Educación y desigualdad: el costo político, social y económico de un sistema injusto
- 27/04/2025 01:00
La escuela panameña no está formando ciudadanos críticos ni fomentando la participación democrática: forma fuerza laboral flexible para un mercado que tampoco garantiza empleos dignos. Esta reproducción de desigualdades no es un defecto del sistema, sino parte de su diseño estructural Una promesa traicionada. En los discursos oficiales, la educación se presenta como la piedra angular del desarrollo y la movilidad social. Sin embargo, en América Latina —y particularmente en Panamá— esta promesa se diluye en la práctica, convirtiéndose en un sofisticado mecanismo de reproducción de desigualdades históricas. Esta contradicción no es accidental: responde a decisiones políticas deliberadas, al avance de un modelo económico excluyente y a una estructura social que normaliza la marginación de amplios sectores poblacionales (Bourdieu & Passeron, 1977; Tedesco, 2003).
Herencia colonial y neoliberalismo educativo El sistema educativo latinoamericano está profundamente marcado por una doble matriz estructural: una herencia colonial excluyente y un proyecto neoliberal que ha intensificado desigualdades históricas. Desde la colonia, los sistemas educativos fueron concebidos como instrumentos de control cultural y social. Su función original no fue democratizadora, sino civilizatoria, alineada con los intereses de las metrópolis europeas y orientada a moldear subjetividades obedientes al orden colonial. En este sentido, la educación fue un privilegio reservado a las élites criollas, mientras se marginaba sistemáticamente a pueblos originarios, afrodescendientes y clases populares rurales (Rockwell, 2009; Lander, 2000).
Con el auge del neoliberalismo en la década de 1980, organismos como el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo promovieron reformas orientadas al gerenciamiento de la educación: descentralización administrativa, competencia entre instituciones, evaluación estandarizada y rendición de cuentas cuantitativa (Mundy & Verger, 2015; World Bank, 2003). Estas políticas institucionalizaron una lógica de mercado en el ámbito educativo, convirtiendo a las escuelas en centros de producción de capital humano y debilitando el financiamiento de la educación pública mediante privatizaciones encubiertas y subsidios a la demanda (Torres, 2001).
Este enfoque tecnocrático ignoró las profundas desigualdades estructurales, al tiempo que reforzó la narrativa meritocrática, culpabilizando a los sujetos por sus fracasos escolares sin considerar sus condiciones materiales y culturales. Así, el neoliberalismo educativo no solo despolitizó el debate pedagógico, sino que también erosionó el potencial emancipador de la educación como derecho social y colectivo (Burbules & Torres, 2005; Giroux, 2014).
¿Educación para quién y con qué propósito? El sistema educativo panameño, en línea con tendencias regionales, opera hoy bajo una racionalidad instrumental que prioriza la formación de capital humano sobre la formación integral y crítica. Este modelo responde a una lógica economicista que concibe la educación como una inversión cuyo valor se mide en productividad y competitividad (OECD, 2012).
Desde esta óptica, el conocimiento se reduce a competencias medibles, y el rol transformador de la escuela queda diluido. Aunque el discurso oficial apela a la inclusión y equidad, en la práctica, la educación reproduce y legitima las desigualdades estructurales. Actúa como un filtro social que clasifica y excluye desde edades tempranas según parámetros ligados al mercado más que a la justicia social (Unesco, 2021; Bourdieu & Passeron, 1977).
En Panamá, las desigualdades educativas son marcadamente territoriales y socio-étnicas. Mientras las élites urbanas acceden a instituciones de alta calidad, las poblaciones rurales, indígenas y afrodescendientes enfrentan condiciones precarias: falta de infraestructura, escasez de docentes capacitados y materiales pedagógicos culturalmente pertinentes (Meduca, 2020). Esta segmentación reproduce la idea de que el acceso a una “buena educación” es un privilegio ligado al origen social, no un derecho garantizado.
Este modelo también ha debilitado la función crítica de la educación. La pedagogía se ha visto reducida a la transmisión de contenidos funcionales, medibles y alineados con estándares internacionales, lo que deja poco espacio para la reflexión, la creatividad, el pensamiento crítico y el diálogo intercultural. La hegemonía de una visión tecnocrática despolitiza el debate educativo y neutraliza su potencial transformador (Ball, 2012; Giroux, 2014).
Docentes precarizados: entre la vocación y la marginación
Los docentes son frecuentemente exaltados como actores clave del desarrollo, pero las condiciones reales de su labor contradicen ese discurso. Según el Banco Mundial (2014), existe una fuerte desigualdad en las condiciones laborales entre zonas urbanas y rurales. Muchos docentes trabajan en contextos adversos, con recursos mínimos, sin acompañamiento pedagógico ni garantías de desarrollo profesional, lo que impacta negativamente en la calidad educativa.
Además, los nombramientos docentes han sido históricamente utilizados como herramientas de clientelismo político, lo que debilita la profesionalización del gremio y socava la legitimidad institucional (Panamá América, 2023). La precarización laboral —sumada a la sobrecarga administrativa y a la presión de resultados— ha generado desmotivación y desmoralización docente. Las huelgas, lejos de ser caprichosas, son formas de resistencia ante un sistema que exige sin ofrecer condiciones dignas (Freire, 1996).
Juventudes excluidas: el rostro normalizado de la desigualdad En el otro extremo, las juventudes de sectores empobrecidos, especialmente indígenas y rurales, enfrentan una exclusión estructural. Antes de la pandemia, más de 127,000 niños y adolescentes estaban fuera del sistema educativo en Panamá, y otros 192,000 en riesgo de abandono (Unicef, 2022). El cierre prolongado de escuelas durante más de 21 meses agravó esta situación: se estima que el 88% de los estudiantes panameños no alcanzarán niveles mínimos de competencia en lectura y matemáticas (Unicef, 2023).
Las causas son estructurales: pobreza, ausencia de centros educativos completos, trayectos largos, currículos poco pertinentes y ausencia de políticas sostenidas (Unesco, 2021). Las transiciones educativas —especialmente de primaria a premedia y de premedia a media— funcionan como trampas silenciosas que incrementan la repitencia y el abandono. La falta de alternativas educativas accesibles obliga a las familias a priorizar la supervivencia económica por encima de la continuidad escolar.
Consecuencias: una sociedad fracturada La precarización docente y la exclusión estudiantil no son problemas aislados, sino síntomas de un modelo que reproduce desigualdad bajo la apariencia de inclusión. Las reformas adoptadas han sido en su mayoría cosméticas: plataformas digitales sin conectividad real, evaluaciones estandarizadas sin comprensión contextual y discursos de “calidad” desvinculados de la justicia educativa.
En este contexto, hablar de “igualdad de oportunidades” se convierte en una narrativa funcional al statu quo. La escuela panameña no está formando ciudadanos críticos ni fomentando la participación democrática: forma fuerza laboral flexible para un mercado que tampoco garantiza empleos dignos. Esta reproducción de desigualdades no es un defecto del sistema, sino parte de su diseño estructural.
Una educación verdaderamente inclusiva y emancipadora debe partir del reconocimiento de las desigualdades estructurales que afectan a amplios sectores de la población. Esto implica no solo garantizar el acceso a la escuela, sino asegurar condiciones de calidad, pertinencia cultural, infraestructura adecuada, y formación docente sólida en todos los niveles y territorios. También requiere repensar el currículo desde una mirada crítica que incorpore las realidades locales, los saberes ancestrales y las demandas sociales contemporáneas.
Como advierte Tenti Fanfani (2007), “la educación no cambia la sociedad por sí sola, pero ninguna transformación social será posible sin una transformación educativa”. Recuperar la educación como bien público y derecho universal es más que una aspiración: es una necesidad impostergable para construir una sociedad más justa, equitativa y democrática.
La autora es Socióloga. Docente e investigadora de la Universidad de Panamá Pensamiento Social (PESOC) está conformado por un grupo de profesionales de las Ciencias Sociales que, a través de sus aportes, buscan impulsar y satisfacer necesidades en el conocimiento de estas disciplinas. Su propósito es presentar a la población temas de análisis sobre los principales problemas que la aquejan, y contribuir con las estrategias de programas de solución.
Una promesa traicionada. En los discursos oficiales, la educación se presenta como la piedra angular del desarrollo y la movilidad social. Sin embargo, en América Latina —y particularmente en Panamá— esta promesa se diluye en la práctica, convirtiéndose en un sofisticado mecanismo de reproducción de desigualdades históricas. Esta contradicción no es accidental: responde a decisiones políticas deliberadas, al avance de un modelo económico excluyente y a una estructura social que normaliza la marginación de amplios sectores poblacionales (Bourdieu & Passeron, 1977; Tedesco, 2003).
El sistema educativo latinoamericano está profundamente marcado por una doble matriz estructural: una herencia colonial excluyente y un proyecto neoliberal que ha intensificado desigualdades históricas. Desde la colonia, los sistemas educativos fueron concebidos como instrumentos de control cultural y social. Su función original no fue democratizadora, sino civilizatoria, alineada con los intereses de las metrópolis europeas y orientada a moldear subjetividades obedientes al orden colonial. En este sentido, la educación fue un privilegio reservado a las élites criollas, mientras se marginaba sistemáticamente a pueblos originarios, afrodescendientes y clases populares rurales (Rockwell, 2009; Lander, 2000).
Con el auge del neoliberalismo en la década de 1980, organismos como el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo promovieron reformas orientadas al gerenciamiento de la educación: descentralización administrativa, competencia entre instituciones, evaluación estandarizada y rendición de cuentas cuantitativa (Mundy & Verger, 2015; World Bank, 2003). Estas políticas institucionalizaron una lógica de mercado en el ámbito educativo, convirtiendo a las escuelas en centros de producción de capital humano y debilitando el financiamiento de la educación pública mediante privatizaciones encubiertas y subsidios a la demanda (Torres, 2001).
Este enfoque tecnocrático ignoró las profundas desigualdades estructurales, al tiempo que reforzó la narrativa meritocrática, culpabilizando a los sujetos por sus fracasos escolares sin considerar sus condiciones materiales y culturales. Así, el neoliberalismo educativo no solo despolitizó el debate pedagógico, sino que también erosionó el potencial emancipador de la educación como derecho social y colectivo (Burbules & Torres, 2005; Giroux, 2014).
El sistema educativo panameño, en línea con tendencias regionales, opera hoy bajo una racionalidad instrumental que prioriza la formación de capital humano sobre la formación integral y crítica. Este modelo responde a una lógica economicista que concibe la educación como una inversión cuyo valor se mide en productividad y competitividad (OECD, 2012).
Desde esta óptica, el conocimiento se reduce a competencias medibles, y el rol transformador de la escuela queda diluido. Aunque el discurso oficial apela a la inclusión y equidad, en la práctica, la educación reproduce y legitima las desigualdades estructurales. Actúa como un filtro social que clasifica y excluye desde edades tempranas según parámetros ligados al mercado más que a la justicia social (Unesco, 2021; Bourdieu & Passeron, 1977).
En Panamá, las desigualdades educativas son marcadamente territoriales y socio-étnicas. Mientras las élites urbanas acceden a instituciones de alta calidad, las poblaciones rurales, indígenas y afrodescendientes enfrentan condiciones precarias: falta de infraestructura, escasez de docentes capacitados y materiales pedagógicos culturalmente pertinentes (Meduca, 2020). Esta segmentación reproduce la idea de que el acceso a una “buena educación” es un privilegio ligado al origen social, no un derecho garantizado.
Este modelo también ha debilitado la función crítica de la educación. La pedagogía se ha visto reducida a la transmisión de contenidos funcionales, medibles y alineados con estándares internacionales, lo que deja poco espacio para la reflexión, la creatividad, el pensamiento crítico y el diálogo intercultural. La hegemonía de una visión tecnocrática despolitiza el debate educativo y neutraliza su potencial transformador (Ball, 2012; Giroux, 2014).
Docentes precarizados: entre la vocación y la marginación
Los docentes son frecuentemente exaltados como actores clave del desarrollo, pero las condiciones reales de su labor contradicen ese discurso. Según el Banco Mundial (2014), existe una fuerte desigualdad en las condiciones laborales entre zonas urbanas y rurales. Muchos docentes trabajan en contextos adversos, con recursos mínimos, sin acompañamiento pedagógico ni garantías de desarrollo profesional, lo que impacta negativamente en la calidad educativa.
Además, los nombramientos docentes han sido históricamente utilizados como herramientas de clientelismo político, lo que debilita la profesionalización del gremio y socava la legitimidad institucional (Panamá América, 2023). La precarización laboral —sumada a la sobrecarga administrativa y a la presión de resultados— ha generado desmotivación y desmoralización docente. Las huelgas, lejos de ser caprichosas, son formas de resistencia ante un sistema que exige sin ofrecer condiciones dignas (Freire, 1996).
En el otro extremo, las juventudes de sectores empobrecidos, especialmente indígenas y rurales, enfrentan una exclusión estructural. Antes de la pandemia, más de 127,000 niños y adolescentes estaban fuera del sistema educativo en Panamá, y otros 192,000 en riesgo de abandono (Unicef, 2022). El cierre prolongado de escuelas durante más de 21 meses agravó esta situación: se estima que el 88% de los estudiantes panameños no alcanzarán niveles mínimos de competencia en lectura y matemáticas (Unicef, 2023).
Las causas son estructurales: pobreza, ausencia de centros educativos completos, trayectos largos, currículos poco pertinentes y ausencia de políticas sostenidas (Unesco, 2021). Las transiciones educativas —especialmente de primaria a premedia y de premedia a media— funcionan como trampas silenciosas que incrementan la repitencia y el abandono. La falta de alternativas educativas accesibles obliga a las familias a priorizar la supervivencia económica por encima de la continuidad escolar.
La precarización docente y la exclusión estudiantil no son problemas aislados, sino síntomas de un modelo que reproduce desigualdad bajo la apariencia de inclusión. Las reformas adoptadas han sido en su mayoría cosméticas: plataformas digitales sin conectividad real, evaluaciones estandarizadas sin comprensión contextual y discursos de “calidad” desvinculados de la justicia educativa.
En este contexto, hablar de “igualdad de oportunidades” se convierte en una narrativa funcional al statu quo. La escuela panameña no está formando ciudadanos críticos ni fomentando la participación democrática: forma fuerza laboral flexible para un mercado que tampoco garantiza empleos dignos. Esta reproducción de desigualdades no es un defecto del sistema, sino parte de su diseño estructural.
Una educación verdaderamente inclusiva y emancipadora debe partir del reconocimiento de las desigualdades estructurales que afectan a amplios sectores de la población. Esto implica no solo garantizar el acceso a la escuela, sino asegurar condiciones de calidad, pertinencia cultural, infraestructura adecuada, y formación docente sólida en todos los niveles y territorios. También requiere repensar el currículo desde una mirada crítica que incorpore las realidades locales, los saberes ancestrales y las demandas sociales contemporáneas.
Como advierte Tenti Fanfani (2007), “la educación no cambia la sociedad por sí sola, pero ninguna transformación social será posible sin una transformación educativa”. Recuperar la educación como bien público y derecho universal es más que una aspiración: es una necesidad impostergable para construir una sociedad más justa, equitativa y democrática.