Fin de año: reflexiones ante la crisis civilizatoria
- 27/12/2025 00:00
Otro año que se va y, como siempre, nos reuniremos con la esperanza de que el que llega traiga promesas de renovación y tiempos mejores. Pero los que hemos decidido retirarnos la venda de los ojos y mirar el mundo en toda su crudeza sabemos que nos acecha otra realidad más inminente y desesperanzadora: una sombra que se proyecta ominosa hacia el 2026 y mucho más allá. La humanidad zozobra; algo está terriblemente mal, y lo sabemos. Avanzamos por un corredor oscuro donde la esperanza se debilita, y la incertidumbre e incomprensión sobre lo que sucede nos inmoviliza, porque colectivamente comprendemos que la crisis ya no es una anomalía, sino la estructura misma de la realidad que nos oprime y rebasa.
Ya no hay dudas: la metacrisis (conjunción simultánea de múltiples crisis), concepto descrito por el filósofo social Daniel Schmachtenberger, se manifiesta ahora de manera total. Crisis económicas, ecológicas, políticas, ontológicas y sociales se entrelazan en un único sistema en degradación. El capitalismo tardío, incapaz de regenerar sus fundamentos, devora sus propios cimientos. El colapso deja de ser eventualidad y se convierte en proceso visible: deterioro institucional, caos económico, desigualdad, ruptura de consensos, confrontación bélica, polarización social y desequilibrio ambiental, que asfixian a una civilización exhausta que desoye todas las advertencias e intenta mantener un rumbo que ya no puede sostener.
En este caos asimétrico y exponencial, la guerra y la violencia se exacerban como constantes globales. Conflictos superpuestos; territoriales, ideológicos e informacionales, delinean un régimen internacional de depredación y violencia continua. Masacres transmitidas en tiempo real, guerras subsidiarias, limpiezas étnicas, desplazamientos masivos, violación sistemática de derechos humanos, contaminación, explotación a gran escala, destrucción de ecosistemas y la persecución de culturas y colectivos marginales se diluyen en la indiferencia del sujeto posmoderno. Un sujeto saturado por imágenes que ya no consigue sentir, atrapado en un stream infinito de evasiones sedantes que adormecen su juicio y nublan su criterio. El horror se vuelve rutina, tornando la injusticia y los prejuicios ya no en la excepción, sino en la norma.
El filósofo coreano Byung-Chul Han ha descrito con claridad el agotamiento esencial del sujeto neoliberal: un autómata moldeado para la autoexplotación, la hiperproductividad y el consumo compulsivo. Su diagnóstico se confirma cada vez más: vivimos sin interioridad, sin profundidad, en una terrible sequía de sentido y propósito. La superficialidad, la mediocridad y la deshumanización predominan. En este escenario sombrío, la corrupción estructural, el retroceso democrático y el resurgimiento de autoritarismos avanzan sin trabas sobre sociedades fatigadas, incapaces de sostener la atención moral o la resistencia ante los abusos y estertores del sistema en colapso. La posmodernidad, desprovista de anclajes éticos, produce un sujeto narcisista, ignorante y disperso, emocionalmente erosionado y cada vez más vulnerable a la manipulación y a la pulsión reaccionaria. En este drama existencial, la desigualdad alcanza niveles obscenos, las democracias se vacían y fraccionan, el autoritarismo se expande, los fanatismos prosperan y la guerra se normaliza. Y, a pesar de esto, seguimos alimentando las inercias de un orden anacrónico que colapsa frente a nuestros ojos mientras fingimos continuidad, delirando en nuestras burbujas ideológicas un futuro que ya no será.
A ello se suma la saturación mediática y la distracción digital, combinadas con otra fisura imparable: la colonización algorítmica de la experiencia. Redes diseñadas para maximizar adicción moldean subjetividades centradas en la gratificación instantánea y potencian las tendencias patológicas del usuario. Los algoritmos amplifican la polarización y la desinformación, potenciando cajas de resonancia disfuncionales y erosionando la posibilidad de una verdad compartida y un bien común. La mentira se normaliza como herramienta política; el juicio crítico se diluye entre opiniones vacuas y contenidos manipulados que compiten por atención, propiciando un hedonismo individualista que funciona como una anestesia que desvincula al sujeto de toda responsabilidad colectiva, alimentando un trance antisocial que delira entre conspiraciones, dualismos exacerbados, fobias escatológicas y pulsiones vengativas de extremos aparentemente irreconciliables.
A esto se suma una amenaza ontológica sin precedentes: el advenimiento de la inteligencia artificial. La IA, guiada por ritmos no humanos, reconfigura economías, instituciones y subjetividades a velocidades incompatibles con nuestra capacidad adaptativa. Lo inquietante no es solo su poder técnico, sino la erosión de lo auténticamente humano: memoria, creatividad, criterio; incluso la capacidad de imaginar y sentir está en riesgo. Redes, modelos generativos y sistemas cíclicos dopamínicos amenazan con convertir la conciencia humana en un subproducto dentro de un ecosistema orientado a la optimización, y no a la vida, la cooperación y el sentido.
Como si esto fuera poco, el paradigma materialista aún dominante, incapaz de explicar la profundidad del abismo en que estamos, revela su fatídico límite. El histórico error de reducir la conciencia a un mero epifenómeno biológico ha empobrecido nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos. La crisis contemporánea no es solo social, económica o política: es una fractura epistémica, un cisma en la producción de sentido, en la capacidad de reconocer la alteridad y asumir de forma proactiva las causas de la terrible metacrisis en la que naufragamos.
Entraremos en el 2026 como quien cruza un umbral sombrío: con cautela, ansiedad y expectación. Con la demoledora certeza de que el mundo conocido se deshace. Pero también con la esperanza de que en esta oscuridad podría germinar una transformación radical aún indescifrable, un llamado a recuperar la conciencia ética, el sentido común y la dignidad humana frente a un sistema que nos expolia, divide y esclaviza.
Al final, solo queda hacernos la pregunta ineludible: ¿despertaremos a tiempo para evitar convertirnos en los últimos testigos de nuestra auto gestada pesadilla?