Columnistas

El estado actual de la democracia en América Latina: luces y sombras

Cedida | CIEPS
  • 18/06/2025 00:00

La democracia en América Latina atraviesa una etapa compleja, marcada por avances institucionales coexistentes con signos de retroceso y desencanto ciudadano. Desde una mirada inspirada en diferentes escritos que vengo realizando en el último lustro, es posible identificar tendencias estructurales y coyunturales que permiten comprender mejor este momento incierto del régimen democrático en la región.

Uno de los conceptos clave de los que hay que partir es el de ambivalencia democrática: la idea de que, si bien las instituciones formales de la democracia (elecciones, división de poderes, sistemas de partidos) siguen presentes, su funcionamiento real se ve afectado por dinámicas que socavan su calidad. En muchos países latinoamericanos, la democracia existe más en el papel que en la práctica cotidiana, generando una paradoja entre forma y sustancia.

Desde los procesos de transición a la democracia en las décadas de 1980 y 1990, la región ha logrado establecer sistemas políticos que, en términos generales, garantizan la celebración regular de elecciones competitivas. Sin embargo, la calidad de esas democracias ha sido desigual. En algunos países como Uruguay, Chile o Costa Rica se han consolidado sistemas democráticos estables y con altos niveles de institucionalidad. Pero en otros casos, como Nicaragua, Venezuela o El Salvador, se observan procesos de deterioro democrático o de concentración de poder, que han dado lugar a regímenes híbridos o autoritarios.

Uno de los desafíos persistentes en la región es el débil anclaje institucional. Las reglas del juego democrático suelen ser frágiles, fácilmente manipulables por líderes con aspiraciones hegemónicas. El presidencialismo latinoamericano tiende a generar lógicas de personalización del poder, lo que, sumado a la debilidad de los partidos políticos, facilita la emergencia de liderazgos populistas. Estos líderes suelen presentarse como intérpretes directos de la voluntad popular y, en nombre de una supuesta legitimidad de origen, erosionan los mecanismos de control y equilibrio.

En este contexto, los partidos políticos han experimentado una profunda crisis. Su capacidad de canalizar demandas sociales, formar cuadros técnicos y representar ideológicamente a sectores de la población se ha visto mermada. Esta debilidad se refleja no solo en la volatilidad electoral, sino también en el fenómeno del transfuguismo político, la fragmentación parlamentaria y el oportunismo ideológico. En muchos países, los partidos funcionan más como vehículos personales que como organizaciones programáticas con raíces sociales.

Este debilitamiento institucional se ve agravado por una ciudadanía crecientemente desencantada. Los niveles de confianza en las instituciones democráticas son bajos y la percepción de que los políticos no representan los intereses del pueblo está ampliamente extendida. Las encuestas de opinión muestran que buena parte de la población estaría dispuesta a aceptar gobiernos no democráticos si estos resolvieran problemas como la inseguridad o el desempleo. Esta actitud refleja lo que he venido describiendo como “democracia fatigada”: una forma de escepticismo cívico que se da en sociedades cansadas que erosiona la cultura democrática.

Otro problema estructural es la corrupción, que actúa como un factor corrosivo del vínculo entre Estado y ciudadanía. Escándalos como el de Odebrecht, que afectó a gobiernos de distintos signos políticos en más de una decena de países, han minado la legitimidad del sistema democrático. A mi juicio, la corrupción no es solo un problema ético, sino una manifestación de la disfunción de los sistemas de control, la captura del Estado por intereses privados y la falta de transparencia institucional.

Pese a este panorama sombrío, también existen signos positivos. Las movilizaciones ciudadanas en Chile, Colombia, Panamá o Perú en los últimos años muestran que, aunque debilitada, la democracia sigue siendo un referente aspiracional para amplios sectores sociales. En estos países, la ciudadanía ha demandado más justicia social, mejor representación y reformas profundas del sistema político. Estos movimientos pueden valorarse como señales de vitalidad democrática, aunque siempre pueda estar presente el riesgo de que deriven en frustración si no generan respuestas institucionales efectivas.

En el plano regional, el papel de los organismos multilaterales y la cooperación internacional ha sido ambivalente. Si bien han contribuido a consolidar marcos normativos democráticos y a promover prácticas electorales transparentes, su capacidad de influir frente a gobiernos autoritarios ha sido limitada. La defensa de la democracia requiere un compromiso más firme por parte de las élites políticas y sociales internas, así como una presión externa más coherente y sostenida.

En conclusión, el estado actual de la democracia en América Latina refleja una tensión constante entre avances y retrocesos. A nivel formal, las democracias persisten; a nivel sustantivo, enfrentan serios desafíos. El propósito de estas líneas es el de ayudar a entender esta realidad en clave crítica, señalando que la calidad democrática no depende solo de la existencia de elecciones, sino de la fortaleza institucional, la legitimidad ciudadana y la equidad en la representación. Fortalecer la democracia en la región implica recuperar la confianza social, renovar los partidos, garantizar la rendición de cuentas y defender la independencia de las instituciones. Solo así será posible que la democracia latinoamericana deje de ser una promesa incumplida y se convierta en una realidad tangible para todos.

*El autor es director del Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales, CIEPS-AIP