ESPECIAL | El crudo testimonio de los bocatoreños tras la crisis
- 30/12/2026 22:37
Durante la Operación Omega en Bocas del Toro se registraron denuncias de detenciones arbitrarias, torturas y abusos, aunque las autoridades aseguran que actuaron dentro de la ley para despejar las vías y poner fin a la protesta contra la Ley 462. En esta tercera entrega, testimonios inéditos revelan la dureza de la crisis en la provincia
“Solo sentí un disparo en la espalda; me dejó sin aire. Caí al suelo, no podía respirar por el golpe. Entonces varios policías, todos hombres y encapuchados, empezaron a patearme en el pecho, las manos y la cabeza. Les rogué que pararan, pero, en lugar de eso, me rociaron la cara con gas pimienta. Mientras luchaba por respirar, solo sentía sus botas rompiéndome el cuerpo”, cuenta Evelyn Salazar, de 34 años, indígena, era deportista y entrenadora de un equipo de niñas, una figura visible y respetada en su comunidad. El 20 de junio fue detenida y llevada al cuartel de Changuinola. Allí, según su testimonio, pasó días bajo custodia policial, donde asegura que fue sometida de manera sistemática a abusos y torturas por unidades de la Policía Nacional.
Su caso se suma a los de cientos de denuncias por actuaciones similares de las fuerzas de seguridad durante la Operación Omega en Bocas del Toro para terminar por la fuerza los cierres de vías y la huelga de los sindicatos bananeros, maestros e indígenas contra la Ley 462, que reformó el sistema de seguridad social. Sucesos registrados en expedientes judiciales e informes de organizaciones de derechos humanos, y que habrían tenido lugar principalmente en medio del estado de urgencia decretado por el gobierno entre el 20 y el 29 de junio, en el que se suspendieron garantías constitucionales y se bloquearon las comunicaciones. Seis meses después, La Estrella de Panamá regresó a la provincia, esta vez para conocer de forma directa a quienes denuncian abusos, personas que —como Evelyn— se atreven por primera vez a contar su historia ante un medio de comunicación. En esta tercera entrega se reconstruyen los hechos con documentos judiciales, testimonios y lo constatado por La Estrella de Panamá en el terreno bajo el estado de urgencia, fragmentos que encajan como un rompecabezas de versiones incompletas, en medio y después de la suspensión de garantías constitucionales y la espiral de violencia institucional.
Evelyn fue reducida, esposada y lanzada a un vagón policial después de recibir golpes con la culata de las armas en la boca y la nariz; la sangre empezaba a brotar. Todo ocurrió en cuestión de segundos en Finca 66. Ella estaba en un parque infantil cuando un grupo de jóvenes que protestaba huía de la policía desde otro punto de la ciudad, según su testimonio.
Entraron corriendo al barrio; algunos ni siquiera residían allí. Fue entonces cuando comenzaron las detenciones, que vecinos consultados por este medio describieron como “al azar”.
“Estaba confundida; allí pude abrir los ojos por el gas y vi a un señor mayor. Ambos nos molieron a golpes otra vez. Nos decían que todos los indios tenían que morir”, relata Salazar, que afirma que ni participa en política ni en protestas. Su vida transcurría entre el fútbol y la venta independiente de comida. Más tarde, fue trasladada cerca del cuartel de Changuinola, donde, según su relato, la arrastraron del cabello recorriendo cien metros de asfalto hasta llegar a la puerta del cuartel. Allí sufrió su tercera paliza, otra vez por agentes con el rostro cubierto. Posteriormente, fue llevada a una celda improvisada con más de una docena de detenidos, todos hombres. Allí irrumpieron policías mujeres por primera vez, relata Evelyn, que se ensañaron en golpearla nuevamente.
Entre el inicio de la Operación Omega, el 14 de junio, y los días de mayor tensión del operativo, hasta el 26 del mismo mes, 371 personas fueron detenidas en Bocas del Toro, de acuerdo con cifras oficiales del Ministerio de Seguridad (Minseg).
Dentro de ese número, la Defensoría del Pueblo logró entrevistar a 186 detenidos, cuyas voces dieron forma a un informe que traza un patrón preocupante: detenciones arbitrarias, uso excesivo de la fuerza, esposamientos prolongados, aplicación de gases irritantes y agresiones físicas y psicológicas, incluso después de que las personas ya habían sido sometidas o esposadas.
El documento no se limita a esos testimonios. Reúne información de instituciones públicas de salud, del sistema judicial y de la propia Policía, además de entrevistas con comunidades y recorridos en el terreno. De ese cruce de fuentes emergen hallazgos graves: tratos crueles e inhumanos y presiones para obtener confesiones, en un escenario en el que se señalan procedimientos que habrían excedido lo permitido incluso bajo el estado de urgencia.
Evelyn fue una de las primeras mujeres en llegar al cuartel, donde ya había al menos una decena de detenidos, ahora esposados también de los pies, algunos sobre la cancha de baloncesto del cuartel, convertida en un improvisado centro de detención. Al fondo se escuchaban las detonaciones de los enfrentamientos; la ciudad se sumía en una cadena de violencia creciente que apenas comenzaba. Uno tras otro, los detenidos llegaban siguiendo un mismo patrón que, según relatan, se volvió metódico y calculado.
“Cada vez que llegaba un detenido, se establecía un pasillo de guardias y venía una lluvia de golpes con gas que sentías te quemaba los pulmones. Nadie podía hablar, quejarse ni llorar; cualquier movimiento, palabra o gesto podía provocar una cachetada o un porrazo”, cuenta la deportista, quien pronto perdió la cuenta de las horas allí.
Videos grabados por vecinos comenzaron a viralizarse antes de que se bloquearan las comunicaciones, como última defensa ante posibles abusos. Para el jueves 19, La Estrella ya estaba en Changuinola: una columna de humo se alzaba sobre la ciudad y parte del estadio Calvin Byron, una de las bases policiales, ardía tras los choques. Aviones del Servicio Aeronaval aterrizaban con pertrechos y personal —algunos de civil— mientras desde el aeropuerto salía un flujo constante de transportes. Días antes, la Policía había desaparecido de las calles y permanecía acuartelada. Pasadas las 7 p. m., unas 300 personas rodearon el aeropuerto; los agentes se replegaban mientras manifestantes rompían vidrios y denunciaban que desde allí salía el material para reprimir en Empalme, donde se ubica el estadio. Humo, gritos y vandalismo marcaban la escena. La noche del 20, ya sin internet, la confusión fue total. Los enfrentamientos se concentraron en Finca 66 y Finca 11. Las detonaciones retumbaban en calles vacías; los vecinos se refugiaban en sus casas mientras la ciudad parecía desmoronarse en una ola de violencia en las calles y desde el Estado, que avanzaba sin control.
Dentro del cuartel, cada llegada de un detenido traía tundas. Salazar recuerda el olor a sudor, orina y sangre; a veces sin agua y ni baños.
Los detenidos eran obligados a hacer pechadas y sentadillas mientras repetían: “el policía es mi amigo”. Cada error, detalla, cada signo de cansancio, era castigado: gas pimienta, golpes en la cabeza, la pelvis e incluso en los genitales.
“Las agentes de policía nos obligaban a triturar bolitas (pepper ball) de polvo lacrimógeno y a untárnoslo en la cara como maquillaje. Todo lo filmaban, exigiendo que les pidiéramos perdón, burlándose de nosotras”, narra la joven. En el punto más tenso de la madrugada del sábado, cuando los enfrentamientos alcanzaron su clímax, relatan que varias unidades, ya sin municiones —la mayoría encapuchadas y con armas en mano—, les lanzaron una advertencia seca y directa: si los manifestantes lograban entrar al cuartel, morían. La amenaza quedó suspendida en el aire y la fuerza pública controló la situación.
El informe médico de Salazar, consultado por La Estrella, confirma golpes, múltiples traumas y una fractura en las costillas.
Hoy, sentada en su casa, no puede trabaja ni jugar al fútbol, depende por completo de su familia. Cada movimiento —caminar, sentarse o reírse— le dispara el dolor; incluso comer sólido se vuelve difícil. Aun así, Evelyn enfrenta un proceso judicial: la Policía la acusa de participar en la quema de la oficina de la Dirección Técnica Judicial (DIJ) . Ella lo niega; sostiene que el incendio ocurrió cuando ya estaba bajo custodia policial.
“Querían que firmara un papel; no podía leerlo ni entenderlo, el dolor era tan intenso. Me tomaron la mano y me obligaron a trazar un garabato”, sostiene Evelyn. Después supo que era un formulario de buen trato, documento oficial del protocolo de aprehensión, donde el detenido debe confirmar, voluntariamente, que recibió un trato digno conforme a la ley.
El reporte de la Defensoría también documenta otros abusos, entre ellos denuncias de que los detenidos eran mojados para aplicarles descargas con armas de electrochoque (taser) , sometidos a privación de alimentos y a humillaciones, como obligarlos a consumir comida sacada de la basura. Además, se registran amenazas de abuso sexual contra los detenidos o sus parejas, así como amenazas contra su vida.
Estos abusos son consistentes con lo contado por tres detenidos con quienes conversó este medio en las zonas de Rambala y Almirante, quienes solicitaron anonimato por temor a sufrir represalias. Todos ellos, con un perfil similar —pobres e indígenas—, señalaron algunos como espacios donde habrían sufrido vejaciones: el estadio Calvin Byron, el aeropuerto y el cuartel de Changuinola.
¿Dónde está tu Dios?
Como esos casos, hay decenas de relatos que ha recogido la Coordinadora Popular de Derechos Humanos de Panamá (Copodehupa), que presentó un informe independiente en el que describe los hechos como tortura y recoge testimonios de vejaciones sexuales.
Jorge Guzmán, abogado y presidente de la organización, que desde julio, junto a su equipo, ha recopilado testimonios de las víctimas, considera que existía un perfilamiento social y étnico. “Muchas de las detenciones fueron en casas, parques y zonas alejadas de la protesta. En zonas donde estaban vulnerables; que difícilmente se pueden defender de agresiones institucionales de esta magnitud”, remarcó el abogado.
Según los recabado porCopodehupa, varias de las detenciones ocurrieron en los llamados “precarismos”, como se conoce a las ocupaciones de tierra informal habitadas por personas desposeídas, en situación de informalidad en Changuinola. Normalmente de origen ngäbe, el principal grupo indígena de la provincia. Las casas son de madera algunas sin agua potable ni electricidad. Fue allí donde La Estrella registró la mayor parte de los reclamos por abusos, y donde aseguran que hubo detenciones casa por casa, entre viviendas de tierra y lodo. Uno de esos barrios populares es el 4 de Abril; allí, Rodolfo Bowe, de 34 años, recibió un disparo por parte de la Policía antes de ser llevado al cuartel, donde denuncia que fue torturado.
“Me pidieron detenerme, levanté las manos y, al voltearme, recibí el disparo de un Senafront. Caí al piso y comenzaron a patearme, a aplastar la herida que no dejaba de sangrar”, relata Bowe. Ese día había salido a comprar crema para su bebé, el más pequeño de sus tres hijos. Bowe dejó atrás su trabajo en la empresa bananera Chiquita para ganarse la vida con ventas de comida y trabajos informales: cortaba grama, vendía pan en un iglesia cristiana local, donde se congrega, tratando de mantener a su familia.
Cuenta que el disparo fue casi a quemarropa. Levanta la camisa y muestra el orificio en su abdomen: más de una pulgada, producido por una bala de goma que, según los protocolos policiales, debería ser “no letal”.
Al lado, una cicatriz de grapas que se extiende casi cuatro pulgadas hasta el pecho. Cada vez que se mueve, el recuerdo de los golpes, los insultos racistas de “cholo” y el dolor punzante vuelven a él, como un eco imposible de ignorar.
Una vez en el cuartel, fue sometido al “pasillo de honor”. Con las manos esposadas a la espalda, los impactos golpeaban directamente su herida. Los policías lo atacaron utilizando bates de béisbol, tubos de hierro, palos e incluso una pieza de metal en las manos con forma de manoplas.
—¿De quién es esa sangre? —preguntó uno de los guardias. Se miró el pantalón empapado y se dio cuenta de que era la suya. Bowe se desangraba.
Cuenta que luego empezaron a desnudarlos, quedando la mayoría en calzoncillos. Imágenes que después quedarían registradas en fotografías en redes sociales. Hombres y mujeres fueron rapados y trasladados en ropa interior, al estilo “Bukele”, como el presidente salvadoreño y su mano dura antipandillas; práctica que, junto con las otras descritas por las víctimas, supondrían una contradicción a los convenios internacionales ratificados por Panamá en materia de derechos humanos y prevención de la tortura.
“Si tu Dios existe, ¿por qué no lo llamas para que venga a salvarte?”, fue la pregunta que, según cuenta Bowe, recibió de uno de los policías, entre quienes se mezclaban fronterizos, aeronavales, antimotines y miembros de la DIJ. Todos con el rostro cubierto.
“Me tenía muy débil, cansado y la vida se me escapaba, pero estaba dispuesto a morir por mi Dios. Allí me llevaron a un hospital, me cosieron y me devolvieron al cuartel”, recuerda, mientras baja la voz para evitar que su esposa recuerde lo que pasó.
Bowe fue trasladado en avión junto a otros detenidos, primero a Isla Colón, donde fue gaseado dentro de un bus cerrado, y luego a la ciudad de David, en la provincia de Chiriquí. “No quiero la muerte de los policías que me hicieron esto, solo justicia. Dios no olvida, yo tampoco”. Allí ingresó a urgencias del hospital, donde se le practicó una cirugía. Al despertar de la anestesia, comprendió que debía presentarse ante un juez: estaba acusado de intento de atacar a un policía.
La espera por justicia
Jessica Becker, de 25 años, estaba en su casa con sus hijos cuando escuchó los gritos y los disparos de escopeta. La fuerza pública intentaba abrir la vía hacia Changuinola en uno de los tantos puntos de cierre, ante la resistencia de pobladores indígenas de Pueblo Nuevo. Era sábado 14 de junio, 5:00 p.m. La gente corrió en todas direcciones y con ellos avanzaron los gases antidisturbios. “Dispararon gases por todos lados, incluso dentro de mi casa, mis niños no podían respirar, corrí para salvarlos”, cuenta la madre de Michelle Becker, quien con un año y cinco meses se convirtió en la segunda fallecida durante las protestas.
Corrió por instinto hacia la montaña, buscando un lugar seguro en casa de su madre. Un trayecto de tres horas, cruzando un río, hacia un sitio conocido y lejos del conflicto. Lavaron a la niña y la auxiliaron, pero Michelle no mejoró. Al día siguiente presentó vómito y diarrea. Pensaron llevarla al hospital más cercano, en Chiriquí Grande, pero en otras ocasiones la vía había estado trancada y tenía un profundo miedo de exponer otra vez a la bebé a los gases en medio de otro enfrentamiento. La señal de celular era muy mala. Existía además otro temor: en la comunidad corría el rumor de que la policía estaba deteniendo a cualquier ngäbe, que todo indígena era un potencial “manifestante”. Jessica afirma que nunca estuvo en las protestas, pero aun así tenía miedo.
Finalmente, Michelle no resistió más y murió. Fue enterrada poco después. La noticia se conoció a través de un comunicado de Aldeas SOS y el Ministerio Público abrió una investigación que sigue su curso.
Para Franklin Becker, de 31 años, padre de la niña, fueron los gases los que mataron a su hija. “Fue una violencia muy grande esos días, con tanto gas. ¿Por qué lo tiraron de esa manera?”, se lamenta el joven, que perdió su trabajo tras dedicarse por completo a buscar justicia para Michelle.
De acuerdo con documentos judiciales que pudo conocer La Estrella, el parte clínico de defunción mantiene como ”indefinida” la causa de muerte. La autopsia reveló que no existía evidencia analítica de exposición a agentes químicos de control de multitudes. Un resultado que Franklin pone en duda, piensa que todo por el tiempo que el cuerpo estuvo enterrado pudo tener algún efecto en los resultados. La Fiscalía sigue investigando, con el desafío de la desconfianza de la comunidad hacia las instituciones.
Otro caso abierto es el de Roger Montezuma, de 24 años, quien murió por un disparo por la espalda en Rambala. En su parte clínico de defunción se establece que el deceso fue provocado por una herida perforante por arma de fuego.
En Gualaquita, de donde era, lo recuerdan como un joven trabajador. Dejó tres hijos y a su esposa viuda, Omaria Palacios Miranda.
“No buscamos problemas con el gobierno, sino paz. Pero sí exigimos que reconozcan que hubo un muerto y que hay responsables. Las armas no estaban del lado ngäbe”, señala Ofelia Bonilla, dirigente de la comunidad. También temen que los procesos judiciales queden en nada, como ocurrió con los dos muertos y decenas de lisiados de las protestas de 2010, en rechazo a la “Ley Chorizo”, bajo el gobierno de Ricardo Martinelli (2009-2014) y con el actual presidente José Raúl Mulino como titular de la cartera de Seguridad. “Bocas puso los muertos y aún no sabemos quién mató a nuestros hermanos”.
La Fiscalía mantiene abiertas ambas investigaciones. El Gobierno niega vínculos entre las muertes y la Operación Omega. La Estrella también buscó la versión del Ministerio de Seguridad sobre las denuncias de tortura y fallecidos recogidas por la Defensoría y en este reportaje, pero no hubo respuesta. Asimismo, se consultó cuántos de estos casos estaban siendo investigados en la Dirección de Responsabilidad Profesional, encargada de indagar posibles faltas de los uniformados, sin obtener respuesta.