Panamá: dos décadas de corrupción y más de $5 mil millones en fondos públicos ‘perdidos’

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  • 26/12/2025 00:00

Una revisión de 90 emblemáticos casos de corrupción —contenidos en causas públicas, entre ellos “Odebrecht” — permite apenas un acercamiento al perjuicio económico, político e institucional ocasionado al Estado durante los últimos 20 años

Entre 55 y 70 personas, en su mayoría niños y adolescentes, murieron en las dos últimas décadas en la comarca Ngäbe Buglé camino o regresando de la escuela, al intentar cruzar alguno de los muchos ríos del área, a menudo crecidos durante la época escolar.

Un reciente informe de la Fundación para el Desarrollo Sostenible de Panamá (Fudespa) y Jóvenes Unidos por la Educación identifica “la exclusión sistémica de los pueblos indígenas de la inversión pública”, como uno de los factores subyacentes de estos accidentes fatales.

El informe, presentado ante la Asamblea Nacional en octubre pasado y denominado “Educación mortal”, agrega que estas muertes ocurren en un contexto de exclusión multidimensional, pobreza extrema, aislamiento geográfico y falta de servicios básicos, directamente relacionada con la ausencia de recursos públicos.

Estas tragedias, que reiteradamente llenan de luto a la familia panameña, son producto de un “modelo de desarrollo excluyente” que convive con prácticas sistemáticas de corrupción que se ceban del dinero de todos los panameños.

Para aproximarse al costo económico de esa práctica generalizada, esta investigación construyó un inventario de 90 casos emblemáticos que reúnen los procesos donde se señalan —o se conocen— las afectaciones más onerosas en cada una de las cuatro administraciones que precedieron al actual gobierno. Es un ejercicio de reconstrucción que busca seguirle el rastro al costo de la corrupción, tratando de contextualizar los episodios más destacados de cada periodo escrutado.

Aunque el inventario revisa procesos de naturaleza diversa, dos casos —uno de ellos aún en fase temprana de investigación— sorprenden por lo escandaloso de sus montos.

El primero es el de la constructora brasileña Norberto Odebrecht. Datos y estimaciones provenientes de investigaciones periodísticas nacionales e internacionales —incluyendo análisis de contratos, adendas y costos finales publicados en medios de referencia— apuntan a que los sobrecostos asociados a obras ejecutadas por “Odebrecht” en Panamá entre 2006 y 2019 superan los $ 2 mil millones. Es, hasta hoy, la más abultada cantidad en modificaciones o ajustes de obra pública en la historia reciente del país.

El segundo caso se conoció hace pocos meses e involucra a la empresa Panama Ports Company (PPC), que opera los puertos de Cristóbal y Balboa, terminales atlántica y pacífica, respectivamente, del Canal de Panamá.

La denuncia en su contra fue presentada por la Contraloría General que, tras un extenso proceso de auditorías, concluyó que el Estado sufrió una afectación superior a los $1,200 millones de dólares debido a decisiones administrativas y modificaciones contractuales desfavorables a los intereses de la nación relacionadas con la concesión, que data de 1997.

Los otros 88 procesos incluidos en este inventario suman cerca de $1,500 millones de lesión al Estado, entre programas sociales utilizados como herramientas de clientelismo, carreteras mal ejecutadas, anticipos sin sustento, compras institucionales infladas y una larga cadena de sostenidos actos de corrupción que nos llevan a un gran total que supera los $5 mil millones.

El grueso de los hechos contabilizados corresponde al periodo 2009–2014, con 57 casos seleccionados por su representatividad.

El periodo 2019–2024 dejó un número importante de casos de corrupción, pero la mayoría carece de un cálculo oficial preciso de lesión patrimonial, tarea que le corresponde a la Contraloría, que depende de la investigación de los fiscales, generalmente con grandes limitaciones.

El balance final de este trabajo revela que en los últimos 21 años desapareció de las arcas del Estado un estimado de $5,104 millones, un monto que no solo impacta las finanzas públicas, sino que deja al descubierto una fragilidad institucional que han aprovechado los corruptos durante dos décadas, sin interrupción, para llevarse semejante cifra a sus bolsillos.

La recopilación se elaboró a partir de información de fuentes oficiales, como el Ministerio Público (MP), el Órgano Judicial, la Contraloría General, la Fiscalía General de Cuentas, el Tribunal de Cuentas y archivos periodísticos de referencia sobre los casos.

Esta investigación periodística contó con el respaldo de la Fundación para el Desarrollo de la Libertad Ciudadana, capítulo panameño de Transparencia Internacional (TI), organización mundial que opera de forma independiente desde 1993 y publica anualmente su índice de percepción de corrupción para medir ese pandémico flagelo.

La corrupción, según la definición sobre la que trabaja el organismo, “es el uso indebido del poder confiado para obtener beneficios privados”. El perjuicio que provoca es general, afecta a toda la población sin distinción, y depende —para que suceda— “de la integridad (o la falta de ella) de las personas en una posición de autoridad”.

Claves para entender el impacto del millonario perjuicio económico

Para dimensionar el monto calculado basta compararlo con el desempeño económico reciente del país, uno de los más dinámicos de la región, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). https://www.cepal.org/es/publicaciones/82263-estudio-economico-america-latina-caribe-2025-movilizacion-recursos

El PIB nominal de 2024, según cifras oficiales del Instituto Nacional de Estadística y Censo (INEC) de la Contraloría, cerró en $86,260.4 millones. Frente a ese tamaño de la economía, los $5,104 millones estimados como pérdida por corrupción en veinte años representan alrededor del 6% del PIB de un solo año.

Dicho de otra manera, es como si Panamá hubiese dejado de producir casi un mes completo —unas tres semanas— de su actividad anual.

Para comprender mejor la gravedad de la escandalosa cifra, la comparamos con dos de las principales áreas sociales del presupuesto de 2025; educación, con $3,651 millones y salud, que recibió $2,374 millones. Incluso los aportes directos del Canal de Panamá al Tesoro Nacional —$2,470.8 millones en 2024— quedan por debajo del monto que se llevó la corrupción, según el cálculo de esta publicación.

Bajo estas referencias, el costo calculado de la corrupción supera —al menos— el financiamiento de la educación pública por un año, el recuso que requiere el sistema de salud o perder más de lo que el propio Canal aportó al Estado en el último ejercicio fiscal.

Aunque el impacto económico es claro y contundente, la respuesta institucional no ha estado a la altura. La mayoría de los casos que conforman esta investigación avanzaron lentamente o quedaron atrapados en un sistema judicial que, por mora, falta de recursos o estrategias dilatorias, rara vez llega a una condena firme. Así, el daño económico se suma a otro institucional: la percepción de que no hay certeza del castigo para la corrupción.

Detrás de los 90 procesos evaluados apenas destaca una docena con condenas en firme, dos prescripciones, ocho absoluciones y una condena con sentencia extraterritorial en Estados Unidos.

Según el sociólogo Gilberto Toro, la impunidad que domina muchos de estos procesos no es casual, sino el resultado de un sistema que castiga principalmente a quienes tienen menos recursos, mientras quienes cometen delitos de gran cuantía logran evadir sanciones o enfrentan consecuencias mínimas. Este patrón, reiterado por tantos años, ha fortalecido la corrupción hasta convertirla en uno de los principales problemas del país.

Para Toro, esta situación ha hecho a la ciudadanía panameña cada vez menos tolerante a los abusos y más dispuesta a exigir cambios profundos dentro de la administración pública y el manejo transparente de sus recursos.

Evolución de la corrupción en 21 años

A lo largo de dos décadas, la corrupción en Panamá no ha sido un fenómeno aislado, sino de constante evolución. Cada administración dejó un tipo de rastro distinto, con prácticas que se adaptaron a los controles —débiles o inexistentes— de cada periodo.

Durante el gobierno 2004–2009 se observan los primeros indicios de un sistema en formación: irregularidades en contrataciones públicas, proyectos adjudicados con procesos poco competitivos o con modificaciones contractuales que elevaban los costos. Aparece tempranamente el peculado operativo. Escándalos de corrupción como el de las “fibras ópticas”, “escuelas rancho” y del Fondo de Equidad y Calidad de la Educación (FECE) fueron algunos de los que destacan en esta gestión.

Entre 2009 y 2014 hay una expansión y sofisticación del desvío de fondos públicos, además de un salto cualitativo y cuantitativo de actos señalados de corrupción. Se multiplican los casos de sobreprecios en obras públicas de gran escala, algunas inconclusas, pese a haber recibido pagos adelantados y sin sustento contractual. Los programas sociales, concebidos para apoyar a poblaciones vulnerables, se transformaron en vehículos para el desvío de recursos mediante compras infladas o beneficiarios inexistentes. Paralelamente, aparecen esquemas de blanqueo más estructurados, con sociedades de papel, triangulación de fondos y uso de proveedores vinculados. Los casos mas conocidos fueron “Blue Apple”, “New Business”, “Riegos de Tonosí”, “alimentos deshidratados”, “bolsas de comida” y “Cobranzas del Istmo”, por citar algunos.

De 2014 a 2019, el MP abrió una cantidad inédita de expedientes por corrupción del gobierno precedente. Dura arremetida que los afectados calificaron de “revancha política”.

La modernización de las fiscalías especializadas de Anticorrupción, en 2015, generó expectativas de un escrutinio real, pero rápidamente enfrentaron las mismas limitaciones: escasez de personal técnico y recursos insuficientes. Nunca se investigó tanto, pero tampoco se logró una capacidad institucional suficiente para alcanzar condenas contundentes y mientras se aperturaban numerosas causas, la corrupción seguía vigente, destacando casos como el de las “planillas de la Asamblea”, “CONADES” (Consejo Nacional para el Desarrollo Sostenible de Panamá) o el “IMA” (Instituto de Mercadeo Agropecuario).

El periodo 2019–2024 muestra irregularidades distintas: la captura política de instituciones clave. Entidades como la Caja de Seguro Social (CSS), el Instituto para la Formación y Aprovechamiento de Recursos Humanos (Ifarhu), la Autoridad para la Innovación Gubernamental (AIG), el Ministerio de Educación (Meduca), el Ministerio de Vivienda y Ordenamiento Territorial (Miviot) y varios municipios exhibieron patrones de nombramientos partidarios, manejo discrecional de fondos y programas institucionales utilizados con fines políticos. La pandemia de COVID-19 abrió un campo fértil para los abusos, como contrataciones directas sin competencia, compras de emergencia con precios alterados, adquisiciones que no correspondían al valor real de mercado y procesos opacos de entrega de insumos.

Factores que incidieron en la persecución penal

La entrada gradual del Sistema Penal Acusatorio (SPA), entre 2011 y 2016, transformó por completo la forma de investigar y juzgar delitos en Panamá. Como señala el abogado penalista Arges Eduardo Ribera, “las reglas del juego cambiaron (...) ahora es un sistema garantista que toma muy en cuenta los derechos del procesado”. Esa característica, lejos de ser un defecto, es modernizadora, pero en la práctica panameña ha encontrado otro obstáculo: investigar la corrupción exige peritajes complejos, trabajo técnico y una coordinación institucional que requiere presupuesto.

En este renglón, el procurador general, Luis Carlos Gómez Rudy, detalló en la Comisión de Presupuestos de la Asamblea Nacional que de los US$. 224,416,287 solicitados para 2026, se han recomendado US$. 198,791,150, lo que compromete directamente el funcionamiento y desempeño de la institución en la persecución penal. En octubre de 2025, el procurador presentó dos proyectos anticorrupción —el 291 y el 292— que buscaban obligar a las instituciones a denunciar y constituirse en querellantes, agilizar las investigaciones sin depender de auditorías previas de la Contraloría y endurecer las penas por delitos contra la administración pública, incluyendo castigo con cárcel para las populares “botellas”. Ambos fueron rechazados por la Comisión de Gobierno de la Asamblea

El rechazo de estas iniciativas anticorrupción revela una resistencia a dotar a las instituciones de las herramientas indispensables para investigar a los cuerpos del Estado. Este dilema entre la urgencia de modernización y la falta de voluntad para hacerlo conecta con una reflexión más profunda. El problema de la corrupción, según los expertos consultados, trasciende lo legal o administrativo, ya que en realidad su génesis es ético.

En ese sentido, Alma Montenegro de Fletcher, primera zarina anticorrupción en el año 2005, ex procuradora de la Administración y directora fundadora del Centro de Políticas Públicas y Transparencia, opina que la corrupción es “una distorsión de las relaciones sociales” y un desvío profundo de la función institucional del Estado. Afirma que al país no le faltan leyes. “Lo que sobran son normas, lo que falta es compromiso de quienes han sido designados para cumplirlas”.

Montenegro destacó que la administración pública cuenta con mecanismos para prevenir abusos, pero estos han dejado de funcionar porque quienes deben aplicarlos no asumen su responsabilidad. “Existe un código de ética, pero nadie lo cumple ni lo hace cumplir”. Y considera que el problema es también cultural: las instituciones no forman ni refuerzan principios de honestidad, integridad ni vocación de servicio.

Insiste en que todo funcionario debe entender su rol: “No es propietario ni de su ministerio ni de su puesto”. En su diagnóstico, la cultura institucional ha sido sustituida por el “juega vivo”, normalizado por la ausencia de sanciones y la falta de ejemplo desde arriba. Según la jurista, la justicia debe ser igual para todos, y las medidas cautelares deben aplicarse sin privilegios.

Por su parte, el abogado y especialista en regulación y ética corporativa Carlos Barsallo apunta que el cálculo del perjuicio económico —estimado en esta publicación en más de $5 mil millones— siempre será aproximado.

“Este cálculo es muy difícil y siempre será una estimación. No se sabe con certeza. Los datos oficiales – si es que los hay- no son confiables”, declaró.

El daño económico, advierte, es solo una parte del problema. “El daño al Estado de derecho, a la confianza ciudadana y a la credibilidad en las instituciones es igual de grave. No se cree en nada ni en nadie”, concluyó el especialista.

Sobre el vacío estructural que ha permitido tanta impunidad, Barsallo identifica tres niveles de fallas: el legal, con normas tardías producto de presión internacional, leyes débiles o incompletas, requisitos probatorios excesivos y fueros especiales como el Parlacen; el institucional, con entidades debilitadas o capturadas políticamente, poca capacidad técnica (y de acción) y presupuestos insuficientes o mal utilizados; y de control, por falta de independencia “de hecho y de derecho” y la ausencia de criterios técnicos e independientes.

Finalmente, asegura que fracasaron también los mecanismos internos de prevención. No hubo responsabilidad real de colaboradores ni de los “facilitadores” —abogados, contadores, banqueros y asesores— que permitieron o asistieron los fraudes.

Lo que se pudo construir con $5,104 millones

El estudio de Fudespa arriba mencionado concluye que una inversión de entre $42 y $63 millones —destinada a puentes seguros, caminos rurales y transporte escolar— habría sido suficiente para eliminar las condiciones que provocaron las más de 50 muertes por ahogamiento de las que da cuenta.

Esa cantidad bien cabe en los más de $5 mil millones perdidos, que podrían haberse destinado a transformar regiones enteras hoy aisladas y que sufren carencias cuya atención es una obligación constitucional.

Faltan recursos también en las instituciones públicas que deben velar por la ética y la rendición de cuentas del funcionario, la autoridad encargada de gestionar el patrimonio de la nación con la diligencia que la propia Constitución exige, un estándar de conducta que se remonta al derecho romano y evoca el cuidado, la responsabilidad y prudencia del “buen padre de familia” .

Así lo confirma el artículo 3 del Código Uniforme de Ética de los servidores públicos, instituido por el Decreto Ejecutivo número 246 del 15 de diciembre de 2004 que dice: “El servidor público debe actuar con rectitud y honradez, procurando satisfacer el interés general desechado todo provecho o ventaja obtenido por sí o por interpósita persona, tampoco aceptará prestación o compensación alguna por parte de terceros que le pueda llevar a incurrir en faltas a sus deberes y obligaciones”.

El papa Francisco (2013-2025), una de las voces más criticas frente a los males contemporáneos, abordó la corrupción desde los primeros meses de su pontificado. En su homilía del 8 de noviembre de 2013, al reflexionar sobre la “Parábola del Administrador Deshonesto” (Lucas 16,1-8), advirtió que quienes sostienen a sus familias con dinero corrupto les dan de comer “pan sucio”, imagen dura y directa que retrata la degradación ética que acompaña al enriquecimiento ilícito.

En estas dos décadas, no es difícil ver cómo muchos en Panamá se han alimentado de ese pan.

*Esta investigación se llevó a cabo bajo el auspicio de las Becas Justicia Hoy de periodismo de investigación, otorgadas por la Fundación para el Desarrollo de la Libertad Ciudadana www.libertadciudadana.org.*