Así crea Saturnina Tenorio la magia que viste al Ballet Nacional
- 20/06/2025 06:10
En el cuarto piso del edificio Margot Fonteyn, en la Ciudad de las Artes, se encuentra un cuarto repleto de telas, encajes, hilos, botones, plumas, alfileres... Hay varias mesas con máquinas de coser. Alrededor, pegados de las paredes, hay percheros atiborrados de trajes; son los vestuarios de las diferentes obras. El espacio es el salón de costura del Ballet Nacional de Panamá, que después de estar más de 50 años con las máquinas al hombro, de un sitio a otro, por fin tiene un lugar para ellos.
Nos reciben mientras preparan el vestuario de El Lago de los Cisnes. Me colocan la tiara de Odile, el cisne negro, apenas entro al salón. Me muestran los tocados que tienen por todo el lugar y que han sido usados en presentaciones del Ballet. También me prueban la corona de Odette, el cisne blanco.
Saturnina Tenorio se encuentra al fondo del cuarto, vestida de amarillo con un blazer negro; tiene el cabello completamente recogido. Usa lentes y está trabajando mientras conversa con los medios; no se detiene.
Tiene más de 14 años cosiendo para el Ballet. Le enseñó Eda Espina, la primera costurera de la compañía. “Me encanta la costura, desde pequeña me gustaba”, confiesa con una sonrisa serena mientras realiza el taqueo de un tutú a mano. Coloca de 10 a 12 capas de crinolina blanca “para que quede bien y no se vea plano”.
La costurera coclesana mueve las manos con la precisión que solo dan los años. Cada hilo que cose es una historia tejida a lo largo de casi tres décadas dedicadas a la costura; desde antes apoyaba cuando la necesitaban para una gala especial. “Cada vestuario nuevo es un reto. Y cuando lo veo en escena, con solo que una bailarina me diga ‘le quedó muy bien’, ya con eso tengo suficiente”, añade.
“Andábamos con las máquinas al hombro de aquí para allá, cargando tutús y materiales, recuerda. “Hasta que finalmente logramos este espacio. Ahora sí, creo que ya puedo irme tranquila a mi casa”, comparte. ¿A quién le va a dejar el legado? Pues, si hay un relevo generacional, he visto muchas personas cosiendo para ballet en escuelas”, responde.
Agrega que “hay compañeras más jóvenes que, poco a poco, aprenden el oficio. Las que están aquí han aprendido bastante. No es lo mismo hacer ropa común que coser para el teatro. Eso es diferente”.
Saturnina no está sola. En el taller, otras compañeras cosen, cortan y taquean con disciplina casi coreográfica. Cada una tiene su tarea: una hace el panti, otra arma las capas del tutú, otra revisa costuras. Los tutús no son simples disfraces: son estructuras delicadas que deben sostener la magia del escenario sin perder funcionalidad, para lograr ese efecto etéreo que flota con el movimiento.
La producción actual demanda entre 26 y 28 tutús. Un trabajo que usualmente toma mes y medio, pero que esta vez deben terminar en menos de un mes. El reloj corre y, además, hay más vestuarios que preparar.
Su relación con la danza no es desde el escenario, sino desde las costuras. Es en ese mundo donde se ha hecho indispensable. En un ballet, el vestuario es más que una prenda: es parte de la narrativa visual, del carácter del personaje. Por eso, transformar un tutú de Valladar en uno de Cascanueces requiere un ojo artístico, práctico y técnico. Y cuando ya no hay forma de reciclar, toca empezar de cero.
Normalmente reutilizan vestuarios de galas pasadas. Los desarman y arman de acuerdo a lo que se necesita. “A veces no teníamos el valor de quitarles el adorno a un tutú viejo, por miedo a dañarlo. Así que para el Lago decidimos hacer nuevos. Y lo bueno es que después podemos reutilizarlos. Por ejemplo, viene Cascanueces, y esos tutús blancos nos sirven otra vez”.