El intervencionismo en el mercado laboral
- 13/11/2025 00:00
Como todo mercado donde existe oferta y demanda, el mercado laboral también requiere de ciertas condiciones básicas para funcionar adecuadamente: respeto a la propiedad privada, igualdad ante la ley, libertad de intercambio y reglas del juego claras. Cuando estas condiciones se respetan, tanto empleadores como trabajadores pueden llegar a acuerdos voluntarios que benefician a ambas partes. En los mercados libres, el intercambio se produce porque ambos ganan; nadie comercia si sabe que va a perder.
El papel del Estado, en todo caso, no debería ser el de juez y parte, sino el de facilitador y garante del cumplimiento de los acuerdos, asegurando que las relaciones económicas se den sin violencia, fraude o coacción. Sin embargo, en la práctica, los Estados suelen sobrepasar ese rol y terminan creando distorsiones en las relaciones de intercambio, especialmente en el mercado laboral.
Allí donde el libre comercio prospera, la llamada “mano invisible” —o mejor dicho, el orden espontáneo del que hablaba Hayek— permite que la sociedad evolucione, innove y satisfaga mejor sus necesidades. Pero cuando el Estado interviene con controles de precios, topes de ganancias, proteccionismos, aranceles o leyes laborales rígidas, rompe el equilibrio natural del mercado y termina beneficiando a unos a costa de otros.
Paradójicamente, aunque está demostrado que los mercados libres generan mayor bienestar, cuando se trata del mercado laboral muchos parecen olvidarlo. Las emociones y percepciones sustituyen al análisis racional. Tal como advertía Bastiat, solo se mira “lo que se ve” —el efecto inmediato de una medida— y se ignora “lo que no se ve”, es decir, sus consecuencias no intencionadas.
Por ejemplo, al hablar del salario mínimo, muchos lo defienden como una herramienta contra la supuesta “explotación empresarial”. Pero esta narrativa es falsa. En realidad, el salario mínimo invalida los contratos voluntarios y reemplaza el acuerdo entre trabajador y empleador por la imposición del Estado. Es este último quien fija las condiciones, distorsionando completamente la libertad de elección.
Cuando el Estado se convierte en juez y parte de las relaciones laborales, desaparecen las condiciones esenciales que hacen florecer al mercado: la propiedad privada, la igualdad ante la ley y la libre competencia. Los resultados son previsibles: algunos ganan, pero muchos pierden.
Y los que ganan no son necesariamente los empresarios, como se suele creer. Los verdaderos beneficiarios son quienes ya tienen un empleo, porque las regulaciones eliminan del mercado a potenciales competidores —jóvenes sin experiencia, adultos mayores o personas con menor capacitación— a quienes se les niega la oportunidad de trabajar. Los grandes perdedores, en cambio, son aquellos que quedan fuera del sistema formal por culpa de un intervencionismo laboral que, bajo la bandera de la justicia social, termina destruyendo justamente aquello que dice proteger: el empleo.