(no publicar) Desigualdad, enclave y poder: una radiografía de Bocas del Toro
- 29/12/2026 00:00
Después de la primera serie de reportajes desde el terreno, en medio de las protestas por la reforma a la seguridad social y la crisis, nos adentramos en el después: una provincia fracturada que sigue buscando respuestas
La tarde del 19 de junio entré a Changuinola. El enclave bananero más grande del país nos recibió en protesta: vías bloqueadas, barricadas levantadas con madera y hierro, consignas pintadas a mano que se repetían en muros y pancartas: “Abajo la 462, ley de la muerte”. La gasolina escaseaba, los cajeros ya no entregaban efectivo y la ciudad funcionaba como podía, a medias, contenida. Era el día 63 de la huelga contra la reforma a la seguridad social impulsada por el presidente José Raúl Mulino, una calma frágil anticipaba la tempestad. Veinticuatro horas después, la noche del viernes, todo se rompió. Tras saqueos y duros enfrentamientos entre manifestantes y la Policía en la zona de El Empalme, una de las dos únicas entradas terrestres a la ciudad, las garantías constitucionales fueron suspendidas y las comunicaciones, cortadas por el Estado. La Operación Omega, la estrategia de los estamentos de seguridad para acabar por la fuerza con la protesta y los cierres de vías, entraba en su fase final. Changuinola y la provincia entera, quedó a oscuras y aislada del país. Disparos de escopeta, gases lanzados desde helicópteros, fuego, vandalismo, lluvia de piedras, gritos, tortura y, al final, silencio. Cinco meses después del fin de la crisis y de la huelga, la herida permanece abierta. La Estrella de Panamá, único medio nacional que siguió reportando en el terreno durante el estado de urgencia, presenta el cierre de esta cobertura especial: un reportaje en tres partes que vuelve sobre las piezas sueltas, desde la provincia, para reconstruir los hechos tras la crisis y sus consecuencias, a la luz del contexto sociopolítico, documentos históricos y judiciales, voces oficiales y testimonios inéditos. En esta primera parte, recorremos el después de la crisis, mientras Bocas del Toro todavía intenta entender qué ocurrió.
Felipe Chamorro camina despacio hasta la sede del Sindicato de Trabajadores de las Industrias del Banano, Agropecuario y Empresas Afines (Sitraibana), la mayor organización sindical del sector bananero del país. Llega con la esperanza de escuchar alguna buena noticia, solo le falta un año para jubilarse. Tiene 57 años, las manos endurecidas por décadas de trabajo y el rostro de quien ha pasado la vida entre bananales. Es uno de los casi cinco mil obreros despedidos por Chiquita Brands, transnacional de capital brasileño desde 2014 tras su compra por el consorcio brasileño Cutrale-Safra. Cambio de dueños pero conservó su icónico logo, un sello que en Bocas del Toro no es solo un nombre, sino una presencia histórica: heredera directa de la United Fruit Company, instalada en la provincia desde hace más de un siglo. Desde hace ocho meses no recibe salario. Todo se detuvo el 28 de abril, cuando Sitraibana y Sitrabi, los dos principales gremios bananeros, declararon una huelga contra la Ley 462, que reformaba el sistema de pensiones de la Caja de Seguro Social (CSS). “Trabajé 34 años en la empresa. Me dieron apenas $2,500 dólares de liquidación y aún no me pagan mis prestaciones. Así no se puede vivir”, dice Chamorro, mientras sirve jugo de naranja y reparte galletas entre sus compañeros. Es la “vaca”: un fondo improvisado, solidario, para aguantar el día. La ciudad parece haber recuperado la calma perdida en junio, pero es una normalidad engañosa. Los comercios han visto caer sus ingresos en más de un 60%, según la Cámara de Comercio de la provincia. En Bocas del Toro, la economía respira al ritmo del salario bananero. Cuando este falta, todo se resiente. La dependencia de la provincia con Chiquita Brands es estructural.
Cuando la bananera desembarcó en Panamá, no llegó solo una empresa: se instaló un poder. Durante décadas operó como una entidad cuasi estatal. La “compañía”, como aún le llaman, prestaba dinero al gobierno, administraba servicios eléctricos y sanitarios, controlaba extensiones inmensas de tierra, carreteras y ferrocarriles. Incluso el mapa urbano hablaba su idioma: los barrios de la ciudad se ordenaron por números de fincas. Su peso político era tal que podía influir en leyes y en la garantía —o negación— de derechos básicos. A ese orden se le llegó a considerar como una “zonita”, por su semejanza con la Zona del Canal, el enclave colonial impuesto por Estados Unidos en 1903. “Se trata de una sociedad neocolonial, con un sistema de jerarquización racializado, no solo en lo étnico, sino también en términos de clase”, explica el sociólogo y docente de la Universidad de Panamá (UP), Roberto Pinnock. El viejo paternalismo del enclave ha menguado, subraya, pero persiste un orden rígidamente estratificado: los pueblos indígenas permanecen en el nivel más bajo, y los abusos forman parte de la vida cotidiana. En Bocas del Toro, cerca del 70 % de la población es originaria, principalmente del pueblo ngäbe. Con 159,228 habitantes, cifras del Ministerio de Economía revelan que el 39,1 % vive en pobreza y el 18,9 % en pobreza extrema, cerca de duplicar la media nacional. El 90% de la mano de obra en las plantaciones es indígena, que se reparte en las fincas de la compañía, y otras más pequeñas en manos de Ilara Holdings y la cooperativa Coobana.
Bocas del Toro, fundamentalmente rural y en el extremo occidental del país, es la segunda provincia más pobre del país, tiene un PIB 40 veces menor que la de provincia de Panamá, la más rica. La desigualdad devora la región. “La crisis no surge únicamente de la coyuntura de la reforma a la seguridad social; hay un descontento histórico, profundo, que impulsa una respuesta colectiva entre la población y los grupos organizado”, reflexiona Pinnock.
Otros trabajadores se acercan poco a poco, algunos sorprendidos de ver a un periodista de la capital indagando sobre lo ocurrido. Entonces toma la palabra Octavio Serrano, de 48 años, cuenta que, tras el despido, también se quedaron sin cobertura médica: al perder el empleo, se les canceló automáticamente la afiliación a la CSS.
Al mismo tiempo, relata, la empresa Chiquita endureció las condiciones para quienes intentan volver a trabajar. Ahora priorizan personal menor de 40 años y exigen más exámenes médicos, que los aspirantes deben pagar de su propio bolsillo, en un contexto donde no hay trabajo ni dinero. “Nos piden abrir una cuenta bancaria. ¿Con qué plata?”, pregunta. “Aquí nadie ha visto a un médico en meses, ni siquiera los pocos que han sido contratados para limpiar las plantaciones”, asegura.
La doctora Tania González, integrante del equipo de Salud y Seguridad Ocupacional del Hospital de Changuinola y participante en la revisión periódica de trabajadores bananeros, explica que este tipo de labores en los bananales expone a riesgos químicos derivados del contacto con compuestos organofosforados, principalmente herbicidas y plaguicidas. Esta exposición está asociada al desarrollo de infertilidad, cáncer y, en el caso de Bocas del Toro, a un riesgo significativo de enfermedades renales crónicas. Esa realidad la detalla Nicanor Sanjur, enfermero bocatoreño y docente del Centro Regional Universitario de la Universidad de Panamá en la provincia, en una investigación publicada en mayo pasado –una de las pocas sobre el tema- sobre el panorama ocupacional de Changuinola. “Entre cinco y diez años después se ven las consecuencias del contacto con agroquímicos; cuando los trabajadores se dan cuenta, ya es tarde: presentan falla renal y otros malestares”, subraya Sanjur. Además, advierte que entre sus hallazgos se evidencia una necesidad urgente de reforzar los protocolos de seguridad, garantizar la entrega de equipos de protección, intensificar la vigilancia epidemiológica y sostener un trabajo constante de concientización entre los propios obreros. “Sin los cuidados adecuados en el bananal, un simple abrazo a tu hijo o que tu esposa lave tu ropa impregnada de químicos puede convertirlos también en presa del riesgo tóxico”, alerta.
Al declarar la huelga, los trabajadores sostuvieron que la Ley 462 ignoraba la realidad del trabajo bananero. La reforma, afirmaban, pasaba por alto la dureza de las faenas en el campo y derogaba la Ley 45, la norma especial del sector conquistada tras otra huelga en 2017, que les permitía jubilarse antes como una forma mínima de compensar el desgaste físico y las secuelas provocadas por años de exposición a agroquímicos. La nueva aritmética del sistema previsional descartaba el modelo de reparto definido —basado en la solidaridad intergeneracional— para imponer un esquema de ahorro individual que, en los hechos, eliminaba los beneficios específicos del gremio.
El gobierno negó de forma reiterada que la reforma implicara un deterioro de las pensiones bananeras. Sin embargo, tras semanas de negociaciones tensas y jornadas de presión sostenida, terminó restituyendo el fondo de la Ley 45 con una nueva norma. Para los trabajadores, ese gesto tuvo el sabor amargo de una victoria tardía y funcionó como un reconocimiento tácito de las afectaciones que venían denunciando desde el inicio del conflicto. El acuerdo se firmó el 13 de junio, y los bananeros despejaron sus puntos de bloqueo; sin embargo, los que estaban bajo control de maestros e indígenas se mantuvieron. Dos días después, la noticia cayó como un mazazo: Francisco Smith, máximo dirigente del sindicato bananero Sitraibana, fue detenido, acusado de estar detrás de los bloqueos de vías, bajo cargos de apología del delito, entre otros. El Ministerio Público también emitió órdenes de captura contra otros dirigentes sindicales, poco más de un mes después de que un tribunal declarara ilegal la huelga.
En Changuinola, el arresto fue recibido como un balde de agua fría, como una traición. El gobierno, por su parte, responsabilizó a los líderes sindicales de mantener cerradas las carreteras tras el acuerdo, lo que provocó la suspensión temporal de las operaciones de Chiquita, y señaló a los manifestantes como parte de una supuesta confabulación de “grupos de extrema izquierda”.
Serrano, robusto, de mediana estatura, se deja caer con un suspiro pesado en una silla plástica del sindicato, amarillenta por el sol y los años. Antes de hablar, recita una cita bíblica. Luego responde con voz firme, sin rodeos: “No me gusta el comunismo, no quiero quedar como Venezuela. La huelga no es de ideologías, solo busca garantías. ¿Por qué tenemos que arriesgar la vida bajo los agroquímicos sin una certeza de nada?”. Al terminar, vuelve a citar las escrituras, como si las palabras necesitaran un cierre sagrado.
Y es que en esta provincia profundamente conservadora, donde la religión atraviesa la vida cotidiana, entre católicos, evangélicos y la espiritualidad tradicional Mama Tatda, practicada por el pueblo ngäbe, el debate entre derecha e izquierda casi no existe como categoría política. La discusión pública se organiza en torno a otra urgencia: cómo sobrevivir, cómo asegurar el trabajo, la salud y el pan diario en un territorio donde la precariedad no es una abstracción de intelectual, sino una necesidad concreta.
En agosto, el gobierno y la empresa firmaron un memorándum que establecía el reinicio de operaciones con una inversión de $30 millones de dólares y la implementación de un modelo de aparcerías, una figura de asociación dentro de la legislación agraria nacional, en la que terceros —empresas pequeñas— pasan a administrar las fincas y vender la fruta a Chiquita, que la comprará según su calidad y condiciones. La relación laboral y sindical se establecería con estos nuevos actores, quienes, según la ley, deben garantizar los derechos de los trabajadores.
De ahí surgen las dudas entre los obreros sobre el marco legal de las contrataciones, especialmente considerando que existen convenciones colectivas vigentes con la empresa, resultado de una negociación en 2024 y que se extenderán hasta 2028. En esos acuerdos se definieron salarios, jornadas, beneficios y, de manera explícita, la protección frente al uso de agroquímicos. Un documento que, durante su vigencia, tiene fuerza de ley según el Código de Trabajo.
Fuentes vinculadas al proceso de reorganización señalaron a este medio que, de las 21 fincas que abarcan las 6 mil hectáreas concesionadas por el Estado a Chiquita, se establecieron cinco empresas con un promedio de dos a cuatro fincas cada uno, bajo la administración de un encargado. Dependiendo del tamaño del bloque, un administrador podría supervisar entre 400 y 2 mil trabajadores.
El temor de los obreros, enfatizan, es que este mecanismo sirva para difuminar las responsabilidades ambientales y laborales de la empresa, trasladándolas a estas asociaciones, como ocurre con otras industrias transnacionales extractivas en América Latina.
Desde el gobierno, en la capital, el debate gira en torno a cuándo regresarán las operaciones de producción y el número de empleos que podrían generarse. La ministra de Trabajo, Jackeline Muñoz, aseguró que la incorporación del personal se estaba haciendo “de acuerdo con la legislación vigente y el Código de Trabajo”, aunque no precisó cómo se aplicará esto en el nuevo modelo de aparcerías.
Por su parte, Alexander Gabarrete, vocero de la empresa, indicó a inicios de diciembre que ya se habían contratado al menos 350 obreros, con la expectativa de llegar a 1,000 para principios de 2026 y proyecciones de incorporar hasta 5,000 trabajadores en los meses subsiguientes.
El salario del obrero bananero se definía por tarea. Aunque algunas labores se pagan por hora, predomina el pago por producción diaria. Antes de la crisis, en promedio, un trabajador podía percibir poco más de $800 dólares al mes, según productores locales consultados por este medio. La cifra contrasta con el costo de la Canasta Básica Ampliada —que incluye alimentos, salud, vivienda y otros servicios—, la cual suma unos $1.369 dólares, de acuerdo con estudios de la Facultad de Economía de la Universidad de Panamá.
Mientras tanto, avanza el conflicto legal entre sindicatos, empresa y gobierno. Los trabajadores preparan una demanda internacional para reclamar $58 millones de dólares en indemnizaciones y 18 millones en primas de antigüedad, montos que aseguran les adeuda la compañía, reclamos que Chiquita niega. El Gobierno, alineado con la empresa, prometió $40 millones de dólares en inversión social en la provincia, un compromiso que aún no se concreta.
Feliciano Santos nos espera frente a un hotel sencillo en Almirante, ciudad portuaria de 12 mil habitantes a 30 km de Changuinola. Puerta de salida para la producción del banano, viven en su mayoría afrodescendientes e indígenas. Consciente de su identidad, se presenta primero en ngäbere y luego en español: “Soy Chö Ichigo Guimanimo Kuingobo, pero dime Feliciano”, dice antes de sentenciar: “Bocas del Toro es como el viejo oeste, aquí manda el más fuerte”.
La provincia está marcada por conflictos históricos de tierras adquiridas a precios irrisorios. El poder no se concentra en una sola autoridad; se despliega en redes locales donde se entrelazan políticos, terratenientes y empresas. Santos, líder desde hace 19 años del Movimiento de Defensa de los Territorios y Ecosistemas de Bocas del Toro (Modeteab), recorrió con La Estrella parte de las zonas en disputa por la especulación turística y la expansión ganadera, donde la lucha por la tierra encuentra a comunidades sin asistencia legal ni institucional. “La corrupción es la que lubrica ese sistema de apropiación en el que participan alcaldes, diputados, empresarios e incluso jueces. Un problema que existe en todo el país, pero en Bocas del Toro es más salvaje”, dice el dirigente de 54 años, parte del grupo de denunciantes de excesos policiales durante la Operación Omega, ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
La ausencia de una presencia social integral del Estado ha permitido que el clientelismo se consolide como forma cotidiana de gobierno. El acceso a servicios básicos o ayudas depende muchas veces de favores políticos. En ese entramado destaca la figura de Benicio Robinson, diputado y presidente del Partido Revolucionario Democrático (PRD), visto como el rostro más visible de una estructura donde la lealtad política se intercambia por empleo, comida o asistencia. En Bocas del Toro, el poder se gestiona desde la necesidad. Según el Censo Agropecuario de 2024, el 61% de las 113.948 hectáreas de tierra en explotación en la provincia, carece de título de propiedad. Esta precariedad jurídica no es un accidente, sino una pieza central del orden social rural en el que la tenencia de la tierra es un dispositivo de poder que define jerarquías.
Sin embargo, larga historia de conflicto social en Bocas del Toro revelan que ese orden no es absoluto. Donde hay poder, hay resistencia, que en términos políticos parece traducirse en espacios institucionales –sindicatos y grupos cívicos- y a veces espontaneo, como estallidos populares. Las protestas de julio en Almirante expusieron otra vez esas fracturas. Tras una intervención policial que se extendió incluso a quienes no protestaban, la tensión derivó en una manifestación generalizada que solo se contuvo mediante negociación. A una demostración de fuerza institucional le siguió una reacción ciudadana: una constante en la cultura política en Bocas del Toro. Rachid Escobar, funcionario público de 39 años y residente de la comunidad, dice haber vivido ese día como un déjà vu del estallido social de 2004, cuando las fallas persistentes del servicio eléctrico, entonces bajo control de la empresa bananera, dañaban los aparatos en los hogares. En uno de esos apagones, un incendio consumió tres casas de madera. Los bomberos no tenían agua para sofocar las llamas. La rabia acumulada estalló: 28 heridos y 20 detenidos. “Salimos a protestar y a cerrar calles porque no quedaba otra salida; no fue una elección, fue una respuesta. Después de eso, el servicio mejoró. Somos gente de paz, pero cuando nadie escucha, toca hacerse oír”, recuerda.