Los cimarrones

Actualizado
  • 25/05/2019 02:00
Creado
  • 25/05/2019 02:00
Tomado de Leyendas Cuentos y Tradiciones 500 Años de la Ciudad de Panamá. Los negros en fila avanzaban penosamente por el camino. Daban tres pasos...

Tomado de Leyendas Cuentos y Tradiciones 500 Años de la Ciudad de Panamá

Los negros en fila avanzaban penosamente por el camino. Daban tres pasos, se detenían, y nuevamente otros tres pasos. Todos al mismo tiempo, todos con el mismo ritmo. Los grilletes y cadenas que sujetaban sus pies estaban unidos a otra más grande que cargaban a sus espaldas. Un terrible y triste rechinar de hierros se oía producto de esa forma humillante de seguir adelante. Los soldados españoles de miradas atentas los custodiaban armados con mosquetes y látigos. Al que perdía el paso, ¡fuazzzzzzzzz! Allí iba, certero el azote que desgarraba la piel y provocaba una queja de dolor. No podían permitir que nadie retrasara la ristra humana.

Cada uno valía muchas monedas de plata. A estos negros que habían llegado desde África, los llevaban al mercado de Calidonia, en las afueras de la Ciudad de Panamá. El esclavo que iba adelante recordó que todo pasó muy rápido. Los hombres armados de garrotes aparecieron, lo golpearon y lo arrastraron hasta una playa donde lo encadenaron. Día tras día aparecían más y más negros. Cuando ellos, los malvados hombres blancos, creyeron que había suficiente, los embarcaron en una gran canoa, con grandes velas como nunca habían visto. Y allí viajaron por semanas amontonados y siempre encadenados. Fue un suplicio, les arrojaban una comida inmunda que se mezclaba con sus excrementos. Trataron de rebelarse pero las cadenas, los disparos de mosquetes y los latigazos se los impidieron. Algunos murieron, esos eran desatados y subidos a cubiertas. Se dijo que los tiraron al mar, sin ninguna consideración. ¿Por qué le hacían eso? ¿Qué habían hecho ellos para recibir tan cruel trato? Ahora aquí en ese camino llovía, los insectos los mortificaban en su lento avance. Uno, en la fila comenzó a cantar, otros reconocieron la antigua canción y lo acompañaron. El que no la conocía siguió el ritmo y las cadenas se unieron al lamento que hablaba de congoja, rabia, e impotencia.

A su llegada al puerto, un negro que ya tenía algunos años acá, y que hablaba su lengua, les dijo que sin motivo ni aviso estaban condenados a una esclavitud perpetua. Que tenían que obedecer al amo blanco siempre y en todo. Que ellos no eran nada. Que olvidaran sus nombres, sus dioses y todo lo que allá quedó. Que esta era una nueva vida, una terrible vida. Que irían por un camino de piedras en cruz que los llevaría a un palenque en las afueras de una ciudad hermosa frente a otro mar. Que allí serían vendidos y marcados con hierros candentes. Las cadenas les pesaban. Los grilletes raspaban su piel, en el día un calor sofocante y en las noches de lluvia un frío que se metía en sus huesos. Pero recordó que también aquel esclavo le habló que en dirección donde se levantaba el sol, había un lugar de negros que se habían huido a los montes. Que allí todos eran libres y a ellos les llamaban los cimarrones. Allá en ese lugar lejano reinaba un negro alto y fuerte, que se atrevía contra los españoles, que se llamaba Bayano.

Ba-ya-no. Ba-ya-no. Repitió y repitió con cada paso que daba en ese camino de amarguras. Ba-ya-no y sonrió para consolarse. La triste columna de hombres negros seguía avanzando al compás de la canción que hablaba de una tierra lejana, de hijos, y familias, de amor y de libertad.

Los soldados sintieron que el canto tenía poder. Que los hipnotizaba. Los latigazos restañaron la melodía. Golpe aquí, golpe acá. Espaldas laceradas, narices sangrantes, insultos solo por cantar.

En la noche algunos levantaron las cadenas y escaparon al monte. Los soldados no se atrevieron a seguirlos. Ese era un territorio que se parecía a su tierra. Una vez rotas sus cadenas, aquel negro, el mismo que encabezaba la fila, les dijo que caminaran hacia allá, mas allá por donde salía el sol, que allá estaba el Reino de Ba- ya-no. Ba-ya-no. Bayano.

AUTOR

‘Al que perdía el paso, ¡fuazzzzzzzzz! Allí iba, certero el azote que desgarraba la piel y provocaba una queja de dolor. No podían permitir que nadie retrasara la ristra humana'.

ANDRÉS VILLA

Autor

Nació en el barrio de Santa Ana, Ciudad de Panamá.

Es relacionista público de la Autoridad de Turismo.

Ha escrito las novelas La Nueve , Correoso Arrabal Ardiente , Runnels , 9 de Enero la Novela , Cuentos Perdedores , Crónica 100 Años de la Ciudad de Panamá , Leyendas Cuentos y Tradiciones de la Ciudad de Panamá .

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