El pacto oculto entre Dios y Marino Restrepo
- 22/06/2025 00:00
Secuestrado por la guerrilla, el colombiano vivió una experiencia mística que transformó su vida y lo llevó de vuelta a la fe que había perdido Durante la Navidad de 1997, Marino Restrepo llegó a Colombia con el corazón herido, pero dispuesto a brindar consuelo a sus hermanas tras años marcados por la muerte. Lo que no sabía es que, en cuestión de horas, su vida cambiaría para siempre. Ese 25 de diciembre, seis hombres armados lo interceptaron en una finca en el eje cafetero, lo encapucharon y lo arrastraron a la selva. El secuestro, perpetrado por la guerrilla de las FARC, duraría más de seis meses. Pero lo más increíble de su historia no sería el cautiverio, sino lo que ocurrió dentro de una cueva, en lo profundo de la selva colombiana, donde asegura haber tenido un encuentro directo con Dios.
Antes de ese momento extraordinario, Restrepo llevaba una vida que parecía tan alejada de la espiritualidad como de la geografía rural en la que nació. Vio la primera luz el 16 de febrero de 1951, en Anserma, Caldas, en el seno de una familia profundamente católica. Su infancia transcurrió entre misas dominicales, jardines, y un colegio religioso que marcó sus primeros pasos de fe. “Fue una vida muy bonita en el campo”, recuerda con nostalgia.
Pero a los 14 años todo cambió. Su familia lo trasladó a Bogotá, y la ciudad lo empujó a un mundo completamente diferente. Era la década de los 60 y la revolución hippie, traída por jóvenes estadounidenses que huían de la guerra de Vietnam, impregnaba las calles. “Me introdujeron al rock and roll, las drogas, el orientalismo y la nueva era”, cuenta. Muy pronto, ese adolescente devoto se vio inmerso en un torbellino de ideologías, placeres y creencias que lo alejaron de sus raíces cristianas.
El camino que siguió fue tan vertiginoso como exitoso. Tras casarse en Bogotá, se mudó a Alemania, donde nacieron sus hijos y se formó como actor y compositor musical. Luego vino California: Los Ángeles le abrió las puertas del mundo del entretenimiento, donde trabajó por más de dos décadas en producción musical, televisión, y escritura de libretos. Pero mientras su carrera despegaba, su vida personal se desmoronaba. En apenas cuatro años perdió a su esposa, a dos hermanos, a su padre y a su madre. Cada pérdida, un golpe. Cada duelo, un silencio más profundo entre él y su fe.
Fue en medio de ese vacío existencial que regresó a Colombia, en diciembre del 97, sin saber que sería secuestrado esa misma noche. Lo que comenzó como una extorsión —”me exigieron dinero y amenazaron con matar a mi familia si no lo entregaba”— se convirtió en la experiencia más transformadora de su vida. En la oscuridad de una cueva, atado y sin esperanza, Marino vivió lo que él mismo llama un éxtasis místico.
“Me vi a mí mismo con tres años, en un triciclo, recorriendo los jardines de mi casa”, relata. Lo que siguió fue una especie de revisión espiritual: escenas de su vida pasaban frente a él como una película, mientras una voz —su conciencia, su alma, Dios mismo— le mostraba el peso de sus pecados, el daño causado por vivir lejos del amor y la verdad. “Era un dolor indescriptible, no físico, sino del alma”.
La visión no terminó ahí. Apareció, dice, en una montaña frente a otra aún más alta, coronada por una ciudad de luz. “Sabía que tenía que llegar ahí, pero no había camino”, recuerda. Fue entonces cuando escuchó un estruendo, un sonido de aguas que se transformó en un canto armónico, luego en una sola voz. “Venía de todas partes. Yo sabía que era la voz de Dios, pero no la resistía. Me quemaba, porque era un amor que no conocía”.
Esa voz le habló de su vida, de su fe abandonada, de su misión olvidada. Le habló de la Iglesia, de los sacramentos, de su vocación frustrada. “Me dijo que me había escogido desde el vientre de mi madre”, recuerda. Después vino otra imagen: un lago donde flotaban cientos de demonios —los pecados acumulados durante 33 años de vida sin Dios. “Mi alma los conocía a todos. Fue algo horrible”.
En medio de ese horror, apareció su ángel guardián, un ser de luz que le explicó el pecado, el mal y el infierno. Luego vino la Virgen María, en una procesión como las que él vivía de niño en su pueblo. Y finalmente, tuvo una experiencia con Jesús. Todo eso sucedió, según él, en una sola noche. Y al despertar, seguía en la selva, aún secuestrado, pero ya no era el mismo hombre.
Pasó cinco meses y medio más con los guerrilleros. “Fueron meses de torturas físicas y psicológicas. Cavé mi tumba tres veces”, relata con crudeza. Le sacaron todo el dinero posible, usando cuentas bancarias en países que legitimaban las transacciones con la guerrilla.
Estaba resignado a morir cuando, de pronto, una noche lo desataron y lo abandonaron en una carretera. “Actuaban como hipnotizados. Yo sé que fue Dios quien me rescató”.
El reencuentro con su familia fue conmovedor. Lo creían muerto. Lo primero que hizo fue buscar un monasterio y confesarse. Luego regresó a Los Ángeles, donde vivió dos años en silencio, sin contarle a nadie su experiencia. “Pensé que era un secreto entre Dios y yo”.
Pero la fe, una vez recuperada, no le permitió callar por mucho tiempo. Comenzó a estudiar nuevamente el catolicismo, pero su proceso de conversión fue tan espiritual como terrenal: enfrentó demandas, deudas, procesos legales. Perdió todo, menos la certeza de haber sido salvado. “Lo que más fortaleza me daba era conocer la vida eterna”, afirma. “Sabía que esto era temporal, que Dios existía y no me iba a abandonar”.
Poco después, tuvo una segunda revelación. “Dios me mostró la misión que tenía para mí”. Así fue como abandonó su carrera artística y se convirtió en misionero laico católico. Desde hace 25 años ha recorrido más de 120 países compartiendo su testimonio, participando en misas, congresos, y encuentros espirituales. Su historia ha tocado miles de corazones. Pero para Marino, su misión no es conmover, sino despertar. “Quiero que otros también abran los ojos a la verdad, al amor de Dios, a la vida eterna”.
Marino Restrepo habla con la humildad de quien ha caminado por el infierno y ha sido devuelto a la vida por misericordia. No olvida lo que vivió, pero ya no lo define el dolor, sino la esperanza. “Dios me dio otra oportunidad. Yo tenía que cambiar mi vida. Y así quedó”.
Aquel niño en triciclo en los jardines de Anserma, que un día se perdió entre las luces de Hollywood, fue rescatado en lo más oscuro de la selva para brillar —esta vez— con una luz distinta. La luz de la fe, la que ni el miedo ni el olvido pueden apagar.
Durante la Navidad de 1997, Marino Restrepo llegó a Colombia con el corazón herido, pero dispuesto a brindar consuelo a sus hermanas tras años marcados por la muerte. Lo que no sabía es que, en cuestión de horas, su vida cambiaría para siempre. Ese 25 de diciembre, seis hombres armados lo interceptaron en una finca en el eje cafetero, lo encapucharon y lo arrastraron a la selva. El secuestro, perpetrado por la guerrilla de las FARC, duraría más de seis meses. Pero lo más increíble de su historia no sería el cautiverio, sino lo que ocurrió dentro de una cueva, en lo profundo de la selva colombiana, donde asegura haber tenido un encuentro directo con Dios.
Antes de ese momento extraordinario, Restrepo llevaba una vida que parecía tan alejada de la espiritualidad como de la geografía rural en la que nació. Vio la primera luz el 16 de febrero de 1951, en Anserma, Caldas, en el seno de una familia profundamente católica. Su infancia transcurrió entre misas dominicales, jardines, y un colegio religioso que marcó sus primeros pasos de fe. “Fue una vida muy bonita en el campo”, recuerda con nostalgia.
Pero a los 14 años todo cambió. Su familia lo trasladó a Bogotá, y la ciudad lo empujó a un mundo completamente diferente. Era la década de los 60 y la revolución hippie, traída por jóvenes estadounidenses que huían de la guerra de Vietnam, impregnaba las calles. “Me introdujeron al rock and roll, las drogas, el orientalismo y la nueva era”, cuenta. Muy pronto, ese adolescente devoto se vio inmerso en un torbellino de ideologías, placeres y creencias que lo alejaron de sus raíces cristianas.
El camino que siguió fue tan vertiginoso como exitoso. Tras casarse en Bogotá, se mudó a Alemania, donde nacieron sus hijos y se formó como actor y compositor musical. Luego vino California: Los Ángeles le abrió las puertas del mundo del entretenimiento, donde trabajó por más de dos décadas en producción musical, televisión, y escritura de libretos. Pero mientras su carrera despegaba, su vida personal se desmoronaba. En apenas cuatro años perdió a su esposa, a dos hermanos, a su padre y a su madre. Cada pérdida, un golpe. Cada duelo, un silencio más profundo entre él y su fe.
Fue en medio de ese vacío existencial que regresó a Colombia, en diciembre del 97, sin saber que sería secuestrado esa misma noche. Lo que comenzó como una extorsión —”me exigieron dinero y amenazaron con matar a mi familia si no lo entregaba”— se convirtió en la experiencia más transformadora de su vida. En la oscuridad de una cueva, atado y sin esperanza, Marino vivió lo que él mismo llama un éxtasis místico.
“Me vi a mí mismo con tres años, en un triciclo, recorriendo los jardines de mi casa”, relata. Lo que siguió fue una especie de revisión espiritual: escenas de su vida pasaban frente a él como una película, mientras una voz —su conciencia, su alma, Dios mismo— le mostraba el peso de sus pecados, el daño causado por vivir lejos del amor y la verdad. “Era un dolor indescriptible, no físico, sino del alma”.
La visión no terminó ahí. Apareció, dice, en una montaña frente a otra aún más alta, coronada por una ciudad de luz. “Sabía que tenía que llegar ahí, pero no había camino”, recuerda. Fue entonces cuando escuchó un estruendo, un sonido de aguas que se transformó en un canto armónico, luego en una sola voz. “Venía de todas partes. Yo sabía que era la voz de Dios, pero no la resistía. Me quemaba, porque era un amor que no conocía”.
Esa voz le habló de su vida, de su fe abandonada, de su misión olvidada. Le habló de la Iglesia, de los sacramentos, de su vocación frustrada. “Me dijo que me había escogido desde el vientre de mi madre”, recuerda. Después vino otra imagen: un lago donde flotaban cientos de demonios —los pecados acumulados durante 33 años de vida sin Dios. “Mi alma los conocía a todos. Fue algo horrible”.
En medio de ese horror, apareció su ángel guardián, un ser de luz que le explicó el pecado, el mal y el infierno. Luego vino la Virgen María, en una procesión como las que él vivía de niño en su pueblo. Y finalmente, tuvo una experiencia con Jesús. Todo eso sucedió, según él, en una sola noche. Y al despertar, seguía en la selva, aún secuestrado, pero ya no era el mismo hombre.
Pasó cinco meses y medio más con los guerrilleros. “Fueron meses de torturas físicas y psicológicas. Cavé mi tumba tres veces”, relata con crudeza. Le sacaron todo el dinero posible, usando cuentas bancarias en países que legitimaban las transacciones con la guerrilla.
Estaba resignado a morir cuando, de pronto, una noche lo desataron y lo abandonaron en una carretera. “Actuaban como hipnotizados. Yo sé que fue Dios quien me rescató”.
El reencuentro con su familia fue conmovedor. Lo creían muerto. Lo primero que hizo fue buscar un monasterio y confesarse. Luego regresó a Los Ángeles, donde vivió dos años en silencio, sin contarle a nadie su experiencia. “Pensé que era un secreto entre Dios y yo”.
Pero la fe, una vez recuperada, no le permitió callar por mucho tiempo. Comenzó a estudiar nuevamente el catolicismo, pero su proceso de conversión fue tan espiritual como terrenal: enfrentó demandas, deudas, procesos legales. Perdió todo, menos la certeza de haber sido salvado. “Lo que más fortaleza me daba era conocer la vida eterna”, afirma. “Sabía que esto era temporal, que Dios existía y no me iba a abandonar”.
Poco después, tuvo una segunda revelación. “Dios me mostró la misión que tenía para mí”. Así fue como abandonó su carrera artística y se convirtió en misionero laico católico. Desde hace 25 años ha recorrido más de 120 países compartiendo su testimonio, participando en misas, congresos, y encuentros espirituales. Su historia ha tocado miles de corazones. Pero para Marino, su misión no es conmover, sino despertar. “Quiero que otros también abran los ojos a la verdad, al amor de Dios, a la vida eterna”.
Marino Restrepo habla con la humildad de quien ha caminado por el infierno y ha sido devuelto a la vida por misericordia. No olvida lo que vivió, pero ya no lo define el dolor, sino la esperanza. “Dios me dio otra oportunidad. Yo tenía que cambiar mi vida. Y así quedó”.
Aquel niño en triciclo en los jardines de Anserma, que un día se perdió entre las luces de Hollywood, fue rescatado en lo más oscuro de la selva para brillar —esta vez— con una luz distinta. La luz de la fe, la que ni el miedo ni el olvido pueden apagar.