El largo peregrinaje a Jartún

En Sudán se mezclan de manera casi mística las dos caras más importantes del continente africano. Geográficamente es el corazón de Áfric...

En Sudán se mezclan de manera casi mística las dos caras más importantes del continente africano. Geográficamente es el corazón de África, pero políticamente se le considera parte de Oriente Medio. En él confluyen el Nilo azul y el blanco, las gentes árabes y negras, el idioma árabe y los lenguajes tribales. Ahora comprendo que entrar por tierra a un lugar así —donde se sintetiza todo lo que África es, ha sido y será— sólo podía hacerse a través de un peregrinaje. Un peregrinaje que comienza en el centro de El Cairo y que termina, nueve días y más de mil 600 km después, en la polvorienta capital sudanesa de Jartún.

DE EL CAIRO A ASWAN

Egipto y Sudán comparten una frontera de más de mil 200 kms. que sólo puede ser cruzada en un punto: el lago Nasser, un monstruo artificial de más de 5 mil km2 de superficie. Cualquier persona que quiera ir de un país al otro debe, por ende, tomar el ferry que lo cruza, desde el puerto egipcio de Aswan hasta el ídem sudanés de Wadi Halfa. La travesía toma nada menos que 24 horas.

El problema es que el ferry sólo sale una vez a la semana, concretamente los lunes. La primera tarea, entonces, es comprar los boletos —en la antigua estación de trenes de El Cairo— con una semana de antelación. En ese momento, comienzas a ver las caras que te acompañarán hasta Jartún: sudaneses, egipcios, y algunos cuantos extranjeros.

‘Ahora vamos a ir comprar los boletos del tren a Aswan’, me dijo un sudanés vestido con ropas tradicionales islámicas. ‘Dame tu teléfono, tengo un amigo que tiene un hotel en Aswan. Nos podemos quedar allí el fin de semana’, añadió. Lejos de asombrarme ante el hecho de que un desconocido me pidiera el teléfono, comprendí que Tagelsir —o ‘Taj’, como terminé llamándolo— sólo intentaba hacernos la vida más fácil. Los extranjeros éramos absolutamente inconscientes de lo que nos esperaba.

Era apenas lunes, pero el peregrinaje a Jartún acababa de empezar. Algunos minutos después, salíamos de la estación con boletos para el ferry y de primera clase (la única disponible para extranjeros) en el tren nocturno del viernes para Aswan. El viaje fue largo —14 horas— pero cómodo. El sábado, ya en Aswan, mientras almorzábamos en restaurante, vi entrar a un grupo de hombres. Al frente venía Taj. A todos los demás los conocía de cara, pues los había visto en El Cairo. Después de saludarnos efusivamente y gastarnos un par de bromas, nos despedimos hasta que nos volviéramos a ver. En este peregrinaje no hace falta marcar fechas ni horas. Todos vamos al mismo lugar por el mismo camino. Encontrarse es inevitable.

EL FERRY DEL CAOS

El lunes a las 11 de la mañana estábamos en el puerto. El ferry no salía hasta las seis de la tarde, pero nos habían recomendado llegar temprano. El lugar ya hervía con actividad. Cientos de personas con toneladas de equipaje esperaban bajo el ardiente sol para acceder al ferry. La situación, ya entonces, oscilaba entre el desastre y el caos. Cada poco habían puertas de metal que los guardias intentaban mantener cerradas mientras los viajeros batallaban para escurrirse cuando la puerta se abría, saltar la valla, o avanzar de cualquier manera posible. Nosotros, extranjeros con lentes de sol y mochilas de marca, avanzábamos con relativa facilidad. La situación, mitad carrera de obstáculos y mitad terapia de control de pánico, duró hasta la mismísima entrada de la nave. No sólo eran las masas humanas intentando entrar a la misma vez, sino que todo el proceso se veía empeorado por la más ridícula y absurda de las burocracias.

Entre la felicidad y el asombro —por haber salido vivo de ahí— llegué al barco. Y lo que vi fue tan intenso que, por primera vez, no sentí ni un rastro de culpa por separarme del ‘pueblo’ y dormir en primera clase. El ferry de Aswan a Wadi Halfa es famoso por su sucia, maloliente y caótica segunda clase, y en ese momento agradecí a todos los dioses haber seguido los consejos de quienes nos advirtieron no abordarlo sin boletos de primera. Mientras intentaba acceder a la escalera que daba acceso a la primera clase, no sabía si estaba a punto de iniciar un viaje pacífico y civil o si me encontraba en un barco de la muerte, y la locura a mi alrededor era la de quienes intentaban salvar su vida. A duras penas logramos subir las escaleras y entrar en nuestra cabina, que no era más que un camarote, una silla y un aire acondicionado. Sin embargo, comparado con el resto del barco ésto no era primera clase, era directamente el cielo.

Y en eso, como por arte de magia, como si nos hubiera estado esperando, apareció Taj. ‘¿Que hay?, vengan a la cubierta en un rato, ¡la vista es muy buena!’, dijo, y desapareció. Después de un breve descanso, decidimos ir a explorar el barco. Abajo, la situación seguía siendo lo más parecido a una pelea de prisioneros que puedo imaginar. Había unas 12 cabinas de primera clase. Al otro lado del barco había una cafetería que ya estaba llena, y por una escalera cercana a nuestra cabina se accedía a la cubierta, que estaba siendo colonizada —literalmente— y transformada en una especie de nueva clase entre primera y segunda.

La gente delimitaba sus territorios con paquetes, colocaba sus alfombritas para rezar y estiraban sus sacos de dormir en preparación para la noche. La situación en el fondo del barco era tan caótica, tan insoportable, tan absolutamente imposible, que le encontré toda la lógica a quienes preferían dormir sobre la dura cubierta del barco, dentro de las balsas salvavidas o donde se pudiera. También temí nuestro hundimiento por sobrepeso.

LA INICIACIÓN

Las 24 horas siguientes fueron la iniciación obligatoria que todo peregrino debe pasar al entrar en Sudán. Hice amigos en la cafetería del piso de arriba, en la cubierta colonizada, e inclusive en las catacumbas caóticas y hediondas del ferry. Extranjeros, egipcios y sudaneses, todos con una historia y una vida distintas, pero todos extrañamente unidos por este peregrinaje. Aprendí sobre cultura sudanesa, sobre el Islam y sobre las distintas tribus, más de 20, que componen el país. Lamenté con ellos la separación de Sudán del Sur, descrita por ellos como acceder voluntariamente a que te arranquen un brazo.

Sentado ahí, el extranjero con su ropa de marca y su cabina de primera clase, bebía té con Taj y sus amigos. Hombres que apestaban a sudor, que probablemente no habían dormido en toda la noche, que habían vivido la mayor parte de sus vidas en una pobreza que yo sólo puedo imaginar. Hombres que, aún así, me miraban con genuina simpatía y aprecio. Fue ahí que me sentí preparado para entrar en el África negra.

El ferry se detuvo a eso de la 1:00 p.m. del martes. En menos de media hora pisábamos por primera vez territorio sudanés. Después de pasar por aduanas, me volví a encontrar con Taj. Se estaba bajando de un busito conducido por un soldado. ‘Mi hermano es el cuarto oficial más importante del ejército y mandó este carro a buscarme. ¡Vengan!’, nos dijo. Aliviados y agradecidos, entramos al busito. Sentí el aire acondicionado refrescarme el cuerpo.

DE WADI HALFA A JARTÚN

Wadi Halfa no es una ciudad, ni siquiera un pueblo propiamente dicho. Lo definiría como un grupo de casas en medio de la nada. El paisaje es árido, no hay agua corriente y el viento vuela la tierra, manchando todo. Media hora después, dejaba mi mochila en una ‘lokanda’, una especie de hostal en donde básicamente alquilas la cama y compartes habitación con decenas de personas. La seguridad es inexistente, pero ya había aprendido que en países musulmanes eso no suele ser problema. Además, entre peregrinos nadie se roba. El precio, dos dólares la noche.

Aquel día lo pasamos entre shisha, tés y cafés. Todo sudanés que conocíamos nos invitaba a algo distinto. Comimos el pollo y frijoles con las manos. Al llegar al ‘hotel’ vi que todos los huéspedes habían sacado sus camas para dormir bajo el cielo estrellado. En mi habitación, sólo mi cama quedaba dentro. No había espacio afuera, así que decidí dejarla ahí.

Luego de un par de horas de mal sueño, y ya casi cumpliendo las 72 horas sin bañarme, tomamos el bus hasta Jartún, la última etapa—10 horas— de este peregrinaje a mitad de camino entre lo místico y lo terrenal, lo normal y lo paranormal, pero esencial para entender lo que es Sudán, el único país que condensa a todo un continente entre sus fronteras.

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