Las rutas del libre tránsito
- 24/08/2025 00:00
La historia de la movilidad sin restricciones revela abusos de poder, herencias coloniales y desafíos actuales que afectan soberanía, movimiento urbana, derechos ciudadanos y el futuro geopolítico de Panamá “Libre tránsito a escala mundial, que suena bien. Eso justificó las inversiones del ferrocarril y del canal, la intromisión en la independencia de Panamá de Colombia, el tratado Hay-Bunau Varilla, la “Zona” y varias invasiones” - Álvaro Uribe
En la ley del más fuerte, este suele ser el más rico Todo el mundo tiene derecho a moverse libremente y sin restricciones injustificadas. La declaración universal de los derechos humanos consagra esto. En un país, a veces, las razones de interés público (orden, salud, seguridad, etc.) pueden limitar este derecho temporalmente. Pero hasta ahí. Cuando los beneficios de una medida restrictiva no son evidentes, hay abuso de poder. Y esto, por lo general, viene acompañado de otras restricciones, generalmente a la asociación, a la expresión o a la vida, problemas que se dirimen, idealmente, al interior de cada Estado, según el marco institucional que defina su Constitución. Y como todos los seres humanos nos parecemos, todas las Constituciones se parecen.
Internacionalmente, donde impera con altibajos la ley del más fuerte, la escala de los países es tan variada, que las normas y la diplomacia se inventaron para que todos los abusos tuvieran un límite fijado a través de la cultura, cuando nuestra naturaleza bestial amenazara con desbocarse, como aún ocurre. Ahí está el sistema de Naciones Unidas desde 1945. Nacionalmente, donde impera con altibajos la ley del más rico, la escala de nuestras poblaciones es tan variada, que los códigos se han ido inventando para que la injusticia y la desigualdad no sean exagerados, como aún ocurre. Ahí están nuestras endebles instituciones en construcción, que tenemos que reforzar continuamente.
La invención del destino manifiesto Estados Unidos inventó el concepto de “destino manifiesto”, para imponer su narrativa de ser un pueblo elegido, superior y expansionista. A Panamá, en el reparto mundial de tierras, le tocó bien poquito (75 mil km2 aprox.) pero en una excelente ubicación: como dijo Demetrio Korsi, es el ombligo del mapamundi. Todas las miradas pasan por ahí. Inevitablemente, la potencia continental, Estados Unidos, lo notó cuando declaró mediante su inventada doctrina Monroe en 1823, “América para los americanos”, frase equivoca si las hay, puesto que en español parece que ambos términos representaran a todo el continente, pero en inglés se destina solo a ellos, los americans.
Así, desde el siglo XIX, le puso una justificación ideológica al abuso a través del concepto de “destino manifiesto”, respaldando su narrativa de pueblo elegido, superioridad y expansionismo. En 1855, el político y teórico norteamericano Lewis Cass, como lo muestra Ovidio Díaz Espino en su excelente libro “El país creado por Wall Street” (que algún día se enseñará en nuestras escuelas), declaró que “la soberanía tiene deberes y también derechos” y que “no se debe permitir a ningún gobierno que cierre las puertas del tránsito por los grandes caminos del mundo”. Libre tránsito a escala mundial, que suena bien. Pero también dijo que “estas avenidas de comercio y viajes le pertenecen”.
Eso justificó las inversiones del ferrocarril y del canal, la intromisión en la independencia de Panamá de Colombia, el tratado Hay-Bunau Varilla, la “Zona” y varias invasiones. En 1904, el presidente de EUA, Teddy Roosevelt, en un discurso conocido como el “Corolario Roosevelt” –corolario a la doctrina Monroe–, elaboró un poco más sobre el “mandato civilizatorio”, el derecho de imponer orden en naciones “atrasadas” y de construir un canal interoceánico que ningún gobierno tenía derecho a impedir, en referencia a los derechos de la soberanía de ellos y los deberes de la soberanía de nosotros.
Desde entonces se consolidó la prerrogativa al libre tránsito por el istmo, que, citando otra cita de Ovidio Díaz, “ningún gobierno podía poner en entredicho, similar a una servidumbre inherente al territorio”. O, como escribió irónicamente Demetrio Korsi, “pro mundi beneficio (¡qué barbaridad!)”.
En el nivel local, el libre tránsito también se defiende como un derecho ciudadano, cuando las manifestaciones de descontento y protesta por alguna causa, salen a la calle y no nos dejan pasar. Sin embargo, más de dos tercios de la población nacional, que vive en áreas urbanas, se ha acostumbrado a vivir en circunstancias que coartan este derecho de manera drástica, con jornadas residencia-trabajo/estudio que recortan horas enteras a la vida cotidiana de miles de personas. Y esto se acepta buenamente, cuando debería llevarnos a la calle a protestar. ¿Será que tenemos tanta consideración, que no salimos a protestar contra los tranques para no infringir el libre tránsito? No lo creo. Simplemente estamos habituados, resignados, cuando en realidad, parafraseando a Cass, “no se debe permitir a ningún terrateniente que cierre las puertas del tránsito por los caminos de nuestras ciudades”.
Tranque y sed Hay dos cosas relacionadas que podríamos suscribir: descentralización y transparencia, desde los municipios, para ciudades más compactas, que no sigan alargando los recorridos indefinidamente. Se puede empezar con limitar las urbanizaciones que se sitúan en áreas rurales, por ejemplo. Son atentados al libre tránsito porque extienden infinitamente pequeños sistemas de calles inconexas que desembocan en las mismas vías que tenemos hace 50 años; además, prolongan la red de tubitos que se conectan al acueducto, multiplicando los puntos de fugas de agua, condenando a muchos, y a sus residentes en primer lugar, a vivir con tranque y sed. Reivindicar los derechos al libre tránsito y al agua, o mejor, a la ciudad, es literalmente un esfuerzo civilizatorio que nos conviene a todos.
Y en el país de hoy, 121 años después de la independencia, tenemos que reivindicar también los derechos a la soberanía, puesto que el libre tránsito ahora se esgrime como argumento para sostener los delirios imperiales de una potencia decadente, que viene con nuevos “memorandos de entendimiento” y a atentar contra la neutralidad que es nuestra más importante defensa. Desde esta perspectiva, ya que de tránsito y rutas se trata, la “Nueva ruta de la seda” emprendida por la otra potencia, parece un proyecto más beneficioso y abarcador, que va regando infraestructuras y conectando todo el planeta, sin pretensiones civilizatorias y mucho menos de ser ningún “pueblo elegido”.
La “Ruta colonial transístmica” Esto incluso se articula con la iniciativa panameña de la “Ruta colonial transístmica”, convertida el mes pasado en Patrimonio Mundial por las Naciones Unidas (Unesco) y que fue definida por la ministra Herrera, como “la validación del rol de Panamá como punto de encuentro de civilizaciones, culturas y economías”. Exactamente lo que China está realizando en el mundo, mientras EUA paradójica y absurdamente levanta muros, pone barreras comerciales y se encierra. Panamá también está haciendo el tren, que fue un proyecto que nos dejó iniciado China, pero es mejor que eso no lo sepan los americans, que parece que vivieran en 1930, cuando inventaron su propio cuco, el villano Fu Manchú, reliquia racista creada por un escritor británico en 1913, llena de estereotipos ofensivos, cuya influencia todavía los asusta y los hace decir sandeces como “la influencia maligna”.
Las hojas de ruta Hojas de ruta: más descentralización y transparencia; más neutralidad y soberanía; y mayor resonancia en la comunidad internacional. En síntesis, las hojas de ruta son, para las ciudades y nuestra gente, más descentralización y transparencia (menos desigualdad), como cuando se le dieron competencias de planificación a los municipios hace 20 años -descentralización- o cuando se realizó el barrio de La Exposición hace más un siglo -transparencia-; y, para el país y nuestra soberanía, más neutralidad (libre tránsito para todos) y mayor resonancia en la comunidad internacional, como cuando comenzamos a recuperar el Canal, hace 50 años. Para avanzar, la búsqueda de compañeros de ruta en ambos frentes es un buen camino.
“Libre tránsito a escala mundial, que suena bien. Eso justificó las inversiones del ferrocarril y del canal, la intromisión en la independencia de Panamá de Colombia, el tratado Hay-Bunau Varilla, la “Zona” y varias invasiones” - Álvaro Uribe
Todo el mundo tiene derecho a moverse libremente y sin restricciones injustificadas. La declaración universal de los derechos humanos consagra esto. En un país, a veces, las razones de interés público (orden, salud, seguridad, etc.) pueden limitar este derecho temporalmente. Pero hasta ahí. Cuando los beneficios de una medida restrictiva no son evidentes, hay abuso de poder. Y esto, por lo general, viene acompañado de otras restricciones, generalmente a la asociación, a la expresión o a la vida, problemas que se dirimen, idealmente, al interior de cada Estado, según el marco institucional que defina su Constitución. Y como todos los seres humanos nos parecemos, todas las Constituciones se parecen.
Internacionalmente, donde impera con altibajos la ley del más fuerte, la escala de los países es tan variada, que las normas y la diplomacia se inventaron para que todos los abusos tuvieran un límite fijado a través de la cultura, cuando nuestra naturaleza bestial amenazara con desbocarse, como aún ocurre. Ahí está el sistema de Naciones Unidas desde 1945. Nacionalmente, donde impera con altibajos la ley del más rico, la escala de nuestras poblaciones es tan variada, que los códigos se han ido inventando para que la injusticia y la desigualdad no sean exagerados, como aún ocurre. Ahí están nuestras endebles instituciones en construcción, que tenemos que reforzar continuamente.
Estados Unidos inventó el concepto de “destino manifiesto”, para imponer su narrativa de ser un pueblo elegido, superior y expansionista. A Panamá, en el reparto mundial de tierras, le tocó bien poquito (75 mil km2 aprox.) pero en una excelente ubicación: como dijo Demetrio Korsi, es el ombligo del mapamundi. Todas las miradas pasan por ahí. Inevitablemente, la potencia continental, Estados Unidos, lo notó cuando declaró mediante su inventada doctrina Monroe en 1823, “América para los americanos”, frase equivoca si las hay, puesto que en español parece que ambos términos representaran a todo el continente, pero en inglés se destina solo a ellos, los americans.
Así, desde el siglo XIX, le puso una justificación ideológica al abuso a través del concepto de “destino manifiesto”, respaldando su narrativa de pueblo elegido, superioridad y expansionismo. En 1855, el político y teórico norteamericano Lewis Cass, como lo muestra Ovidio Díaz Espino en su excelente libro “El país creado por Wall Street” (que algún día se enseñará en nuestras escuelas), declaró que “la soberanía tiene deberes y también derechos” y que “no se debe permitir a ningún gobierno que cierre las puertas del tránsito por los grandes caminos del mundo”. Libre tránsito a escala mundial, que suena bien. Pero también dijo que “estas avenidas de comercio y viajes le pertenecen”.
Eso justificó las inversiones del ferrocarril y del canal, la intromisión en la independencia de Panamá de Colombia, el tratado Hay-Bunau Varilla, la “Zona” y varias invasiones. En 1904, el presidente de EUA, Teddy Roosevelt, en un discurso conocido como el “Corolario Roosevelt” –corolario a la doctrina Monroe–, elaboró un poco más sobre el “mandato civilizatorio”, el derecho de imponer orden en naciones “atrasadas” y de construir un canal interoceánico que ningún gobierno tenía derecho a impedir, en referencia a los derechos de la soberanía de ellos y los deberes de la soberanía de nosotros.
Desde entonces se consolidó la prerrogativa al libre tránsito por el istmo, que, citando otra cita de Ovidio Díaz, “ningún gobierno podía poner en entredicho, similar a una servidumbre inherente al territorio”. O, como escribió irónicamente Demetrio Korsi, “pro mundi beneficio (¡qué barbaridad!)”.
En el nivel local, el libre tránsito también se defiende como un derecho ciudadano, cuando las manifestaciones de descontento y protesta por alguna causa, salen a la calle y no nos dejan pasar. Sin embargo, más de dos tercios de la población nacional, que vive en áreas urbanas, se ha acostumbrado a vivir en circunstancias que coartan este derecho de manera drástica, con jornadas residencia-trabajo/estudio que recortan horas enteras a la vida cotidiana de miles de personas. Y esto se acepta buenamente, cuando debería llevarnos a la calle a protestar. ¿Será que tenemos tanta consideración, que no salimos a protestar contra los tranques para no infringir el libre tránsito? No lo creo. Simplemente estamos habituados, resignados, cuando en realidad, parafraseando a Cass, “no se debe permitir a ningún terrateniente que cierre las puertas del tránsito por los caminos de nuestras ciudades”.
Hay dos cosas relacionadas que podríamos suscribir: descentralización y transparencia, desde los municipios, para ciudades más compactas, que no sigan alargando los recorridos indefinidamente. Se puede empezar con limitar las urbanizaciones que se sitúan en áreas rurales, por ejemplo. Son atentados al libre tránsito porque extienden infinitamente pequeños sistemas de calles inconexas que desembocan en las mismas vías que tenemos hace 50 años; además, prolongan la red de tubitos que se conectan al acueducto, multiplicando los puntos de fugas de agua, condenando a muchos, y a sus residentes en primer lugar, a vivir con tranque y sed. Reivindicar los derechos al libre tránsito y al agua, o mejor, a la ciudad, es literalmente un esfuerzo civilizatorio que nos conviene a todos.
Y en el país de hoy, 121 años después de la independencia, tenemos que reivindicar también los derechos a la soberanía, puesto que el libre tránsito ahora se esgrime como argumento para sostener los delirios imperiales de una potencia decadente, que viene con nuevos “memorandos de entendimiento” y a atentar contra la neutralidad que es nuestra más importante defensa. Desde esta perspectiva, ya que de tránsito y rutas se trata, la “Nueva ruta de la seda” emprendida por la otra potencia, parece un proyecto más beneficioso y abarcador, que va regando infraestructuras y conectando todo el planeta, sin pretensiones civilizatorias y mucho menos de ser ningún “pueblo elegido”.
Esto incluso se articula con la iniciativa panameña de la “Ruta colonial transístmica”, convertida el mes pasado en Patrimonio Mundial por las Naciones Unidas (Unesco) y que fue definida por la ministra Herrera, como “la validación del rol de Panamá como punto de encuentro de civilizaciones, culturas y economías”. Exactamente lo que China está realizando en el mundo, mientras EUA paradójica y absurdamente levanta muros, pone barreras comerciales y se encierra. Panamá también está haciendo el tren, que fue un proyecto que nos dejó iniciado China, pero es mejor que eso no lo sepan los americans, que parece que vivieran en 1930, cuando inventaron su propio cuco, el villano Fu Manchú, reliquia racista creada por un escritor británico en 1913, llena de estereotipos ofensivos, cuya influencia todavía los asusta y los hace decir sandeces como “la influencia maligna”.
Hojas de ruta: más descentralización y transparencia; más neutralidad y soberanía; y mayor resonancia en la comunidad internacional. En síntesis, las hojas de ruta son, para las ciudades y nuestra gente, más descentralización y transparencia (menos desigualdad), como cuando se le dieron competencias de planificación a los municipios hace 20 años -descentralización- o cuando se realizó el barrio de La Exposición hace más un siglo -transparencia-; y, para el país y nuestra soberanía, más neutralidad (libre tránsito para todos) y mayor resonancia en la comunidad internacional, como cuando comenzamos a recuperar el Canal, hace 50 años. Para avanzar, la búsqueda de compañeros de ruta en ambos frentes es un buen camino.