‘El que no trabaja no cobra’: una reforma laboral regresiva y esclavista de facto
- 10/08/2025 00:00
Todo el que cobre alguna prestación que un buen día el dueño de la empresa deje de considerar una conquista para etiquetarla como “regalo por un tiempo no trabajado” y que algún gobierno alineado se atreva recortar, será afectado No es un secreto que los empresarios, en general, sueñan con pagar menos a sus empleados. En un sistema donde pueden subir los precios sin control, ese despojo —que ellos llaman “ahorro”— termina engrosando directamente sus ganancias. Al fin y al cabo, el lucro es el eje central de la empresa privada, aunque se maquille de responsabilidad social corporativa.
Por su parte, la aspiración del trabajador es ganar más y, ¿por qué no?, trabajar menos. Si lo único que tiene la clase obrera para vender es su tiempo y su fuerza de trabajo, aumentar sus ingresos implica vender ese tiempo a un precio cada vez más alto. Esto solo se logra reduciendo las jornadas laborales sin afectar el salario, negociando mejores condiciones y conquistando derechos. Para ello, son fundamentales la organización colectiva, la negociación y, por qué no decirlo, la presión estratégica.
El legado histórico Pero no siempre fue así. Hubo un punto de inflexión en el que los trabajadores tuvieron que pagar con sangre para pasar de la lucha reivindicativa a la negociación política y sindical. En 1886, un grupo de obreros protestó en Chicago exigiendo reducir las extenuantes jornadas de más de 12 horas a la referencia de 8 horas diarias. Sin embargo, dedicar un tercio del día al trabajo les pareció demasiado a los dueños de las fábricas, quienes —como suele ocurrir— respondieron con violencia: la policía disparó contra los manifestantes, convirtiéndolos en los Mártires de Chicago que hoy recordamos cada 1 de mayo.
Años después, el 25 de marzo de 1911, casi 130 mujeres y 17 hombres murieron calcinados en la fábrica de camisas Triangle Shirtwaist en Nueva York. Quedaron atrapados en el incendio de uno de los pisos porque los dueños mantenían las puertas cerradas con llave. Aquellas trabajadoras, en su mayoría migrantes, exigían condiciones laborales más humanas, pero el capital respondió con negligencia criminal.
Con la transición del feudalismo al capitalismo, las formas de esclavitud mutaron. Los latigazos se reemplazaron por contratos laborales para algunos y precariedad para otros. La Revolución Industrial y el capitalismo, surgidos del despojo colonial de América, masificaron un estándar de explotación en los países del Norte o los centros según la teoría de la dependencia: el obrero que madruga para ir a la fábrica trabaja entre 8 y 10 horas y regresa exhausto a casa. El fin de semana lava su ropa, la tiende y repite el ciclo. Una rueda sin fin.
En cambio, en el Sur, o las periferias, esa rueda es aún más áspera. El retraso de las periferias –que incluye a Panamá- de acuerdo con Marx, se debe “a la incidencia de rémoras precapitalistas que impiden la masificación del trabajo asalariado, renuevan la servidumbre o amplían la esclavitud”. Estas formas, que todavía persisten, se recrean “para satisfacer la demanda internacional de materias primas al incrementar la renta acaparada por latifundistas, hacendados o plantadores en África, Asia y América Latina” (Katz, 2015)
Es así como en América existe una amalgama de sistemas de trabajo, entre pre-capitalistas (feudales y semiesclavistas), capitalistas y post-capitalistas (cuentapropistas, uberizados), lo que complejiza aún más la dinámica salario-ganancia.
Del trabajo realizado no pagado Pero siguiendo a Marx –en el contexto europeo de grandes fábricas– el salario es apenas una fracción de la plusvalía: la riqueza que genera el trabajador y de la cual se apropia el capitalista —que no siempre es, en sentido estricto, un “empresario” sino un parásito del trabajo ajeno—. Por eso, el salario no guarda relación con la productividad real: si así fuera, las ganancias no podrían “crecer” indefinidamente. La esencia del capitalismo no es el beneficio, sino su aspiración al crecimiento infinito.
En este marco, el salario es el resultado de una lucha de poder: un pulso ideológico y político entre quienes producen la riqueza y quienes se apropian de ella. En ese contexto, en periodos de crisis de ganancia –que no crece a ritmo desenfrenado- , el salario se convierte en un activo más del que quiere disponer el gran capital para aumentar su ganancia. En términos llanos, ese pulseo se devela de forma permanente y no siempre a la luz del sol. El pulseo tiene también golpes disfrazados que se cuelan en las declaraciones de políticos y narrativas que luego citan y amplifican los medios; sus medios.
Entonces cuando el presidente y sus ministros dicen que “el que no trabaja no cobra” no atacan solo a los maestros que estaban en paro, sino a todo el que cobran por vacaciones, tiempo compensatorio, sobretiempo, décimo tercer mes, bonos, etc. Y, eventualmente, todo el que cobre alguna prestación que un buen día el dueño de la empresa deje de considerar una conquista para etiquetarla como “regalo por un tiempo no trabajado” y que algún gobierno alineado se atreva recortar, será afectado.
El asedio del capital Estamos en ese momento. Los sueños mojados de la élite rentista –que sobrevive alquilando sus servicios al capital extranjero- de recortar las conquistas laborales para engrosar su columna de ingresos se alineó con un gobierno que llegó justo por y para eso: “Prepararles el terreno”, usando las palabras del propio presidente. Hoy salieron del anonimato y anunciaron, los empresarios, otro intento más por modificar el Código de Trabajo.
Por otro lado, la neutralización de los sindicatos o “la reducción a su mínima expresión” como amenazó el presidente hacer con el SUNTRACS, es un valor agregado que ofrece este gobierno a la oligarquía rentista en agradecimiento por el apoyo a su candidatura, sin la cual no hubiese llegado siquiera a la papeleta. La aniquilación de los sindicatos se traduce automáticamente en la indefensión del trabajador, por aquello de que “una golondrina no hace verano”, y consecuentemente, del poder de negociación para exigir un poco más de esa plusvalía.
Con el afán de dar ventaja en el pulseo a la élite rentista, el gobierno judicializó las principales cabezas de los sindicatos bananeros y de la construcción –casualmente áreas muy apetecidas por el círculo cero que lo gobierna– sacándolos del mapa, al menos momentáneamente. En Bocas del Toro no solo espantó al sindicato sino a la empresa también.
La coerción como política
En lo que yerra el gobierno de Mulino –tanto en el caso bananero como en el de la construcción– es creer que las balas se imponen a la negociación como si estuviéramos en plena esclavitud. No prever que una bananera que fue declarada culpable de muertes en Colombia por contratar a paramilitares no querría –o al menos no públicamente– verse envuelta en otro escándalo, ahora en Panamá con el estado de urgencia que declaró el gobierno una semana después de llegar a un acuerdo con los trabajadores bananeros. Difícil creer que la intención era que la empresa se quedara y no que se fuera.
El papel del Estado como regulador en el pulseo no pude borrarse de un plumazo o exigir sometimiento a la parte trabajadora a punta de pistola. Esos tiempos ya pasaron, aunque les pese. Además de la mecha, también tienen la visión corta.
La autora es periodista con Maestría en Ecología Política y alternativas al desarrollo
Pensamiento Social (Pesoc) está conformado por un grupo de profesionales de las ciencias sociales que, a través de sus aportes, buscan impulsar y satisfacer necesidades en el conocimiento de estas disciplinas. Su propósito es presentar a la población temas de análisis sobre los principales problemas que la aquejan, y contribuir con las estrategias de programas de solución.
No es un secreto que los empresarios, en general, sueñan con pagar menos a sus empleados. En un sistema donde pueden subir los precios sin control, ese despojo —que ellos llaman “ahorro”— termina engrosando directamente sus ganancias. Al fin y al cabo, el lucro es el eje central de la empresa privada, aunque se maquille de responsabilidad social corporativa.
Por su parte, la aspiración del trabajador es ganar más y, ¿por qué no?, trabajar menos. Si lo único que tiene la clase obrera para vender es su tiempo y su fuerza de trabajo, aumentar sus ingresos implica vender ese tiempo a un precio cada vez más alto. Esto solo se logra reduciendo las jornadas laborales sin afectar el salario, negociando mejores condiciones y conquistando derechos. Para ello, son fundamentales la organización colectiva, la negociación y, por qué no decirlo, la presión estratégica.
Pero no siempre fue así. Hubo un punto de inflexión en el que los trabajadores tuvieron que pagar con sangre para pasar de la lucha reivindicativa a la negociación política y sindical. En 1886, un grupo de obreros protestó en Chicago exigiendo reducir las extenuantes jornadas de más de 12 horas a la referencia de 8 horas diarias. Sin embargo, dedicar un tercio del día al trabajo les pareció demasiado a los dueños de las fábricas, quienes —como suele ocurrir— respondieron con violencia: la policía disparó contra los manifestantes, convirtiéndolos en los Mártires de Chicago que hoy recordamos cada 1 de mayo.
Años después, el 25 de marzo de 1911, casi 130 mujeres y 17 hombres murieron calcinados en la fábrica de camisas Triangle Shirtwaist en Nueva York. Quedaron atrapados en el incendio de uno de los pisos porque los dueños mantenían las puertas cerradas con llave. Aquellas trabajadoras, en su mayoría migrantes, exigían condiciones laborales más humanas, pero el capital respondió con negligencia criminal.
Con la transición del feudalismo al capitalismo, las formas de esclavitud mutaron. Los latigazos se reemplazaron por contratos laborales para algunos y precariedad para otros. La Revolución Industrial y el capitalismo, surgidos del despojo colonial de América, masificaron un estándar de explotación en los países del Norte o los centros según la teoría de la dependencia: el obrero que madruga para ir a la fábrica trabaja entre 8 y 10 horas y regresa exhausto a casa. El fin de semana lava su ropa, la tiende y repite el ciclo. Una rueda sin fin.
En cambio, en el Sur, o las periferias, esa rueda es aún más áspera. El retraso de las periferias –que incluye a Panamá- de acuerdo con Marx, se debe “a la incidencia de rémoras precapitalistas que impiden la masificación del trabajo asalariado, renuevan la servidumbre o amplían la esclavitud”. Estas formas, que todavía persisten, se recrean “para satisfacer la demanda internacional de materias primas al incrementar la renta acaparada por latifundistas, hacendados o plantadores en África, Asia y América Latina” (Katz, 2015)
Es así como en América existe una amalgama de sistemas de trabajo, entre pre-capitalistas (feudales y semiesclavistas), capitalistas y post-capitalistas (cuentapropistas, uberizados), lo que complejiza aún más la dinámica salario-ganancia.
Pero siguiendo a Marx –en el contexto europeo de grandes fábricas– el salario es apenas una fracción de la plusvalía: la riqueza que genera el trabajador y de la cual se apropia el capitalista —que no siempre es, en sentido estricto, un “empresario” sino un parásito del trabajo ajeno—. Por eso, el salario no guarda relación con la productividad real: si así fuera, las ganancias no podrían “crecer” indefinidamente. La esencia del capitalismo no es el beneficio, sino su aspiración al crecimiento infinito.
En este marco, el salario es el resultado de una lucha de poder: un pulso ideológico y político entre quienes producen la riqueza y quienes se apropian de ella. En ese contexto, en periodos de crisis de ganancia –que no crece a ritmo desenfrenado- , el salario se convierte en un activo más del que quiere disponer el gran capital para aumentar su ganancia. En términos llanos, ese pulseo se devela de forma permanente y no siempre a la luz del sol. El pulseo tiene también golpes disfrazados que se cuelan en las declaraciones de políticos y narrativas que luego citan y amplifican los medios; sus medios.
Entonces cuando el presidente y sus ministros dicen que “el que no trabaja no cobra” no atacan solo a los maestros que estaban en paro, sino a todo el que cobran por vacaciones, tiempo compensatorio, sobretiempo, décimo tercer mes, bonos, etc. Y, eventualmente, todo el que cobre alguna prestación que un buen día el dueño de la empresa deje de considerar una conquista para etiquetarla como “regalo por un tiempo no trabajado” y que algún gobierno alineado se atreva recortar, será afectado.
Estamos en ese momento. Los sueños mojados de la élite rentista –que sobrevive alquilando sus servicios al capital extranjero- de recortar las conquistas laborales para engrosar su columna de ingresos se alineó con un gobierno que llegó justo por y para eso: “Prepararles el terreno”, usando las palabras del propio presidente. Hoy salieron del anonimato y anunciaron, los empresarios, otro intento más por modificar el Código de Trabajo.
Por otro lado, la neutralización de los sindicatos o “la reducción a su mínima expresión” como amenazó el presidente hacer con el SUNTRACS, es un valor agregado que ofrece este gobierno a la oligarquía rentista en agradecimiento por el apoyo a su candidatura, sin la cual no hubiese llegado siquiera a la papeleta. La aniquilación de los sindicatos se traduce automáticamente en la indefensión del trabajador, por aquello de que “una golondrina no hace verano”, y consecuentemente, del poder de negociación para exigir un poco más de esa plusvalía.
Con el afán de dar ventaja en el pulseo a la élite rentista, el gobierno judicializó las principales cabezas de los sindicatos bananeros y de la construcción –casualmente áreas muy apetecidas por el círculo cero que lo gobierna– sacándolos del mapa, al menos momentáneamente. En Bocas del Toro no solo espantó al sindicato sino a la empresa también.
La coerción como política
En lo que yerra el gobierno de Mulino –tanto en el caso bananero como en el de la construcción– es creer que las balas se imponen a la negociación como si estuviéramos en plena esclavitud. No prever que una bananera que fue declarada culpable de muertes en Colombia por contratar a paramilitares no querría –o al menos no públicamente– verse envuelta en otro escándalo, ahora en Panamá con el estado de urgencia que declaró el gobierno una semana después de llegar a un acuerdo con los trabajadores bananeros. Difícil creer que la intención era que la empresa se quedara y no que se fuera.
El papel del Estado como regulador en el pulseo no pude borrarse de un plumazo o exigir sometimiento a la parte trabajadora a punta de pistola. Esos tiempos ya pasaron, aunque les pese. Además de la mecha, también tienen la visión corta.
La autora es periodista con Maestría en Ecología Política y alternativas al desarrollo