Vida y cultura

El problema de la ‘razón cínica’

De izq. a der. Jürgen Habermas, Karl Otto Apel, John Rawls y Enrique Dussel. Ilustración | Jam Pierre Barría
Actualizado
  • 24/03/2024 00:00
Creado
  • 23/03/2024 18:44

En general, la ética del discurso propone el diálogo como camino para la convivencia, siempre con la argumentación como herramienta y la participación en igualdad de condiciones. La realidad, sin embargo, se acerca más a lo que plantea Dussel: el acto moral originario debe ser el reconocimiento del Otro; de lo contrario, en los diálogos se impondrá la razón cínica

Como reflexión filosófica, la ética del discurso tiene un valor en tanto propuesta para una mejor convivencia. En este sentido, es un instrumento más del que podría echarse mano cuando individuos o grupos humanos intentan tomar una decisión respecto a X o Y tema o cuestión.

Como hecho práctico, sin embargo, temo que estas propuestas -y me refiero específicamente a las éticas del discurso de Habermas, Rawls y Karl-Otto Apel- parten de supuestos que, o bien no se ajustan a la racionalidad vigente (o se ajustan demasiado, según se vea); o pretenden negar la construcción epistemológica de los individuos; o, sencillamente, son imposibles en los contextos postcoloniales latinoamericanos.

En el caso de Habermas, por ejemplo, en sus Escritos sobre moralidad y eticidad, se explica que la ética ha de ser participativa para que tenga validez, y su validez estriba precisamente en el hecho de que cada uno de los participantes está dispuesto a aceptar los resultados y consecuencias del proceso argumentativo.

Resulta obvio que, en un proceso de argumentación, el lenguaje y las palabras tienen un papel primordial. Los seres humanos usamos las palabras para entendernos -o al menos, a eso aspiramos-, y esta posibilidad de entendimiento es lo que Habermas llama “una vida moral en la que se espera igual trato, solidaridad y bien común”.

La igualdad de trato supone que se está dispuesto a escuchar a quien piensa distinto, pero uno de los mayores obstáculos para aplicar de forma práctica la ética del discurso o la idea de la democracia participativa habermasiana es, precisamente, el pre-juicio sobre quién o quiénes están en la capacidad intelectual/técnica/moral para plantear ideas, proponer soluciones o, simplemente, pronunciarse sobre algunos temas. Es en este sentido que afirmo lo primero: las éticas del discurso parten del supuesto de que en un diálogo se participa en igualdad de condiciones, cuando la realidad nos dice otra cosa.

En el caso de Rawls, éste propone varias ideas fundamentales para que sea posible el diálogo: la de una sociedad bien ordenada que descansa sobre instituciones políticas y sociales que satisfacen los principios de justicia; la de una estructura básica que provee lo que Adela Cortina llamaría los mínimos para la vida; y la de la posición original como mecanismo para lograr la cooperación de la sociedad. La cooperación, otra vez, se logra mediante el acuerdo o el diálogo sostenido en condiciones equitativas entre personas libres e iguales, tal como dice Habermas.

Pero si ya la propia idea de la sociedad bien ordenada e incluso la de la estructura básica resultan exóticas para las realidades latinoamericanas, la posición original raya en lo ingenuo porque requiere un “velo de la ignorancia” que es imposible. A esto me refiero con la negación de la construcción epistemológica.

En el caso de Karl-Otto Apel, en el prólogo del libro Ética de la liberación. Ética del discurso, el filósofo cubano Raúl Fornet-Betancourt destaca que la ética de Apel se fundamenta en el principio básico de toda ética discursiva: que la solución entre intereses y pretensiones en conflicto ha de ser racional, es decir, que la fuerza estará en los argumentos. En este propio ejercicio de la argumentación, explica Fornet-Betancourt, ya está implícito el respeto al otro y la aceptación de la otredad. Dicho de otra forma, ya está la aceptación de que el interlocutor está en situación libre y de igualdad.

El debate con Enrique Dussel, añade el filósofo cubano, se centra en que para éste la argumentación no puede ser un principio básico moral, sino que “la argumentación aparece como la consecuencia” del acto moral originario de la aceptación del Otro. El punto de partida para Dussel es, entonces, la situación de dominación y de negación del Otro, entendido como aquel históricamente negado por la racionalidad moderna eurocéntrica.

En el capítulo quinto del libro citado supra, Dussel explica que volcarse a un diálogo en los términos de Apel es una “contradicción performativa”, porque necesariamente una de las partes asumirá el papel del “escéptico”, es decir, del que contradice los planteamientos.

Para la ética de la liberación, el oponente en un diálogo es el cínico que defiende la razón estratégica, es decir, la que emana del Poder y que desconoce, ignora o no le otorga la menor importancia a lo planteado por la ética del discurso: el reconocimiento del otro como igual, con iguales capacidades intelectuales, con derecho a participación en la búsqueda de solución a los conflictos.

Como dice Dussel, “el cínico niega al Otro desde el principio”, y por ello antes de entablarse un ejercicio argumentativo ha de desarrollarse una “conciencia ética” que, en la práctica, se traduce en una relación de comunicación con el Otro que, entonces sí, parte del respeto y del reconocimiento. A esto me refiero con los contextos postcoloniales.

Como se planteó al principio, la ética discursiva tiene un valor en tanto propuesta para una mejor convivencia; como ideal. Alguien podría decir que con la ética de la liberación ocurre lo mismo: es otro ideal, otro imposible, dada la tendencia del hombre de ser lobo del hombre.

Sin embargo, la ética de la liberación parte de una realidad concreta latinoamericana, de su historia particular, desde su población mestiza, y en este sentido su propuesta me parece más real y esperanzadora. Se trata, en últimas, de ser capaz de aprehender la mirada del Otro y de reconocer que existe más que una filosofía y una racionalidad.