Hijo de Díaz Herrera cuenta el trauma por las históricas acusaciones contra Noriega
- 12/09/2025 09:34
En una conversación con La Estrella de Panamá, Roberto Díaz Tapiero relata cómo vivió la noche del 27 de julio de 1987, cuando su padre Roberto Díaz Herrera denunció a Manuel Antonio Noriega, y cómo ese evento marcó su vida En julio de 1987, el coronel Roberto Díaz Herrera estremeció los cimientos del poder militar en Panamá. Recién jubilado de las Fuerzas de Defensa, rompió el pacto de silencio y acusó públicamente al general Manuel Antonio Noriega de narcotráfico, asesinatos y corrupción. Días después, su casa en Altos del Golf fue atacada por aire y tierra, y con él fueron apresadas 44 personas, incluidos familiares y allegados.
En aquel torbellino político y militar, que marcó el inicio del fin de la dictadura, también estaba un adolescente de 15 años: su hijo Roberto. Lo que para el país fue noticia de primera plana, para él se convirtió en una herida personal que lo acompañaría durante décadas.
Roberto recuerda con nitidez el momento en que la violencia se ensañó con él. Tenía apenas 15 años cuando fue golpeado brutalmente en represalia contra su padre. “Me dieron una paliza, casi me matan. Recuerdo llorar, gritar por ayuda y llamar a mi papá, que en ese momento ya no podía protegerme. Esa impotencia me marcó para siempre”, relata.
La adolescencia, ya de por sí difícil, se convirtió en un campo de batalla interno. “Me repetía que no debía llorar, que un hombre aguanta los golpes en silencio. Era la voz del machismo que me rodeaba. Durante años pensé que había defraudado a mi padre porque no fui lo suficientemente ‘macho’ para soportarlo”.
Roberto creció en un entorno militar donde las emociones eran vistas como debilidad. “Los hombres no lloran, eso lo escuché un millón de veces”, dice. La compasión o la ternura eran atributos considerados femeninos. Ese chip mental lo acompañó hasta que la vida le mostró otra cara de la moneda cuando se mudó a Estocolmo.
En Suecia descubrió una cultura distinta, con valores igualitarios y feministas. “Fue la primera vez que pude ver el agua en la que había estado nadando toda mi vida. En Latinoamérica lo machista era normal, pero al vivir en Suecia entendí que había otra manera de relacionarse, otra forma de entender lo humano”.
Ese quiebre cultural lo ayudó a repensarse. Lo que había heredado como imposición empezó a verlo como una construcción que podía cuestionar.
La detención de su padre, tras las denuncias contra Noriega, abrió un vacío en la familia. “Cuando lo apresaron, pensé que lo iban a botar al mar y que nunca lo volvería a ver. Fue un tiempo de mucha incertidumbre. Yo venía de casi morir en una golpiza, y de pronto él estaba preso. No podía hablar con él, ni pedirle ayuda. Era doblemente traumático”.
Durante años cargó con el sentimiento de haber fallado. El silencio entre padre e hijo se volvió pesado. “Sentí que no fui suficiente. Que él esperaba un hijo fuerte y lo que tuvo fue un adolescente que lloró. Ese vacío emocional me persiguió mucho tiempo”.
La violencia no solo dejó cicatrices físicas, sino también un odio profundo hacia quienes lo agredieron. “Llegué a odiar a los que me pegaron, a odiar a Noriega. Pero entendí que ese odio me estaba destruyendo a mí, no a ellos. Era un veneno que solo me dañaba por dentro”.
El perdón, dice, fue un proceso largo y metódico. “Tuve que buscar cómo sanar esas heridas. Cómo dejar ese odio de lado porque sabía que no me estaba llevando a buen puerto. Si no hubiera logrado perdonar, estoy seguro de que no estaría vivo hoy”.
Su reflexión va más allá de su propia historia. “En mi caso era claro: me dieron una paliza, casi me matan. Pero en otros es más sutil: un comentario hiriente sobre el peso de una niña, una burla sobre la masculinidad de un adolescente. Esas palabras crean mundos de dolor. Y muchas veces los padres ni siquiera se enteran del daño que provocan”.
El camino hacia la literatura Aunque hizo estudios en Mercadeo, un curso de literatura lo cambió todo. “Me fascinó. Fui donde mi orientador y le dije que quería cambiar de carrera. Me respondió: ‘Nadie gana dinero con eso, te vas a morir de hambre’. En ese momento dudé, tenía apenas 20 años. Pero la semilla ya estaba plantada”.
Hoy, Roberto Díaz ha publicado cinco libros infantiles. Uno de ellos, Mi orgullo panameño, lo escribió al regresar a Panamá hace casi 14 años. “Vi que hacía falta educación ambiental y cívica. Observaba cómo en la playa la gente dejaba basura y los jóvenes me decían: ‘Eso lo busca alguien’ o ‘se lo lleva el mar’. Entonces entendí que había que sembrar otra conciencia en la nueva generación”.
El libro busca precisamente educar desde la infancia para crear una sociedad más consciente. “Quiero que las nuevas generaciones tengan esa cultura de respeto al medioambiente y a los valores cívicos. No podemos seguir repitiendo la indiferencia. En países vecinos como Costa Rica ya están más avanzados en estos temas, y Panamá no puede quedarse atrás”.
Su próximo libro es una autobiografía. “Esas experiencias me han ayudado mucho, sobre todo ahora conforme voy trabajando en esta autobiografía donde comparto mi historia y la de mi familia, precisamente porque quiero crear algo para las personas que se sienten estancadas en nuestra cultura machista”.
Roberto Díaz confiesa que su vida pudo haber tomado un rumbo oscuro. “El odio me estaba matando por dentro. Tenía dos caminos: seguir alimentándolo o buscar cómo liberarme de él. Elegí perdonar. Y no porque los otros lo merecieran, sino porque yo necesitaba vivir en paz”.
Ese acto de perdón, explica, no borra el pasado ni las cicatrices, pero le permitió encontrar el propósito de contar su historia y usarla para educar.
El apellido Díaz Herrera está inscrito en la historia política de Panamá por las denuncias que debilitaron a la dictadura militar. Pero el relato de Roberto hijo muestra el otro lado de esa historia: el impacto íntimo y humano de los episodios políticos en la vida familiar.
“Yo tenía 15 años cuando todo pasó. Hoy entiendo que la vida me puso a prueba muy temprano. Aprendí que la rabia y el dolor, si no los transformas, te consumen. Pero si logras perdonar y usarlos para construir, se convierten en fuerza”, afirma.
Su vida, marcada por la violencia y el silencio, hoy se proyecta hacia la literatura, la educación y la siembra de valores en los más jóvenes. Una forma de reconciliarse con el pasado y dejar un legado distinto al de las armas: el de las palabras.
Roberto Díaz Tapiero“Yo tenía 15 años cuando todo pasó. Hoy entiendo que la vida me puso a prueba muy temprano. Aprendí que la rabia y el dolor, si no los transformas, te consumen. Pero si logras perdonar y usarlos para construir, se convierten en fuerza”
En julio de 1987, el coronel Roberto Díaz Herrera estremeció los cimientos del poder militar en Panamá. Recién jubilado de las Fuerzas de Defensa, rompió el pacto de silencio y acusó públicamente al general Manuel Antonio Noriega de narcotráfico, asesinatos y corrupción. Días después, su casa en Altos del Golf fue atacada por aire y tierra, y con él fueron apresadas 44 personas, incluidos familiares y allegados.
En aquel torbellino político y militar, que marcó el inicio del fin de la dictadura, también estaba un adolescente de 15 años: su hijo Roberto. Lo que para el país fue noticia de primera plana, para él se convirtió en una herida personal que lo acompañaría durante décadas.
Roberto recuerda con nitidez el momento en que la violencia se ensañó con él. Tenía apenas 15 años cuando fue golpeado brutalmente en represalia contra su padre. “Me dieron una paliza, casi me matan. Recuerdo llorar, gritar por ayuda y llamar a mi papá, que en ese momento ya no podía protegerme. Esa impotencia me marcó para siempre”, relata.
La adolescencia, ya de por sí difícil, se convirtió en un campo de batalla interno. “Me repetía que no debía llorar, que un hombre aguanta los golpes en silencio. Era la voz del machismo que me rodeaba. Durante años pensé que había defraudado a mi padre porque no fui lo suficientemente ‘macho’ para soportarlo”.
Roberto creció en un entorno militar donde las emociones eran vistas como debilidad. “Los hombres no lloran, eso lo escuché un millón de veces”, dice. La compasión o la ternura eran atributos considerados femeninos. Ese chip mental lo acompañó hasta que la vida le mostró otra cara de la moneda cuando se mudó a Estocolmo.
En Suecia descubrió una cultura distinta, con valores igualitarios y feministas. “Fue la primera vez que pude ver el agua en la que había estado nadando toda mi vida. En Latinoamérica lo machista era normal, pero al vivir en Suecia entendí que había otra manera de relacionarse, otra forma de entender lo humano”.
Ese quiebre cultural lo ayudó a repensarse. Lo que había heredado como imposición empezó a verlo como una construcción que podía cuestionar.
La detención de su padre, tras las denuncias contra Noriega, abrió un vacío en la familia. “Cuando lo apresaron, pensé que lo iban a botar al mar y que nunca lo volvería a ver. Fue un tiempo de mucha incertidumbre. Yo venía de casi morir en una golpiza, y de pronto él estaba preso. No podía hablar con él, ni pedirle ayuda. Era doblemente traumático”.
Durante años cargó con el sentimiento de haber fallado. El silencio entre padre e hijo se volvió pesado. “Sentí que no fui suficiente. Que él esperaba un hijo fuerte y lo que tuvo fue un adolescente que lloró. Ese vacío emocional me persiguió mucho tiempo”.
La violencia no solo dejó cicatrices físicas, sino también un odio profundo hacia quienes lo agredieron. “Llegué a odiar a los que me pegaron, a odiar a Noriega. Pero entendí que ese odio me estaba destruyendo a mí, no a ellos. Era un veneno que solo me dañaba por dentro”.
El perdón, dice, fue un proceso largo y metódico. “Tuve que buscar cómo sanar esas heridas. Cómo dejar ese odio de lado porque sabía que no me estaba llevando a buen puerto. Si no hubiera logrado perdonar, estoy seguro de que no estaría vivo hoy”.
Su reflexión va más allá de su propia historia. “En mi caso era claro: me dieron una paliza, casi me matan. Pero en otros es más sutil: un comentario hiriente sobre el peso de una niña, una burla sobre la masculinidad de un adolescente. Esas palabras crean mundos de dolor. Y muchas veces los padres ni siquiera se enteran del daño que provocan”.
Aunque hizo estudios en Mercadeo, un curso de literatura lo cambió todo. “Me fascinó. Fui donde mi orientador y le dije que quería cambiar de carrera. Me respondió: ‘Nadie gana dinero con eso, te vas a morir de hambre’. En ese momento dudé, tenía apenas 20 años. Pero la semilla ya estaba plantada”.
Hoy, Roberto Díaz ha publicado cinco libros infantiles. Uno de ellos, Mi orgullo panameño, lo escribió al regresar a Panamá hace casi 14 años. “Vi que hacía falta educación ambiental y cívica. Observaba cómo en la playa la gente dejaba basura y los jóvenes me decían: ‘Eso lo busca alguien’ o ‘se lo lleva el mar’. Entonces entendí que había que sembrar otra conciencia en la nueva generación”.
El libro busca precisamente educar desde la infancia para crear una sociedad más consciente. “Quiero que las nuevas generaciones tengan esa cultura de respeto al medioambiente y a los valores cívicos. No podemos seguir repitiendo la indiferencia. En países vecinos como Costa Rica ya están más avanzados en estos temas, y Panamá no puede quedarse atrás”.
Su próximo libro es una autobiografía. “Esas experiencias me han ayudado mucho, sobre todo ahora conforme voy trabajando en esta autobiografía donde comparto mi historia y la de mi familia, precisamente porque quiero crear algo para las personas que se sienten estancadas en nuestra cultura machista”.
Roberto Díaz confiesa que su vida pudo haber tomado un rumbo oscuro. “El odio me estaba matando por dentro. Tenía dos caminos: seguir alimentándolo o buscar cómo liberarme de él. Elegí perdonar. Y no porque los otros lo merecieran, sino porque yo necesitaba vivir en paz”.
Ese acto de perdón, explica, no borra el pasado ni las cicatrices, pero le permitió encontrar el propósito de contar su historia y usarla para educar.
El apellido Díaz Herrera está inscrito en la historia política de Panamá por las denuncias que debilitaron a la dictadura militar. Pero el relato de Roberto hijo muestra el otro lado de esa historia: el impacto íntimo y humano de los episodios políticos en la vida familiar.
“Yo tenía 15 años cuando todo pasó. Hoy entiendo que la vida me puso a prueba muy temprano. Aprendí que la rabia y el dolor, si no los transformas, te consumen. Pero si logras perdonar y usarlos para construir, se convierten en fuerza”, afirma.
Su vida, marcada por la violencia y el silencio, hoy se proyecta hacia la literatura, la educación y la siembra de valores en los más jóvenes. Una forma de reconciliarse con el pasado y dejar un legado distinto al de las armas: el de las palabras.