El negocio de la indignación: ¿quién gana cuando el país se enfurece?
- 14/12/2025 00:00
En Panamá estamos empezando a decir en voz alta algo que durante años se comentó en voz baja: la indignación pública ya no es solo una reacción social. Es un negocio. Uno rentable. Uno organizado. Y casi siempre, uno que opera sin rostro, sin firma y sin responsabilidad.
Los recientes señalamientos hechos por una colega abogada —al relatar cómo ciertos medios digitales habrían utilizado publicaciones para presionar, intimidar o supuestamente extorsionar a empresas y figuras públicas— no deberían sorprendernos. Lo verdaderamente revelador no fue la denuncia, sino la reacción silenciosa de muchos: eso todavía se hace. Y se hace porque funciona. Porque paga. Porque nadie lo frena.
Hoy, la conversación pública no la lidera necesariamente quien investiga mejor, sino quien indigna más rápido.
La fórmula se repite hasta el cansancio: insinuación fuerte, titular incendiario, datos incompletos y silencio posterior. No hay interés genuino por la verdad; hay tráfico, alcance y rentabilidad. Y no, esto no es relajo: estamos conviviendo en una sociedad construida sobre la furia del morbo colectivo.
En ese contexto, la palabra “transparencia” se ha vaciado de contenido. Se invoca para justificar cualquier exceso. Se usa como escudo moral para exhibir, presionar y destruir. Se confunde fiscalizar con linchar, informar con arrasar.
La transparencia no consiste en exponer, sino en explicar con rigor. Cuando se deja de hacerlo, se convierte en un arma letal a la reputación.
La presunción de inocencia, por su parte, estorba. No genera clics ni produce adrenalina. Defenderla hoy suele interpretarse como debilidad o encubrimiento. Pero conviene decirlo sin rodeos: cuando una sociedad renuncia a esa garantía, no castiga al acusado de turno; se deja indefensa a sí misma.
En la plaza digital nadie está a salvo. A esta lógica se suma un fenómeno igual de corrosivo: el escándalo ha reemplazado al pensamiento crítico. Ya no analizamos hechos completos; reaccionamos a fragmentos. No discutimos ideas; compartimos impulsos.
El país no conversa: se enciende. Y mientras más rápido se enciende, mejor para quienes viven de echarle gasolina al fuego.
Ahí aparece la pregunta incómoda, la que casi nadie quiere formular: ¿quién gana cuando el país se enfurece? No gana la justicia, que necesita tiempo, pruebas y mesura. No gana la ciudadanía, que termina confundida y polarizada. Ganan quienes monetizan la atención, quienes operan desde el anonimato y quienes usan la reputación ajena como ficha de presión.
La indignación, bien administrada, se convierte en poder sin control.
En este escenario siempre hay un daño colateral que rara vez se repara: la Inocencia.
Porque cuando la sociedad exige culpables inmediatos, alguien será sacrificado para calmar la ansiedad colectiva. Y aun cuando después aparezca la verdad, el daño ya estará hecho.
La reputación no se restituye con la misma facilidad con la que se destruye. Nada de esto implica pedir silencio cómplice ni tolerancia frente a la corrupción o el abuso. Implica exactamente lo contrario: exigir más rigor, más responsabilidad y menos espectáculo. Implica recordar que el debido proceso no existe para proteger culpables, sino para evitar errores irreversibles.
Y que la prisa, en materia de justicia, suele ser una mala consejera. Tal vez la salida no esté en nuevas prohibiciones ni en más gritos, sino en algo mucho más sencillo —y mucho más inteligente—: Frenar, Leer, Dudar. No amplificar todo lo que indigna. Porque cada vez que ‘’compartimos’’ sin pensar, fortalecemos un modelo que vive del conflicto permanente.
Al final, una democracia madura no se mide por quién se enfurece primero, sino por quién sabe esperar. En países como el nuestro, pequeños y cercanos; jugar vivo y festinar con la indignación ajena puede terminar saliéndonos muy caro a todos.