Entre ayudar a resolver constructivamente o enredar más
- 22/05/2025 00:00
En mi columna de la semana pasada, aunque la crisis que vive el país afecta todos sus niveles y extensión geográfica, exhortaba a “las partes más involucradas”, comenzando por la Presidencia, para que, como le corresponde y es su deber, abandone la intransigencia y tienda los puentes que sirvan como paso inicial del diálogo, impostergable y necesario, para superar los enfrentamientos y devolver tranquilidad a la nación.
Propuse entonces, y las reitero más adelante, tres medidas que permitirían avanzar en busca de entendimientos. Pero también recalcaba que, como paso previo, hay que zafarse de la disyuntiva absurda e inconducente de insistir en que las únicas alternativas son escoger entre la vigencia intocable de la Ley 462 o su derogación. Persistir en que el conflicto siga circunscrito a esas dos alternativas, si para algo sirve es para alejar toda posibilidad de desactivar la crisis y, en su lugar, seguirla prolongando, con las graves consecuencias que tienen al país al borde del caos.
Primera medida: que el Órgano Ejecutivo flexibilice su intransigencia y expresamente declare que la Ley 462 tendrá una vigencia temporal y, además, que reconoce y respeta la autonomía constitucional de la Asamblea para derogar o reformar las leyes.
Segunda medida: que, condicionada a esa declaración, los sectores que promueven las protestas las suspendan, mientras que en la Asamblea se proponen y discuten las eventuales reformas de la Ley 462.
Tercera medida: que las diferentes bancadas de la Asamblea se comprometan, como ya ha avanzado la de Vamos, a proponer reformas específicas a la Ley 462 y a un debate lo más amplio posible de las mismas, dejando a un lado diferencias circunstanciales y afanes de protagonismo, subordinándose al interés nacional.
Si un hecho es cierto, este es que por la vía de las confrontaciones no será posible que el país recobre la calma y la tranquilidad necesaria para concertar soluciones. Solo el diálogo puede abrir el camino para los acuerdos. Pero el diálogo no se dará por generación espontánea y tampoco será posible si quien tiene la responsabilidad primaria de tender los puentes se empecina en “imponer su voluntad” o “se atribuye en exclusiva la propiedad de la verdad.”
Un recuento objetivo de lo que ha sucedido desde que el presidente, en sus declaraciones iniciales, previas a la asunción del cargo, afirmaba que “tenía en cartera sus propuestas para resolver la crisis de la seguridad social”, pero que antes de desvelarlas estaba dispuesto a escuchar a todos los sectores afectados, demuestra que nunca hubo intenciones de seguir ese camino.
Las “consultas” que precedieron a la presentación del proyecto de ley nunca cumplieron ese propósito y tampoco contribuyeron las amenazas y los chantajes con los que se trató de imponerlo, en términos perentorios.
Seguir insistiendo en que la ley aprobada es la que le conviene al país y que, por tanto, debe regir en sus actuales términos, es insostenible, vistas las consecuencias de las que somos testigos todos los días. Cerrarse a toda negociación o revisión de sus contenidos es incongruente con la responsabilidad que tienen quienes ejercen las funciones de gobierno.
El mandato electoral para gobernar en un sistema democrático como el que pretendemos ser, no es un cheque el blanco, ni aún en los casos en que los gobernantes reciben una mayoría absoluta de votos. Mucho menos lo es cuando los elegidos solo reciben mayoría relativa de escasa o precaria representatividad.
Esa circunstancia les impone, como deber primario, medir constantemente la aquiescencia de la ciudadanía con sus decisiones y, como consecuencia, ajustarlas al querer popular.
Hasta ahora, el saldo acumulado de la gestión del actual gobierno, medido por las reacciones a sus decisiones de mayor calado, está muy lejos de ser positivo. Eso no debe ignorarlo el presidente que, con sentido realista, debiera preocuparse de no seguir incrementado su columna de pasivos y tratar de aumentar la de sus pocos activos.