ojos, intentando imaginar. Al abrirlos, veo que Yemane y Tsegay, sus compañeros de tienda, asienten lentamente, con la mirada perdida, recordando cosas que prefiero no preguntar. ‘Hacían lo que querían, hasta los niños abusaban de nosotros’.
Cuando empezó la guerra, la situación se volvió insostenible. Los rebeldes acusaron a Gadafi de usar mercenarios de Chad, Sudán y otros países del África negra. Desde ese momento, todos los negros en Libia se convirtieron en objetivos legítimos. Miles de personas inundaron éste y otros campos tunecinos, pero muchos, muchísimos, no pudieron escapar. A día de hoy, nadie sabe cuántos negros han sido asesinados a manos de los rebeldes libios. Ésos que apoya la OTAN y que casi la totalidad del mundo ya reconoce como los gobernantes legítimos de Libia.
UN INGENIERO EN LA OFICINA
Teklesenbet, Tsegay y Yemane llegaron aquí en marzo. Los dos últimos se conocían desde que estaban en Eritrea. Como varones adultos y solteros, Teklesenbet y Tsegay ocupan el último lugar de prioridad para ACNUR (la agencia de refugiados de la ONU), por detrás de las mujeres y las familias. Yemane, por otro lado, es jurisdicción de UNICEF por ser menor de edad. En teoría, su relocalización a un tercer país debería haber sido rápida, pero aún sigue aquí, viendo su juventud pasar en el desierto.
Unos minutos más tarde, nos cambiamos de tienda, a una más espaciosa, que ellos llaman ‘la oficina’. Sentados tomando té, la conversación vuelve a la situación en Libia. En ese momento, Tsegay, que no había querido ser entrevistado, elabora un impecable análisis de las dinámicas tribales libias y de los prospectos de estabilidad para el nuevo gobierno. Su inglés es casi perfecto. Su lenguaje corporal y la manera como articula sus pensamientos denotan que ha sido educado a un nivel superior. Intrigado, empiezo a bombardearlo con preguntas. Tsegay, de 29 años, es un ingeniero geológico, graduado de la Universidad de Asmara. Si bien sufrió humillaciones y malos tratos en Libia, alcanzó a conseguir un trabajo bien remunerado y cierto grado de estabilidad económica.
La pregunta me inunda la cabeza, pero no puedo hacérsela. ¿Qué hace un ingeniero aquí? ¿Cómo puede ser que ésto suceda? Por suerte, Tsegay me cuenta casi inmediatamente que el proceso para ser acogido en Noruega ya ha comenzado. Su sonrisa lo dice todo, y no puedo evitar sentirme aliviado. Al menos algo tiene sentido aquí. ‘¡Te vas a congelar en Noruega, y vas a querer regresar aquí!’, le digo, y todos rompemos en carcajadas.
SIMPLES VERDADES, PEQUEÑOS PLACERES
Todos vivimos con miedo de perder algo. Nuestra familia, nuestros amigos, nuestro trabajo, nuestros bienes materiales, nuestra reputación o dignidad. Pero aquí en Choucha tengo a tres hombres que lo han perdido todo. Todo, incluso lo más importante: preciosos años de su juventud. Aún así, lo que más impresiona de ellos es la entereza, el brillo de esperanza en sus ojos. Si bien se quejan de que la vida aquí es dura, reconocen que el ejército tunecino se ha portado bien con ellos.
También agradecen a ACNUR, al Programa Mundial de Alimentos (WFP), Islamic Relief y tantas otras ONGs que hacen lo que pueden para darles una vida digna. Sus ojos se iluminan al pensar en el futuro, en formar una familia, al hablar de Europa, de EEUU y del mundo desarrollado, de esa entrevista con las autoridades de algún país rico que les dará el billete de salida de este infierno.
Aquí en Choucha no existe crisis financiera global, ni crisis de la eurozona, ni nada de esas cosas. La diferencia entre bueno y malo, rico y pobre, cielo e infierno es más clara que en ningún otro lugar.
Después de despedirme de ellos, e in tercambiar contactos y buenos deseos, me siento una silla plástica afuera de una tienda en la que, poco después, empezará una clase de inglés. El atardecer es precioso, y a pocos metros se oye el muecín recitando la oración del atardecer que, además, indica que se puede romper el ayuno de Ramadán. Los musulmanes, felices, se apresuran a comer. Al lado, en una tienda, dos sudaneses bailan reggae. En el campo de los olvidados, en pleno infierno del Sahara, son los pequeños placeres los que cuentan.