Cuídese de la mediocridad voluntaria
- 02/08/2025 00:00
Entre librerías vacías y cerebros saturados de banalidad, la mediocridad voluntaria avanza como una epidemia silenciosa que amenaza el pensamiento crítico Comienzo mi escrito con el breve discurso improvisado que, en su momento, el papa Francisco dedicó a los jóvenes: “No importa que a veces sueñen cosas que nunca se van a cumplir. Ábranse a cosas grandes y piensen que el mundo va a ser mejor con ustedes. Y, si a veces se les va la mano con los sueños, no importa, porque la vida los va a ir acomodando. Primero, soñá”...”.
Era diciembre de 1989, cuando se dio el vergonzoso saqueo en la ciudad de Panamá, a pocas horas de haber iniciado la tormenta criminal en el país para derrocar a un dictador narcotraficante, muchos comercios quedaron en ruinas, salvo las librerías, ellas ni siquiera recibieron un rayón de vidrio.
En el lapso de 36 años posinvasión pregunto, amigo lector, ¿cuántos bares y discotecas han abierto versus librerías, bibliotecas o museos? Todo lo contrario, varias librerías han cerrado por falta de clientes, lo mismo que el Museo de Ciencias Naturales que estaba en la Justo Arosemena.
Últimamente, cada vez que pongo las noticias o me llega una notificación de algún medio, me tengo que echar las manos a la cabeza por las aberraciones lingüísticas que escucho casi que a diario; ¿ejemplo?: “el niño menor...”, pregunto ¿qué niño no es menor?, “el cadáver del hoy difunto...”, vuelvo y pregunto ¿ha visto usted algún cadáver vivo?, “vamos a ver las vistas...” ¿qué otra cosa vamos a ver?; de verdad se lo digo, si matar el español fuese un delito, muchos “comunicadores” deberían cumplir cadena perpetua.
¿Hemos desarrollado voluntariamente un cerebro podrido y poco analítico? De hecho, lo de cerebro podrido no me lo he inventado yo, sino que resulta que fue la afirmación del año por la Universidad de Oxford en 2024, como la expresión que más representaba a muchas generaciones que incluían la Y, Z, X y Alpha (los nacidos entre 2010 y 2025).
“Brain Rot”, traducido como podredumbre cerebral, se refiere a que muchos no solo son zombis vivientes, sin alma y deseos de superación, sino que son algo un poquito más preocupante: son el producto del deterioro de nuestras capacidades mentales debido al consumo excesivo de contenido digital trivial que no invita a pensar, analizar, discernir o cuestionar.
Esta situación se agrava a nivel mundial cuando la educación parece estar cómoda con una crisis donde abunda la mediocridad e insiste promover contenidos del siglo XIX, con herramientas del siglo XX a una generación siglo XXI. También se agrava cuando muchos docentes pegan un grito al cielo cuando se les cuestiona su preparación, cuando se niegan a crecer académicamente, cuando por todo y por nada se detiene el proceso académico. Cuando, pese a existir tiempo de sobra para reparar, modernizar o construir centros educativos, el Estado espera a última hora para luego, escudarse en la “burocracia”.
Todo ello tiene una definición científica y bien documenta que los psicólogos conocen como “ignorancia o mediocridad voluntaria”, perfecta para que personas se hagan las víctimas sobre las cosas que resultan incómodas de saber, conocer o aplicar para su desarrollo personal o profesional.
También se refiere a la ola de irracionalismo que sacude al mundo, en la que se ha desprestigiado a científicos, expertos, periodistas serios y cualquier profesión que conlleve una gran responsabilidad, se valora las emociones primarias y la voluntad por encima de la racionalidad, y se le da más credibilidad a influencers o youtubers que nos cuentan solo lo que apela nuestro cerebro reptiliano.
Está más que sabido que los estudios, la lectura, el exponernos a música de distintos géneros, al arte en general, y a participar en círculos de lectura o eventos que nos inviten a crecer profesional, intelectual, espiritual o personalmente, son beneficiosos para nuestro discernimiento, análisis y compresión diaria de los hechos que nos rodean.
No se imagina lo satisfactorio que es platicar con alguien que sabe de todo, con el que se pueden entablar diálogos donde el tiempo pasa sin darnos cuenta, donde se puede hablar de cine, literatura, política, arte, ciencia, religión, economía, sociedad, valores, cultura, filosofía avanzada o de calle y salir con una enseñanza o nuevo conocimiento.
La ignorancia y mediocridad voluntaria no se puede seguir escudando en la “falta de poder adquisitivo”, porque, si una persona tiene economía para comprar un smartphone de mil dólares o gastar esa cantidad mensual en cervezas, fiestas o banalidades, tiene para bajar la aplicación de la Real Academia Española de la Lengua, tiene para un cuatrimestre en una universidad privada o pública, tiene para invertir en un diplomado, tiene para comprarse unas Selecciones (revista cultural), tiene para leer la sección de Cultura de La Estrella o cualquier otro periódico y, sin duda, tiene para un libro.
Sin embargo, el “no tengo plata”, “no hay tiempo”, “ya pasó mi etapa de estudiar o de saber” son las palabras favoritas de la ignorancia o mediocridad selectiva y van en contra, no ya del altruismo, sino del bien de la sociedad en su conjunto, porque refleja un individualismo desacomplejado de quien busca su interés propio, aunque sea a costa de hacer daño al resto gracias a su ignorancia individual que, a veces, se transforma en colectiva cuando vemos a esos “todólogos” o “expertos de oído” aportando más ignorancia en redes o medios.
Albert Einstein decía: “Una mente que se abre a una nueva idea jamás volverá a su tamaño original” y ¡vaya, amigo lector... la grandeza tiene olor a libro, al saber y al querer crecer!
Recuérdelo, la verdadera ignorancia no es la ausencia de conocimientos, sino el hecho de negarse a adquirirlos, y no se imagina con cuántas personas me he topado en vida que, teniendo muchísimos privilegios (no solo económicos) se niegan a sí mismos a aprehender, o sea, a hacer suyo el conocimiento para beneficio propio y del mundo.
Comienzo mi escrito con el breve discurso improvisado que, en su momento, el papa Francisco dedicó a los jóvenes: “No importa que a veces sueñen cosas que nunca se van a cumplir. Ábranse a cosas grandes y piensen que el mundo va a ser mejor con ustedes. Y, si a veces se les va la mano con los sueños, no importa, porque la vida los va a ir acomodando. Primero, soñá”...”.
Era diciembre de 1989, cuando se dio el vergonzoso saqueo en la ciudad de Panamá, a pocas horas de haber iniciado la tormenta criminal en el país para derrocar a un dictador narcotraficante, muchos comercios quedaron en ruinas, salvo las librerías, ellas ni siquiera recibieron un rayón de vidrio.
En el lapso de 36 años posinvasión pregunto, amigo lector, ¿cuántos bares y discotecas han abierto versus librerías, bibliotecas o museos? Todo lo contrario, varias librerías han cerrado por falta de clientes, lo mismo que el Museo de Ciencias Naturales que estaba en la Justo Arosemena.
Últimamente, cada vez que pongo las noticias o me llega una notificación de algún medio, me tengo que echar las manos a la cabeza por las aberraciones lingüísticas que escucho casi que a diario; ¿ejemplo?: “el niño menor...”, pregunto ¿qué niño no es menor?, “el cadáver del hoy difunto...”, vuelvo y pregunto ¿ha visto usted algún cadáver vivo?, “vamos a ver las vistas...” ¿qué otra cosa vamos a ver?; de verdad se lo digo, si matar el español fuese un delito, muchos “comunicadores” deberían cumplir cadena perpetua.
¿Hemos desarrollado voluntariamente un cerebro podrido y poco analítico? De hecho, lo de cerebro podrido no me lo he inventado yo, sino que resulta que fue la afirmación del año por la Universidad de Oxford en 2024, como la expresión que más representaba a muchas generaciones que incluían la Y, Z, X y Alpha (los nacidos entre 2010 y 2025).
“Brain Rot”, traducido como podredumbre cerebral, se refiere a que muchos no solo son zombis vivientes, sin alma y deseos de superación, sino que son algo un poquito más preocupante: son el producto del deterioro de nuestras capacidades mentales debido al consumo excesivo de contenido digital trivial que no invita a pensar, analizar, discernir o cuestionar.
Esta situación se agrava a nivel mundial cuando la educación parece estar cómoda con una crisis donde abunda la mediocridad e insiste promover contenidos del siglo XIX, con herramientas del siglo XX a una generación siglo XXI. También se agrava cuando muchos docentes pegan un grito al cielo cuando se les cuestiona su preparación, cuando se niegan a crecer académicamente, cuando por todo y por nada se detiene el proceso académico. Cuando, pese a existir tiempo de sobra para reparar, modernizar o construir centros educativos, el Estado espera a última hora para luego, escudarse en la “burocracia”.
Todo ello tiene una definición científica y bien documenta que los psicólogos conocen como “ignorancia o mediocridad voluntaria”, perfecta para que personas se hagan las víctimas sobre las cosas que resultan incómodas de saber, conocer o aplicar para su desarrollo personal o profesional.
También se refiere a la ola de irracionalismo que sacude al mundo, en la que se ha desprestigiado a científicos, expertos, periodistas serios y cualquier profesión que conlleve una gran responsabilidad, se valora las emociones primarias y la voluntad por encima de la racionalidad, y se le da más credibilidad a influencers o youtubers que nos cuentan solo lo que apela nuestro cerebro reptiliano.
Está más que sabido que los estudios, la lectura, el exponernos a música de distintos géneros, al arte en general, y a participar en círculos de lectura o eventos que nos inviten a crecer profesional, intelectual, espiritual o personalmente, son beneficiosos para nuestro discernimiento, análisis y compresión diaria de los hechos que nos rodean.
No se imagina lo satisfactorio que es platicar con alguien que sabe de todo, con el que se pueden entablar diálogos donde el tiempo pasa sin darnos cuenta, donde se puede hablar de cine, literatura, política, arte, ciencia, religión, economía, sociedad, valores, cultura, filosofía avanzada o de calle y salir con una enseñanza o nuevo conocimiento.
La ignorancia y mediocridad voluntaria no se puede seguir escudando en la “falta de poder adquisitivo”, porque, si una persona tiene economía para comprar un smartphone de mil dólares o gastar esa cantidad mensual en cervezas, fiestas o banalidades, tiene para bajar la aplicación de la Real Academia Española de la Lengua, tiene para un cuatrimestre en una universidad privada o pública, tiene para invertir en un diplomado, tiene para comprarse unas Selecciones (revista cultural), tiene para leer la sección de Cultura de La Estrella o cualquier otro periódico y, sin duda, tiene para un libro.
Sin embargo, el “no tengo plata”, “no hay tiempo”, “ya pasó mi etapa de estudiar o de saber” son las palabras favoritas de la ignorancia o mediocridad selectiva y van en contra, no ya del altruismo, sino del bien de la sociedad en su conjunto, porque refleja un individualismo desacomplejado de quien busca su interés propio, aunque sea a costa de hacer daño al resto gracias a su ignorancia individual que, a veces, se transforma en colectiva cuando vemos a esos “todólogos” o “expertos de oído” aportando más ignorancia en redes o medios.
Albert Einstein decía: “Una mente que se abre a una nueva idea jamás volverá a su tamaño original” y ¡vaya, amigo lector... la grandeza tiene olor a libro, al saber y al querer crecer!
Recuérdelo, la verdadera ignorancia no es la ausencia de conocimientos, sino el hecho de negarse a adquirirlos, y no se imagina con cuántas personas me he topado en vida que, teniendo muchísimos privilegios (no solo económicos) se niegan a sí mismos a aprehender, o sea, a hacer suyo el conocimiento para beneficio propio y del mundo.