Columnistas

El docente y la transformación de la educación

La figura del maestro en Panamá representa no solo la enseñanza, sino también la formación de valores y ciudadanía a lo largo de generaciones.
  • 05/09/2025 00:00

Dentro del amplio espectro de la educación, la formación inicial y continua del personal docente tiene hoy, más que antes en la historia, un lugar prominente en las políticas públicas que deberán guiar el colosal esfuerzo nacional por realizar, al menos, en los próximo 10 años.

Quienes hemos pasado por el sistema educativo tenemos algo que decir sobre el personal docente, llámese maestra, maestro, profesora o profesor. En alguno de nosotros dejó una huella que atesoramos en nuestras vidas.

La definición de educación en diversos idiomas, lenguas y dialectos apunta siempre a mejorar las condiciones de vida de las personas, humanizar la especie humana, asegurarles la adaptación a su contexto socioeconómico y cultural, conocer las reglas del juego que facilitan la sana convivencia con las otras personas, hacer un buen uso de la libertad, aprender a definir sus proyectos de vida, ejercer control sobre algunos factores del medio que lleven a la superación de la especie humana, haciendo retroceder los conflictos armados, las incomprensiones, la desigualdad, el hambre, la exclusión de los beneficios sociales (J. Delors.1996).

En esta oportunidad, recordamos cómo los educadores se constituyeron tempranamente en los constructores de la nación panameña. Este hecho derivó del papel que la educación jugó desde el amanecer de nuestra proclamación republicana, en la difusión de la condición del nuevo Estado y la necesidad de asegurar la integración de todo su territorio.

Legiones de mujeres y hombres se lanzaron a los campos a impulsar la educación de la población, tanto en escuelas improvisadas como la alfabetización en la propia comunidad. Recordemos que, en esa época, más del 70 % de la población de 10 años y más no sabía leer ni escribir. Especialmente la población indígena y las mujeres. De este modo, la educación se reconoce como un pilar fundamental de la historia panameña y como ningún otro sector, decisivo en el devenir del desarrollo nacional.

Oportunamente, los próceres de la patria alertaron sobre la necesidad de crear escuelas, formar y nombrar educadores. Se vivían los desastrosos efectos de la Guerra de los Mil Días, que arrasó con todo vestigio de civilización existente en el país, entre ellas, las pocas escuelas y las instituciones formadoras de educadoras y educadores. La escuela fue la pionera en los servicios públicos del Estado naciente, y llegó a comunidades remotas donde otras agencias gubernamentales no soñaron con establecerse.

Así, ser educador, maestra o profesor, se constituyó en una de las primeras profesiones u oficios que logró prestigio y reconocimiento social. Era la figura que representaba el saber, sinónimo de la verdad y de la virtud en las comunidades donde laboraba. Muchos educadores forjaron su profesión y prestigio dentro de difíciles circunstancias en las que vivían y realizaban su misión.

Probablemente los nombres que mejor recordamos sean los de Manuel José Hurtado, José Daniel Crespo, Abel Bravo, Octavio Méndez Pereira, Francisco Céspedes, Otilia Arosemena de Tejeira, Cirilo J. Martínez, Sara Sotillo, Clara González de Beringher, Jeptha B. Duncan, Guillermo Andreve, Reina Torres de Araúz, Rev. Ephaim Alphonse, Louis Deveaux, Dora Pérez de Zárate, Rosa y Matilde Rubiano, Joaquina Urriola, Josefa Conte, Jilma Apolayo, Lilia du Bois, entre muchos otros, que tuvieron una destacada actuación en su función pedagógica, social y política.

Menos conocidas son las vidas, igualmente ejemplares, de los miles de docentes, de la ciudad y del campo, cuya vocación, dedicación y superación contribuyó a cambiar el destino de sus estudiantes y de las comunidades, pues les otorgaron poder y un porvenir de oportunidades. Esta pléyade de buenos docentes tiene sus ejecutorias inscritas en los anales silenciosos de la profesión y en los corazones de la población panameña.

De todos estos educadores aprendimos muchas lecciones imperecederas. Fueron personalidades íntegras que formaron con la palabra y predicaron con el ejemplo. Su función primordial fue enseñar a pensar y aprender durante toda la vida, y fueron excelentes orientadores sobre el bien, el trabajo, lo verdadero, lo correcto y la belleza. No solo trasmitieron saberes; especialmente se interesaron en formar la personalidad y el carácter de sus discípulos, cuidando con esmero el desarrollo afectivo y moral. Amaron con pasión su profesión y sentían orgullo de ser educadores. ¡Cuánta nostalgia nos causan!

Sin embargo, ante los cambios que viven la sociedad y el mundo, también varió el sentido de la educación y la escuela, la manera de aprender y la función del educador. El conocimiento ocupa un lugar estratégico y la forma de crearlo, adquirirlo, transferirlo y aplicarlo, contribuye a la prosperidad o a la pobreza de las naciones. Se ha pasado, por lo menos en teoría, de un aprendizaje escolar memorístico y repetitivo, a un aprendizaje dinámico, diverso y significativo para toda la vida.

Pero ¿qué pasó en Panamá? La escuela panameña, en general, ha mostrado parálisis -a veces también retroceso- ante el ritmo de estos cambios, contrario a los resultados observados en los países que más avanzan en esta materia. Son evidentes los bajos resultados en los aprendizajes obtenidos en las pruebas nacionales e internacionales. También se observan otros signos en los alumnos, que muestran que algo negativo está ocurriendo en la formación y desempeño de nuestros educadores.

Urge intervenir en alguna de las partes del proceso educativo y del círculo vicioso, para transformarlo en un círculo virtuoso y adecuarlo a las nuevas demandas sociales, culturales, científicas y tecnológicas del país y del mundo