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¿Es esta la nueva realidad?

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  • 12/09/2025 00:00

“Cinco años después del encierro global, los panameños seguimos preguntándonos: ¿qué quedó de aquella llamada ‘nueva realidad’?”

Lejos han quedado esos primeros momentos de la pandemia que, en 2020, pusieron en pausa al planeta. Personas recluidas en sus hogares, calles desiertas, centros comerciales vacíos, termómetros láser y la espera por una vacuna contra el COVID-19 son ya cosa del pasado.

Sin embargo, ¿qué aprendimos como panameños? ¿Aprendimos algo o simplemente regresamos a lo mismo? ¿Cuál es esa “nueva realidad” —ese término que se utilizó tantas veces para describir cómo sería el mundo post-COVID— que, a estas alturas, ya no parece tan nueva?

La verdad es que la “nueva realidad” se parece demasiado a la antigua, pues no ha habido grandes cambios sociales ni psicológicos en positivo. La pandemia, al parecer, fue una prueba social que evidenció nuestra incapacidad como individuos para actuar con seriedad y unidad frente al desastre. No negaré que durante esa etapa vimos lo mejor de muchas personas, pero también afloró lo peor. Fuimos testigos de escenas dantescas en distintas ciudades del mundo, que bien podrían haber sido inspiradas en la obra del pintor Pieter Brueghel el Viejo, El triunfo de la Muerte. Y, al mismo tiempo, la corrupción —ese flagelo tan característico del ser humano— se desató causando consecuencias costosas y terribles.

Pero ya a cinco años de la pandemia, ¿cuál es el panorama actual? En el ámbito laboral, además del desempleo —que, según Gedeth Network (julio de 2025), se espera caiga por debajo del 6.5 % en 2025, partiendo de un 7.4 % en 2024, cercano a la tasa de 2019 (7.1 %)—, muchas empresas, sobre todo privadas, han dejado de apostar por el modelo remoto para volver a esquemas híbridos o presenciales. Las concesiones que se otorgaron a favor de los empleados en 2020 se están perdiendo, y lo que se intenta es reconstruir el statu quo de 2019.

Persiste la brecha en el acceso a servicios básicos de salud, electricidad y agua potable, no solo en los rincones más recónditos del país, sino también en sectores densamente poblados. Esto ha desencadenado protestas cada vez más comunes, que generan millones de dólares en pérdidas y, al final del día, profundizan la crisis social. Además, la desigualdad y la percepción de estancamiento siguen presentes: el 72.9 % de los panameños considera su situación económica como mala o muy mala, y la visión que tienen los jóvenes hacia el futuro no es alentadora. Ya no se mira al mañana con esperanza, sino como una ominosa nube de tormenta a cuya acometida se resignan.

En el terreno psicológico se observa un aumento notable en la soledad, el estrés, los síntomas de depresión y la ansiedad en adultos panameños; todo lo cual puede derivar en sucesos trágicos como el suicidio —entre tres y cinco por semana, según La Estrella de Panamá (14 de enero de 2025).

Por otro lado, ya no se cree en la política como un medio para resolver los problemas y administrar el Estado, sino como un club al que solo los grandes empresarios y millonarios tienen acceso. Esta sensación de exclusión, junto con otros factores, fue uno de los detonantes de las protestas de 2022, 2023 y 2025.

Entonces, ¿qué aprendimos como sociedad? ¿A ponernos tapabocas y usar alcohol? Ni siquiera eso hacíamos bien. ¿Hicimos uso de herramientas para capacitarnos o escuchamos a los profesionales de la salud? Porque, con el surgimiento de los movimientos antivacunas, la aparición de los autoproclamados “gurús de la salud” y la peligrosa tendencia de dar más voz a la ignorancia mediática que al conocimiento científico, da la impresión de que vivimos en un tiempo de culto a la mediocridad. Esto muestra que ni nos capacitamos ni estamos dispuestos a escuchar.

Aun así, frente a este panorama poco alentador, es innegable que la pandemia aceleró procesos que de otra manera habrían tomado décadas. La ciencia alcanzó hitos inéditos con el desarrollo exprés de vacunas y terapias; la digitalización transformó la educación, el comercio y hasta la política; y surgió una conciencia social, aunque fragmentada, sobre la importancia de la salud mental, la solidaridad comunitaria y la sostenibilidad.

Estos avances, sin embargo, conviven con una amarga paradoja: nuestra “nueva realidad” no era tan nueva. Más bien, es hija de las viejas deudas que arrastramos como país: desigualdad persistente, fragilidad institucional y una profunda desconfianza en la política.

El COVID-19 nos dejó claro que no basta con sobrevivir a una crisis: se trata de aprender de ella. Si no asumimos el reto de cambiar, estaremos condenados a repetir la misma historia en la próxima emergencia global, quizá con consecuencias aún más devastadoras.