Vida y cultura

La mujer que aprendió a coser sueños entre barrotes

Desde el centro penitenciario, Oti aprendió sobre piñatería, panadería y costura. Roberto Barrios | La Estrella de Panamá
Varias privadas de libertad participan en los talleres de IntegrArte, que también les permite reducir el tiempo de sus condenas. Roberto Barrios | La Estrella de Panamá
A pesar del dolor, sueña con ser libre y empezar de cero para darse una segunda oportunidad. Roberto Barrios | La Estrella de Panamá
Aprendió a hacer bolsos, los cuales se han vendido en bazares y se han presentado en eventos. Roberto Barrios | La Estrella de Panamá
Oti expresó que lo más difícil de sus días en la cárcel son las noches en los dormitorios, algo que describió como “un infierno”. Roberto Barrios | La Estrella de Panamá
  • 17/05/2025 00:00

Condenada a 30 años, Otilia “Oti” Espinosa borda esperanza desde la cárcel de mujeres mientras lucha por justicia, salud y una segunda oportunidad que aún no llega

A Otilia Espinosa todos la llaman Oti. Tiene 49 años y una historia que no cabe en ningún expediente judicial. Desde niña fue una explosión de energía: ballet, música, manualidades. Siempre había algo que hacer, algo que aprender, algo que crear. “Yo era inquieta. No podía estar quieta ni un minuto”, dice con una sonrisa que a veces se le quiebra, como si el pasado doliera de tanto recordarlo.

Hoy, desde hace más de dos años vive tras los muros grises de la Dirección General del Sistema Penitenciario. Cuenta con exactitud el tiempo: 25 meses. No es solo una cifra; es una vida detenida. Un limbo en el que respira, resiste y cose, literalmente, sus días.

En 2013, cuando tenía alrededor de 37 años, la vida le hizo un guiño de nostalgia. Se reencontró con un excompañero del Instituto Psicopedagógico La Divina Misericordia. Hasta ese momento, Oti no había cometido ningún delito. Se dedicaba a lo que más amaba: el diseño gráfico, la decoración de fiestas, la serigrafía. Tenía una cuenta en Instagram donde mostraba sus trabajos, llenos de color, alegría y detalles hechos a mano. Una mujer emprendedora, creativa, de esas que llenan un cuarto con solo entrar.

Pero ese reencuentro se convirtió en una trampa. La relación con aquel excompañero duró dos años. Él vendía autos. Le pidió usar su cuenta bancaria para un depósito. Oti, confiada, aceptó. Fue al banco y retiró el dinero. Nada parecía fuera de lugar. Hasta que un día, la policía la esperaba en la puerta de su casa con una orden de captura a su nombre.

“Se me bajó el cielo y la tierra”, recuerda. Pagó multas, contrató abogados. Pensó que el capítulo había terminado. Siguió trabajando y volvió a levantar su negocio en redes. Pero el sistema tenía otros planes: 13 carpetas de condenas por un año cada una se acumularon como una sombra imposible de ignorar.

En 2023, la policía volvió. Esta vez no hubo regreso. Oti fue llevada al penal con una condena de 30 años. No hubo declaración, no la llamaron a testificar ni a señalar culpables. Su expareja —quien la había involucrado en todo— recibió una condena de 10 años, pero salió tras cumplir solo uno. La única cicatriz que le dejó fue literal: un golpe en la cara que todavía marca su rostro.

En medio del encierro, Oti lucha. Contra la tristeza, la injusticia, la enfermedad. Padece hipertensión, asma crónica, psoriasis, osteoporosis, problemas cardíacos y renales. Ha perdido varios de sus dientes. Aun así, se levanta cada día con un propósito: sobrevivir sin perderse a sí misma.

Forma parte del taller de IntegrArte. Allí, entre agujas e hilos, arma bolsos que han llegado hasta eventos de moda. También ha aprendido panadería, artesanías y hasta piñatería. “Si no estoy en los talleres me consumo”, confiesa. Los dormitorios —donde duerme junto a 54 mujeres en una habitación entre ratas, chinches y cucarachas— son un campo de batalla. “Ahí dentro ves de todo: drogas, peleas, gritos. Si pides respeto por tus enfermedades, te buscas un problema”.

Todo se compra con dinero: una soda cuesta $3, un muslo de pollo $2.50. Los frijoles pueden costar hasta $4 la libra. Son sus hijos quienes le mandan lo que pueden. Tres hijos que crecieron con una madre trabajadora, viuda desde los 24 años, cuando su pareja fue asesinada en un asalto. El mayor es auditor forense, el segundo criminalista y la menor es abogada. “Ellos son mi orgullo. Mi razón”, dice con lágrimas que no pide permiso para soltar.

Oti espera. Espera una audiencia que le permita apelar por arresto domiciliario debido a sus condiciones médicas. Ya cumplió el año requerido. Pero la respuesta no llega. “Los magistrados le dijeron a la fiscalía que, si yo tenía una condena desde 2018, ¿por qué esperaron tanto para acumular todo?”, se pregunta con impotencia.

Sueña con volver a empezar. Quiere continuar su emprendimiento desde casa, hacer repostería, vender sus creaciones en redes sociales. Empezar de cero. Ser libre no solo físicamente, sino también del dolor que carga, de la traición, de un sistema que no la escuchó.

En su celda no hay espejos. Solo retazos de tela, moldes de cartón y bolsas de colores que arma con dedicación. Cada puntada es un acto de fe. Cada bolso, una forma de decir: aquí estoy, aún creo en algo mejor.

La historia de Oti no es solo una historia de cárcel. Es una historia de amor propio, de resistencia, de maternidad y de dignidad. Una historia que el sistema ha intentado silenciar entre carpetas judiciales, pero que ella borda cada día con el hilo invisible de la esperanza.

“Yo no soy una delincuente. Fui ingenua, confié en la persona equivocada. Pero tengo derecho a una segunda oportunidad”, dice con firmeza.

Y mientras espera justicia, Oti cose. Porque en cada taller, en cada bolso que vende, va tejiendo su libertad. Aunque todavía no tenga fecha.