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Carta abierta al ministro de Ambiente

Juan Carlos Navarro, titular del Ministerio de Ambiente (MiAmbiente) en una entrevista de archivo con La Estrella de Panamá. Roberto Barrios | La Estrella de Panamá
  • 17/08/2025 00:00

“Los metales pesados en la sangre de nuestros hijos exigen mucho más”

La reciente declaración del Ministro de Ambiente, Juan Carlos Navarro, reconociendo la presencia de contaminantes tóxicos en la sangre de recién nacidos y madres en Azuero, es un gesto político valiente. En un país donde el silencio ha sido la norma ante los dramas ambientales, que un ministro diga públicamente que se están envenenando nuestros hijos marca un punto de inflexión.

Celebro que se haya propuesto eliminar del mercado los plaguicidas más peligrosos. Panamá ha sido durante años receptor de agroquímicos prohibidos en Europa y Estados Unidos. Su uso indiscriminado ha dejado una huella invisible, pero profunda: en las aguas que bebemos, en los suelos donde sembramos, y en los cuerpos de quienes menos defensa tienen. Que un gobierno asuma por fin su responsabilidad frente a esa herencia tóxica es, sin duda, un acto de dignidad. Pero no basta.

Porque lo que hallamos en los laboratorios va más allá de los pesticidas: encontramos metales pesados —cadmio, cromo, cobre— acumulados en la sangre del cordón umbilical de recién nacidos. Esto no es una metáfora. Es un hecho científico. Y es también un síntoma de un país que ha descuidado los cimientos biológicos de su propio futuro.

No hablamos solo de toxicología. Hablamos de abortos espontáneos, de defunciones fetales inexplicadas, de malformaciones congénitas y de daños irreversibles en el desarrollo cerebral de nuestros hijos. Hablamos del aumento de cáncer infantil vinculado a exposiciones crónicas a metales y tóxicos durante la gestación y los primeros años de vida. Lo sabemos porque está documentado en la literatura científica. Y, sin embargo, lo seguimos tratando como si fuera un problema técnico, periférico o trivial.

No es solo Azuero. No son solo los pobres campesinos y agricultores. Los metales pesados no distinguen entre clases sociales. Están en la leche que toman nuestros hijos, en los vegetales que llegan a las ciudades, en las aguas subterráneas que abastecen a hospitales y residencias.

Por eso, la propuesta del ministro debe ser apenas el primer paso de una política nacional coherente. Necesitamos:

Un sistema permanente de vigilancia biomédica para monitorear niveles de metales pesados en mujeres embarazadas, niños y trabajadores rurales.

Que el IDAAN y el MINSA publiquen con transparencia los datos de metales en el agua potable de todas las regiones.

Inversión pública en remediación ambiental de cuencas, suelos agrícolas y fuentes de agua contaminadas.

Y una ley marco de salud ambiental que conecte, de forma estructural, el derecho al agua limpia, a alimentos seguros y a vivir sin tóxicos.

Desde la medicina neonatal, he aprendido a leer el cuerpo como un territorio, y a la placenta como una frontera. Cuando esa frontera está comprometida, no hay incubadora ni terapia intensiva que compense el daño. Por eso hablo. Porque sé lo que significa mirar a una madre a los ojos y decirle que su hijo no podrá desarrollarse plenamente.

Quienes formamos parte de la clase media y alta de este país tenemos una responsabilidad doble: exigir políticas públicas fundadas en evidencia, y no minimizar la gravedad de esta crisis solo porque aún no ha tocado nuestras casas. El colapso ambiental ya está en marcha, y si no lo enfrentamos con verdad, ciencia y acción colectiva, nadie quedará fuera de sus consecuencias.

Aplaudo al ministro por atreverse. Pero lo interpelo: el momento no es solo para hablar de plaguicidas, es para actuar también con profundidad sobre los metales pesados. La vida de nuestros hijos —de todos los hijos— lo exige.

*El autor es médico pediatra y neonatólogo