Reflexiones sobre Cervantes y el idioma español
- 18/10/2025 00:00
Discurso pronunciado en al acto organizado por el Instituto Panameño de Cultura Hispánica, ante el monumento a Cervantes en la Universidad de Panamá, el 23 de abril de 1973
Para todos aquellos por cuyas venas fluye la hispanidad con gran intensidad, para todos aquellos que tienen conciencia clara de que los vínculos comunes que modelan la nacionalidad deben ser cultivados y fertilizados; y para todos aquellos que conceptúan que los valores espirituales y morales constituyen la única energía que debería siempre vigorizar, alentar y fortificar al hombre en su cotidiano hacer, el acto que hoy nos congrega alrededor del monumento que nuestra patria ha erigido a Miguel de Cervantes Saavedra, gloria de las letras españolas, nos tiene indudablemente que llenar de sincera satisfacción y profunda complacencia.
Y es que al venir aquí a cumplir con un deber de panameño y de hispanoamericano, no nos mueve el propósito exclusivo de honrar la memoria del hijo más ilustre que tuvo y ha tenido Alcalá de Henares, si bien este solo propósito sería suficiente para justificar plenamente nuestra presencia en este campus universitario que tantos recuerdos gratos nos trae a la memoria.
Hemos venido aquí, muy principalmente, a enaltecer y reverenciar lo que el insigne autor de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha simboliza y encarna al mismo tiempo o, lo que es igual, a enaltecer y reverenciar al idioma castellano.
A ese idioma que habiéndose originado en las dos mesetas que se hallan en el centro de la Península Ibérica, con la unificación de dicha península se extendió a toda España, de donde pasó a nosotros con el descubrimiento y colonización del nuevo mundo.
A ese idioma que ha sabido darnos, además del inmortal Cervantes, en el campo de la novela; a Lope de Vega y Calderón, en el teatro; a Santa Teresa de Jesús y Fray Luis de León, en el de la mística; a tirso de Molina y Juan Ruiz de Alarcón, en el de la poesía dramática; a Simón Bolívar y Domingo Faustino Sarmiento en el de la literatura epistolar; y a Unamuno y Ortega y Gasset en el ensayo.
A ese idioma, sí, que ha dado lustre y tersura a los premios Nobel de Literatura con nombres como los de José Echegaray, Jacinto Benavente, Gabriela Mistral, Juan Ramón Jiménez y Pablo Neruda.
A ese idioma, finalmente, al que Panamá, a pesar de su pequeñez ha también dado un valioso aporte, a través de la pluma de Justo Arosemena, Ricardo Miró, Octavio Méndez Pereira, Ricardo J. Alfaro y María Olimpia de Obaldía, para mencionar unos cuantos.
Y es que si bien es cierto que la importancia del idioma es superlativa, al igual que innegable, por cuanto constituye el medio mas natural y sencillo de comunicación entre los hombres; no es menos cierto que el idioma es uno de esos lazos que forjan la nacionalidad y, debido a ello, nuestro idioma es y debe ser uno de los puntales de la nación hispanoamericana; lo que nos obliga a hincarlo en firme, cada vez más, si queremos robustecer y vitalizar como es nuestro deber, los pueblos que forman esa gran nación, para beneficio común de todos los que a ella estamos ligados por el vínculo congénito de la nacionalidad.
Ahora bien: Al hablar de la nación hispanoamericana, estamos utilizando el adjetivo “hispanoamericano” en su acepción más amplia. Con él, consiguientemente, no nos estamos refiriendo tan solo a los naturales de los países de este continente compuestos de elementos propios de España y América.
Estamos abarcando también a los naturales de España, ya que además de que tanto allá como acá hablamos el mismo idioma, profesamos la misma religión y no pocas de nuestras costumbres son iguales; la historia de Hispanoamérica no puede ser escrita sin ocupar puestos en primera línea España, como tampoco la historia de España puede ser escrita sin ocupar puesto en primera línea Hispanoamérica.
Esta es la verdad dicha sin eufemismos, y esta verdad habrá siempre de oponerse a las barreras artificiales que se han levantado o pudieran levantarse, para separar pueblos cuyo destino es el de marchar siempre unidos, por cuanto esta es la única alternativa que tienen de transitar por el verdadero camino de su grandeza.
Hemos afirmado – y reiteramos en estos momentos – que la historia de Hispanoamérica no puede ser escrita sin ocupar puesto en primera línea España, como tampoco la historia de España puede ser escrita sin ocupar puesto en primera línea Hispanoamérica. Esta afirmación es particular y singularmente cierta.
Cierta, en efecto, no solamente por la circunstancia de haber sido descubiertos, conquistados y colonizados por España, con todo lo que ello significó y significa tanto para España como para Hispanoamérica.
Es cierto, a más de lo anterior, porque si ha existido una raza que supo fusionarse con la aborigen, fundirse con la indígena y mezclarse con la nativa, esa raza ha sido precisamente, la raza hispánica, dando así nacimiento a un nuevo ser con personalidad, idiosincrasia y cualidades propias, las cuales son producto evidentemente de la unión; pero que conserva intactos muchos de los caracteres que por linaje y estirpe heredamos de nuestros conquistadores, lo que nos coloca, por encima de toda duda, en el vasto mundo de la hispanidad.
El descubrimiento y colonización de América ha ejercido, a punto fijo, una influencia benéfica en el idioma castellano. Igual cosa se puede decir de la formación de los Estados hispanoamericanos en el continente. Por un lado, lo ha enriquecido con la introducción de nuevas voces o “americanismos”.
Por el otro, ha cuadruplicado, aproximadamente, su conocimiento, contribuyendo en esa forma, en gran medida, a que el castellano haya llegado a ser el idioma de mayor extensión geográfica e importancia numérica, de entre las lenguas de origen romántico.
Como si fuera poco, por obra de las repúblicas hispanoamericanas el español es uno de los idiomas de trabajo de la Organización de las Naciones Unidas. Hay razones de sobra, por consiguiente, para sentirnos complacidos.
No obstante, si grande ha sido el desarrollo de nuestro idioma, el desarrollo político, social y económico de nuestros pueblos no ha sido infortunadamente, igual, ni siquiera parecido.
Por lo demás, con toda la inmensidad y riqueza de nuestros recursos naturales, en la relación de intercambio hemos sido tradicionalmente víctimas de los países industrializados a los que realmente han favorecido nuestras materias primas.
No haríamos honor a la verdad y en nada contribuiríamos cambiar este estado de cosas, que tanto nos perjudica, si nos limitáramos con señalar aquí la prepotencia de los Estados industrializados como causa exclusiva de todos nuestros males.
Si somos honrados con nosotros mismos tendremos que confesar, aunque nos cause rubor, que parte importante de la culpa se encuentra en España y en los dieciocho Estados hispanoamericanos. Y si continuamos siendo honrados con nosotros mismos tendremos que reconocer también que, amen de las situaciones desafortunadas a las que nos han llevado nuestros excesos, parte de esa culpa se debe asimismo a que la solidaridad entre nosotros no ha sido real y verdadera.
Nuestra flamante solidaridad, de más está decir, ha sido mas bien una solidaridad lírica, es decir, algo que nos gusta oír y escuchar como la música y la poesía, por lo que su valor no monta más del que pudiera tener cualquier simple formula de cortesía internacional.
Por ello, esa cacareada solidaridad, la cual es expresada la mayoría de las veces con aparente calor y entusiasmo, se da normalmente para cubrir apariencias, sin convicción, para salir del paso; razón por la cual ha sido incapaz hasta el presente de adherirnos y cohesionarnos de veras en la causa de cada uno de nosotros, que es y debe ser, en definitiva, la causa de todos.
A pesar de lo expuesto, las manifestaciones de comprensión y simpatía que nuestro país ha recibido y constantemente recibe de nuestros hermanos hispanoamericanos, en nuestra lucha por eliminar el enclave colonial existente en el centro de nuestro territorio, pareciera presagiar una nueva aurora que ha de preceder a un naciente tipo de relaciones mas estrechas, firmes y responsables.
Con todo ello, sin ánimo de pecar de pesimista esta por ver, sin embargo, si a la hora de las grandes decisiones nuestros hermanos hispanoamericanos sabrán desempeñar el papel histórico que les ha de corresponder no por Panamá tan solo, sino también por ellos mismos, o si, por el contrario, las manifestaciones de solidaridad de hoy habrán de convertirse en la gran frustración de mañana.
Mas sea de ello que lo que fuere, entre las voces de comprensión y simpatía, nuestra hispanidad nos mueve a querer escuchar con mayor claridad, intensidad y resolución la de la Madre Patria, de la misma manera que abogamos sin subterfugio de ninguna clase por una Hispanoamérica firme y decidida en su respaldo a España en la reconquista de Gibraltar.
Si bien nada nuevo se dice cuando afirmamos que en la unión está la fuerza, por muchos años hemos vivido ignorando en la práctica tan viejo aforismo.
Propongámonos, por lo tanto, a darle plena vigencia, fortaleciéndonos lo que nos une como pueblos de lengua y cultura hispánica, y eliminemos prontamente las causas de conflictos que pudieran circunstancialmente separarnos.
En una atmósfera de auténtica y legítima solidaridad hispánica, a la que debemos todos proponer, no tiene cabida, por ejemplo, una Bolivia mediterránea, ni son admisibles distanciamientos como los que hoy separan a El Salvador y Honduras. Por ello, dediquémonos con esmero a limar asperezas y a fomentar relaciones de probado acercamiento entre nuestros países.
Apoyemos y miremos con simpatía todo esfuerzo de integración, por mas que en el pasado otros hubiesen resultado fallidos. Y en esos esfuerzos España no debe faltar. Ella tiene que estar presente, que estar a nuestro lado porque aquella es parte de nosotros, independientemente del gobierno que tuvo, tiene o pudiere tener, pues la sangre de sus hijos corre por nuestras venas.
Permítanme, para concluir, expresar mi agradecimiento al Instituto Panameño de Cultura Hispánica, por haberme designado su vocero en este acto del espíritu, en que rendimos tributo al idioma de Castilla, de España y de Hispanoamérica, con ocasión de cumplirse un aniversario más de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra, su artífice más preclaro.
Y agradezco esa designación porque, además del honor que ella me confiere, se ha brindado la oportunidad de exponer, dentro de los límites de tiempo impuestos por las circunstancias, algunas inquietudes acerca del destino común de nuestros pueblos.
Nombre completo: Julio E. Linares
Nacimiento: 7 de agosto de 1930. Ciudad de Panamá
Fallecimiento:
27 de octubre de 1993. Nueva York
Ocupación: Diplomático y político
Resumen de su carrera: