la ola de protestas de la Generación Z
- 29/10/2025 00:00
Una oleada de protestas encabezadas por jóvenes ha irrumpido inesperadamente en Asia, África y América Latina. En Bangladesh y Nepal denuncian el desempleo y la corrupción; en Indonesia y Filipinas, el autoritarismo disfrazado de democracia; en Timor Oriental, Kenia, Madagascar y Marruecos, la desigualdad y la falta de futuro; en Perú y Paraguay, la descomposición del sistema político. Ninguna de esas movilizaciones fue coordinada, pero todas hablaron el mismo idioma: el de una generación hiperconectada, educada y frustrada que ya no cree que la democracia, tal como la heredó, baste.
De Daca a Lima han compartido una estética tan reconocible como su rabia: pancartas con frases irónicas y humor, celulares en alto transmitiendo en directo, y la presencia de símbolos del manga One Piece, cuya historia de camaradería y rebelión frente al poder injusto se volvió su bandera. Están reinventando la protesta como experiencia estética, comunicacional y moral. Lo que está en juego no es el poder, sino el sentido de la democracia en la era de la conexión.
La Generación Z —nacida entre 1995 y 2010 y que ahora tiene entre 14 y 30 años— es la primera que ha nacido y crecido en la era digital y la primera en hacer de la red su nueva plaza pública. Vive en un entorno horizontal e inmediato, mientras la élite política sigue operando con jerarquías verticales y lentitudes burocráticas. Esa brecha explica su descontento. No busca tomar el poder, sino reprogramarlo: hacerlo funcionar con la misma lógica de transparencia, velocidad y participación que cree que gobierna su vida digital. Por eso sus protestas no tienen líderes ni partidos; son virales antes que ideológicas, emocionales antes que doctrinales. El teléfono es su asamblea y la red, su forma de ciudadanía.
La ecuación del malestar joven
Según DataReportal 2025 y el Mobile Connectivity Index de la GSMA, en casi todos los países de esta ola más de la mitad de la población tiene acceso a internet y, en varios —Filipinas, Indonesia, Marruecos, Paraguay— la penetración digital supera el 75 %. Como resultado, lo que antes tardaba meses en organizarse hoy estalla en horas: los hashtags se vuelven marchas y los memes consignas. La conectividad no solo comunica: crea identidad cívica.
Pero la conexión por sí sola no explica la rebelión. El informe Freedom in the World 2025 clasifica a la amplia mayoría de estos países (Bangladesh, Filipinas, Indonesia, Kenia, Marruecos, Nepal, Paraguay y Perú) como “parcialmente libres”, con puntajes entre 45 y 63 sobre 100. Son democracias electorales, pero quizás no sustantivas: se vota sin decidir, se participa sin incidir. La Generación Z no se levanta contra la democracia, sino contra su simulación.
En el plano socioeconómico comparten un rasgo estructural: una desigualdad persistente. Según el Banco Mundial, sus coeficientes de Gini oscilan entre 33 y 45, reflejando brechas profundas pese al crecimiento reciente. En Bangladés o Timor Oriental, el menor Gini no implica equidad, sino una pobreza más homogénea. En general, son economías con más asimetría que miseria: el crecimiento sin redistribución alimenta la sensación generacional de exclusión.
A esa frustración se suma la corrupción, catalizador moral de la protesta. El Índice de Percepción de la Corrupción 2024 de Transparencia Internacional sitúa a nueve de estos países por debajo del promedio global y a Timor Oriental apenas un punto por encima del promedio. Allí donde la corrupción se vuelve paisaje, la juventud la experimenta como agravio y moraliza la esfera pública.
El factor demográfico completa la ecuación y la convierta en dinamita social: en todos, la edad mediana está entre 20 y 31 años, y los menores de 30 representan del 45 al 68 % de la población (World Population Dashboard 2024, UNFPA). Son mayorías biológicas, pero minorías políticas: conectadas, educadas e invisibles en la representación. Se trataría de sociedades demográficamente jóvenes y políticamente envejecidas donde la mayoría no hereda el futuro: debe disputarlo.
La confluencia de estos cinco factores —conectividad alta, democracia imperfecta, desigualdad persistente, corrupción estructural y mayoría juvenil— produce la chispa: la ruptura entre la experiencia digital y la cívica. Los jóvenes habitan un mundo veloz y transparente, pero enfrentan Estados opacos y lentos. Cuando esa contradicción se vuelve insoportable, la indignación compartida se transforma en organización espontánea. El algoritmo del malestar hace el resto.
Las próximas orillas que toque la ola de protestas podrían ser las de Nigeria, Pakistán, Túnez, Kenia, Colombia y Guatemala: países donde la juventud es amplia mayoría, la conectividad crece más rápido que la confianza y la desigualdad y la corrupción coinciden con democracias frágiles. La incógnita es si allí también late una generación que ya no teme al poder, porque ha aprendido a organizarse sin intermediarios, desde la red.
¿Y qué hay de Panamá? Con una conectividad del 82 %, una edad mediana de 30 años y casi la mitad de su población menor de 30, combina juventud y apertura con desigualdad persistente (Gini 49.8) y una alta corrupción (36/100, Transparency 2024). Sin embargo, es una democracia libre (83/100, Freedom House 2025). Reúne condiciones de malestar que encendieron protestas en otros países, pero conserva válvulas de escape institucionales. Su relevancia en la ola hay que buscarla en otra parte, en el pasado reciente, en 2023, cuando las protestas de aquel año hicieron a Panamá laboratorio precoz y antesala de la nueva política juvenil global.