Cultura

‘Escribir con emociones no es cursi: es resistencia’

Alma Delia Murillo:
Con una voz marcada por la oralidad y la memoria del barrio, Alma Delia Murillo reflexionó en Panamá sobre feminicidios, desigualdad y el poder de narrar colectivamente. José Abel Herrera | La Estrella de Panamá
La escritora compartió en entrevista que el dolor y la esperanza conviven en su escritura, un reflejo de la vida en México y Latinoamérica. José Abel Herrera | La Estrella de Panamá
  • 26/08/2025 00:00

La escritora mexicana conversó con La Estrella de Panamá sobre infancia, feminicidios, desigualdad y literatura. Reflexionó en torno al dolor, la esperanza y el poder de narrar colectivamente

La escritora mexicana Alma Delia Murillo (Ciudad de México, 1979) ha construido una de las voces más potentes y necesarias de la narrativa contemporánea en español. Autora de novelas como La cabeza de mi padre, obra que lleva más de quince reimpresiones, Murillo se ha consolidado como una cronista de la intimidad y, al mismo tiempo, como una narradora que denuncia lo estructural: la violencia de género, la desigualdad social, la ausencia del Estado y las cicatrices de una infancia atravesada por la marginalidad.

Su escritura está marcada por un ritmo de oralidad que la emparenta con la poesía y con el teatro, disciplinas que formaron su oído y su mirada. En sus páginas conviven ternura y rabia, dolor y esperanza, con personajes que parecen moverse entre lo autobiográfico y lo ficticio. “Todos somos hijos de Pedro Páramo en México”, afirma en una de sus obras, una sentencia que resume el abandono paterno que millones han compartido.

Durante su paso por la Feria Internacional del Libro, Murillo conversó con La Estrella de Panamá sobre los orígenes de su voz, el barrio como escenario vital, el feminicidio en México, la lucha de las escritoras y el sentido último de la literatura como acto de resistencia.

La escritora deja en cada respuesta la certeza de que la literatura puede ser al mismo tiempo cicatriz y bálsamo, espejo y resistencia. Desde su barrio hasta la feria internacional, desde el dolor de las víctimas hasta la esperanza colectiva, su escritura confirma que contar es un acto de sobrevivencia.

Usted ha contado que creció en un barrio popular y que esa experiencia marcó su escritura. ¿Qué sonidos, olores o imágenes de esa infancia aún laten en sus páginas?

Soy la menor de ocho hermanos, lo cual ya supone una economía familiar difícil. Mi madre nos crió sola, un fenómeno muy común en México. En La cabeza de mi padre comienzo diciendo: “Todos somos hijos de Pedro Páramo en México.” Porque la mitad del país creció con un padre que se fue por cigarros y no volvió.

Viví en una vecindad de la colonia Santa María la Ribera, un espacio donde la vida era colectiva: música de la vecina, vendedores ambulantes que gritaban, el microbús lleno de salsa a todo volumen. Crecí con la Sonora Santanera, Rubén Blades, la cumbia. Esa infancia suena a calle y comunidad, y eso se filtró inevitablemente en mi escritura.

En sus textos hay una mirada que incomoda, que denuncia. ¿Cuándo entendió que escribir podía ser un acto de resistencia?

Creo que desde el inicio. México es un país con 11 mujeres asesinadas al día y 96% de impunidad. Eso no se puede ignorar. Escribir se convirtió en una postura ética y política. Además, como mujer, durante años nos dijeron que la literatura debía ser racional, masculina, y que escribir desde las emociones era cursi. Yo elegí lo contrario: escribir con emoción también es resistencia.

Sus protagonistas parecen caminar entre la ternura y la rabia. ¿De dónde nace esa dualidad emocional?

De las mujeres que me formaron. Mi abuela era partera: me recibió en casa de mi madre, cortó el cordón, trajo al mundo a cientos de niños. Tenía una dureza feroz, pero también una ternura inmensa. Mi madre y mis hermanas también son parte de esa escuela. De ahí surge la fuerza para transitar entre el amor y la furia en mis personajes.

¿Qué le da el barrio a su literatura que no le da ningún otro escenario?

La supervivencia. Cuando creces en un entorno de pobreza o clase trabajadora, todo se vive desde la urgencia de sobrevivir. El transporte público, la música, la vida compartida en la calle... eso imprime un ritmo, un lenguaje, un código que no está en otros espacios más cómodos.

Muchas veces sus relatos parecen crónicas. ¿Dónde traza la línea entre lo que recuerda y lo que inventa?

La memoria es una gran mentirosa. Uno cree recordar, pero siempre se inventa. A veces no hay que arruinar una buena historia contando la verdad. En México tenemos a Cristina Pacheco, quien hacía crónicas que parecían ficción. Esa mezcla entre lo verdadero y lo imaginado es parte de nuestra tradición narrativa.

Su prosa tiene cadencia de oralidad. ¿Cómo logra esa musicalidad en la palabra escrita?

Educando el oído. Primero, leyendo poesía en voz alta. La poesía se escucha, no solo se lee. Y después, mi formación teatral: estudié literatura dramática y teatro. Shakespeare, Cervantes, Sor Juana... todo eso se dice en voz alta, no se lee en silencio. Y, por supuesto, escuchar cómo habla la gente en la calle.

En un mundo literario desigual, ¿qué heridas y conquistas ha vivido como escritora?

El feminicidio atraviesa nuestra literatura. Hace 30 años ni siquiera existía el término; hoy es inevitable hablar de ello. Cristina Rivera Garza, Dalia de la Cerda, yo misma... todas escribimos sobre lo que duele. La herida está ahí, pero también la conquista: las y los lectores ahora nos buscan más. Falta que las grandes editoriales dejen de estar dirigidas solo por hombres.

Contando historias de tanto dolor, ¿cómo se abre camino la esperanza?

El dolor y el gozo no se separan, van juntos. Lo aprendí acompañando a madres buscadoras en fosas clandestinas: caminan con el corazón roto y lleno al mismo tiempo. Esa es la esencia humana.

¿Qué le han enseñado sus lectores sobre usted misma?

Con La cabeza de mi padre descubrí que mi historia era colectiva. En cada presentación alguien me dice: “Mi papá también se fue.” Me he dado cuenta de que ya no soy hija de siete hermanos, sino de millones que comparten esa misma herida.

¿Hay algún tema que todavía no se atreve a escribir?

Sí, muchos. Escribir siempre da miedo: a publicar, a que no te lean, a que no importe. Tengo ganas de escribir desde el humor sobre la globalización y las diferencias de clase. Pienso en un libro de cuentos llamado Los Panza, porque siempre nos enfocamos en el Quijote, pero el que trabajaba y aguantaba era Sancho.

Si dentro de 50 años un lector abre un libro suyo en una biblioteca, ¿qué quisiera que sienta?

Que quien lo escribió se parece mucho a él o a ella. Que la literatura está hecha de humanidad más que de academia. Que las palabras laten.