Nuestras ballenas jorobadas privilegio y responsabilidad
- 19/07/2025 00:00
El corazón del océano late fuerte en Panamá. Cada año, las ballenas jorobadas llegan desde la Antártida para dar vida a un espectáculo que mezcla naturaleza, asombro y conciencia ambiental. Normativas, educación y turismo sostenible se entrelazan para preservar el paso de las ballenas jorobadas por aguas panameñas, una de las migraciones más largas del reino animal El mar se extendía hacia el infinito, más allá de Amador. Bajo el sol, la brisa susurraba historias de otros tiempos. Tendríamos el clima perfecto para presenciar un espectáculo casi sobrenatural: el tránsito de ballenas jorobadas por el archipiélago de Las Perlas en Panamá.
“¡Las jorobadas son panameñas!”, exclamaba con entusiasmo el guía turístico de un ferri que, periódicamente, realiza excursiones al archipiélago. Expectativa. Sorpresa. Asombro. Había escuchado los comentarios de los entusiastas del mar, pero nada se compara con vivir la experiencia en todas sus dimensiones.
El guía nos hablaba de los cetáceos: “Recorren más de 10.000 kilómetros –desde la Antártida— para aparearse y dar la bienvenida a sus ballenatos al sur del istmo, en el pacífico panameño. Durante su travesía y estancia en nuestras aguas, los cetáceos no se alimentan, pues han acumulado reservas de grasas que les permiten sobrevivir a los inviernos”.
El momento más esperado llegó. Cerca de cincuenta personas contemplamos algo que solo puede catalogarse como un milagro cotidiano. De las profundidades emergieron una ballena jorobada y su cría, pintando con sus cuerpos arcoíris sobre el mar. Y así como aparecieron, sus siluetas se desvanecieron con pereza, dejándonos alucinados y con ganas de más. Nuestro capitán apaga los motores para evitar que el ruido asuste a los cetáceos. Y llega un momento de paz en el que estamos en comunión con toda la naturaleza. No hay otra manera de describirlo.
Panamá se ha tomado en serio el compromiso de proteger esta conexión única entre humanos y cetáceos. Actualmente, el país cuenta con la Resolución No. DM-0144-2022, del 12 de julio de 2022, que regula la actividad de avistamiento de cetáceos en aguas jurisdiccionales panameñas. Entre sus medidas principales, establece una distancia mínima obligatoria de 250 metros entre las embarcaciones y los animales, con el fin de minimizar el estrés que estos encuentros pueden causar en los mamíferos marinos.
A esta normativa se suma la Resolución No. DM-0530-2017, que impone sanciones económicas a quienes infrinjan las disposiciones, con multas que oscilan entre $4.000 y $5.000 dependiendo de la gravedad de la infracción. Ambas normativas son supervisadas por el Ministerio de Ambiente (MiAmbiente), que realiza patrullajes periódicos y lleva a cabo campañas de educación y sensibilización ambiental en las comunidades costeras. La conservación no se limita a las aguas protegidas: parte de un esfuerzo integral que involucra legislación, divulgación y vigilancia activa.
Durante unas tres horas pudimos observar a más de quince ballenas. En una ocasión aparecieron en manadas, realizando impresionantes saltos, como acróbatas del mar. Uno solo de estos gigantes puede alcanzar longitudes de hasta 19 metros, mucho más que un tradicional bus “diablo rojo”, que mide en promedio 13 metros. Resulta casi imposible no maravillarse con su fuerza y elegancia.
Por eso existen reglas claras que buscan armonizar la actividad turística con la protección de la fauna marina. Entre las más importantes destacan: no permanecer más de 30 minutos con un grupo de turistas, no permitir más de dos embarcaciones en simultáneo y no alterar o interferir en la trayectoria natural de los cetáceos. Más que reglas, son recordatorios de que estamos siendo testigos de algo que nos supera, y que merece respeto.
La emoción de los visitantes, sin embargo, no es la única beneficiaria de esta temporada migratoria. La presencia de las ballenas también dinamiza la economía de muchas comunidades costeras, que encuentran en el turismo una fuente de ingresos tan vital como sostenible. Guías turísticos, pescadores, transportistas, pequeños hospedajes y restaurantes locales se benefician de este auge estacional.
De hecho, la Autoridad de Turismo de Panamá (ATP) estima que durante los meses de temporada alta, destinos como el golfo de Chiriquí pueden recibir más de 5.000 visitantes interesados exclusivamente en el avistamiento de cetáceos. Este flujo turístico genera un impacto directo no solo en transporte y alojamiento, sino también en la concienciación ambiental.
Cada turista que llega no solo deja un impacto económico; también se lleva una lección: el mar es una fuente de vida que debe cuidarse, porque de su salud depende tanto el sustento humano como la continuidad de estos encuentros naturales.
La República de Panamá ha respaldado esta visión con firmeza. El país forma parte del bloque de protección de cetáceos amparado por acuerdos internacionales como la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas y el Convenio Internacional para la Regulación de la Caza de Ballenas de 1948. Además, con la promulgación de la Ley 13 de 5 de mayo de 2005, se estableció en el país un corredor marino para la protección y conservación de los mamíferos marinos, reforzando el compromiso nacional con la biodiversidad marina.
Este enfoque multisectorial ha unido a entidades como la Autoridad Marítima de Panamá (AMP), la Autoridad de los Recursos Acuáticos de Panamá, el Servicio Nacional Aeronaval, MiAmbiente y la ATP, que colaboran en estrategias conjuntas para regular la navegación y proteger a los cetáceos en su tránsito migratorio.
Una de estas estrategias incluye la circular DGPIMA-014-DECCP-2024, emitida por la AMP, que establece que todas las embarcaciones mercantes y de recreo deben reducir su velocidad a un máximo de 10 nudos del 1 de agosto al 30 de noviembre de cada año, al transitar por las áreas de presencia de ballenas. Esta medida aplica para las naves que atraviesan el golfo de Panamá, ya sea en tránsito hacia o desde el Canal de Panamá, o navegando por las rutas delimitadas desde 2014 por la Organización Marítima Internacional.
La lógica detrás de esta disposición es clara: una embarcación lenta tiene más capacidad de maniobra y genera menos riesgo de colisión mortal con estos animales. Y es que cada vida marina cuenta. Como dijo el director general de Puertos e Industrias Marítimas Auxiliares de la AMP, Max Florez: “Es nuestro deber cuidarlas y protegerlas”.
Desde el mar, mientras una cría se asoma junto a su madre por última vez antes de desaparecer en las profundidades, uno entiende que más allá de las estadísticas, leyes o sanciones, lo que realmente importa es proteger la posibilidad de que este instante se repita. Que cada salto, cada aletazo, cada respiro compartido entre humanos y ballenas, siga recordándonos que el océano también tiene memoria.
El mar se extendía hacia el infinito, más allá de Amador. Bajo el sol, la brisa susurraba historias de otros tiempos. Tendríamos el clima perfecto para presenciar un espectáculo casi sobrenatural: el tránsito de ballenas jorobadas por el archipiélago de Las Perlas en Panamá.
“¡Las jorobadas son panameñas!”, exclamaba con entusiasmo el guía turístico de un ferri que, periódicamente, realiza excursiones al archipiélago. Expectativa. Sorpresa. Asombro. Había escuchado los comentarios de los entusiastas del mar, pero nada se compara con vivir la experiencia en todas sus dimensiones.
El guía nos hablaba de los cetáceos: “Recorren más de 10.000 kilómetros –desde la Antártida— para aparearse y dar la bienvenida a sus ballenatos al sur del istmo, en el pacífico panameño. Durante su travesía y estancia en nuestras aguas, los cetáceos no se alimentan, pues han acumulado reservas de grasas que les permiten sobrevivir a los inviernos”.
El momento más esperado llegó. Cerca de cincuenta personas contemplamos algo que solo puede catalogarse como un milagro cotidiano. De las profundidades emergieron una ballena jorobada y su cría, pintando con sus cuerpos arcoíris sobre el mar. Y así como aparecieron, sus siluetas se desvanecieron con pereza, dejándonos alucinados y con ganas de más. Nuestro capitán apaga los motores para evitar que el ruido asuste a los cetáceos. Y llega un momento de paz en el que estamos en comunión con toda la naturaleza. No hay otra manera de describirlo.
Panamá se ha tomado en serio el compromiso de proteger esta conexión única entre humanos y cetáceos. Actualmente, el país cuenta con la Resolución No. DM-0144-2022, del 12 de julio de 2022, que regula la actividad de avistamiento de cetáceos en aguas jurisdiccionales panameñas. Entre sus medidas principales, establece una distancia mínima obligatoria de 250 metros entre las embarcaciones y los animales, con el fin de minimizar el estrés que estos encuentros pueden causar en los mamíferos marinos.
A esta normativa se suma la Resolución No. DM-0530-2017, que impone sanciones económicas a quienes infrinjan las disposiciones, con multas que oscilan entre $4.000 y $5.000 dependiendo de la gravedad de la infracción. Ambas normativas son supervisadas por el Ministerio de Ambiente (MiAmbiente), que realiza patrullajes periódicos y lleva a cabo campañas de educación y sensibilización ambiental en las comunidades costeras. La conservación no se limita a las aguas protegidas: parte de un esfuerzo integral que involucra legislación, divulgación y vigilancia activa.
Durante unas tres horas pudimos observar a más de quince ballenas. En una ocasión aparecieron en manadas, realizando impresionantes saltos, como acróbatas del mar. Uno solo de estos gigantes puede alcanzar longitudes de hasta 19 metros, mucho más que un tradicional bus “diablo rojo”, que mide en promedio 13 metros. Resulta casi imposible no maravillarse con su fuerza y elegancia.
Por eso existen reglas claras que buscan armonizar la actividad turística con la protección de la fauna marina. Entre las más importantes destacan: no permanecer más de 30 minutos con un grupo de turistas, no permitir más de dos embarcaciones en simultáneo y no alterar o interferir en la trayectoria natural de los cetáceos. Más que reglas, son recordatorios de que estamos siendo testigos de algo que nos supera, y que merece respeto.
La emoción de los visitantes, sin embargo, no es la única beneficiaria de esta temporada migratoria. La presencia de las ballenas también dinamiza la economía de muchas comunidades costeras, que encuentran en el turismo una fuente de ingresos tan vital como sostenible. Guías turísticos, pescadores, transportistas, pequeños hospedajes y restaurantes locales se benefician de este auge estacional.
De hecho, la Autoridad de Turismo de Panamá (ATP) estima que durante los meses de temporada alta, destinos como el golfo de Chiriquí pueden recibir más de 5.000 visitantes interesados exclusivamente en el avistamiento de cetáceos. Este flujo turístico genera un impacto directo no solo en transporte y alojamiento, sino también en la concienciación ambiental.
Cada turista que llega no solo deja un impacto económico; también se lleva una lección: el mar es una fuente de vida que debe cuidarse, porque de su salud depende tanto el sustento humano como la continuidad de estos encuentros naturales.
La República de Panamá ha respaldado esta visión con firmeza. El país forma parte del bloque de protección de cetáceos amparado por acuerdos internacionales como la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas y el Convenio Internacional para la Regulación de la Caza de Ballenas de 1948. Además, con la promulgación de la Ley 13 de 5 de mayo de 2005, se estableció en el país un corredor marino para la protección y conservación de los mamíferos marinos, reforzando el compromiso nacional con la biodiversidad marina.
Este enfoque multisectorial ha unido a entidades como la Autoridad Marítima de Panamá (AMP), la Autoridad de los Recursos Acuáticos de Panamá, el Servicio Nacional Aeronaval, MiAmbiente y la ATP, que colaboran en estrategias conjuntas para regular la navegación y proteger a los cetáceos en su tránsito migratorio.
Una de estas estrategias incluye la circular DGPIMA-014-DECCP-2024, emitida por la AMP, que establece que todas las embarcaciones mercantes y de recreo deben reducir su velocidad a un máximo de 10 nudos del 1 de agosto al 30 de noviembre de cada año, al transitar por las áreas de presencia de ballenas. Esta medida aplica para las naves que atraviesan el golfo de Panamá, ya sea en tránsito hacia o desde el Canal de Panamá, o navegando por las rutas delimitadas desde 2014 por la Organización Marítima Internacional.
La lógica detrás de esta disposición es clara: una embarcación lenta tiene más capacidad de maniobra y genera menos riesgo de colisión mortal con estos animales. Y es que cada vida marina cuenta. Como dijo el director general de Puertos e Industrias Marítimas Auxiliares de la AMP, Max Florez: “Es nuestro deber cuidarlas y protegerlas”.
Desde el mar, mientras una cría se asoma junto a su madre por última vez antes de desaparecer en las profundidades, uno entiende que más allá de las estadísticas, leyes o sanciones, lo que realmente importa es proteger la posibilidad de que este instante se repita. Que cada salto, cada aletazo, cada respiro compartido entre humanos y ballenas, siga recordándonos que el océano también tiene memoria.