La desigualdad no retrocede sola: una lectura del ODS 10 desde el país que queremos ser

Pixabay
  • 21/12/2025 00:00

Se acaba el año y seguimos en deuda con el compromiso de reducir la desigualdad en nuestro país. No se confundan con este señalamiento. No se trata de negar la existencia de diferencias. Estas, cuando son producto del esfuerzo y del trabajo honesto, son legítimas y forman parte de cualquier sociedad dinámica. El problema es otro: la desigualdad que amenaza el desarrollo social y económico a largo plazo, frena la reducción de la pobreza y erosiona el sentido de realización y autoestima de las personas.

Con ese espíritu, esta columna es un llamado a reconocer la deuda pendiente y a renovar el compromiso colectivo —Estado, sector privado y sociedad— para enfrentar la desigualdad como lo que es: un imperativo ético y político.

En el mundo actual, la desigualdad económica, social y política sigue marcando el destino de millones. El Objetivo de Desarrollo Sostenible 10, orientado a reducir las desigualdades dentro y entre los países, se ha convertido en un termómetro de la salud democrática global. Los datos recientes muestran avances parciales, retrocesos preocupantes y una advertencia clara para países como Panamá, que aspiran a un desarrollo inclusivo pero continúan atrapados en brechas estructurales.

Desde 2015, seis de cada diez países han logrado que los ingresos y el consumo del 40% más pobre crezcan por encima del promedio nacional. Es una señal positiva, aunque insuficiente. Ese avance se concentra en regiones con sistemas fiscales y de protección social más sólidos. Para economías de ingresos medios como la nuestra, el panorama es más complejo: menos de la mitad consigue que los sectores más vulnerables se beneficien más que el resto. Crecer, una vez más, no siempre ha significado incluir.

Panamá ha crecido de manera sostenida, pero ese crecimiento no ha sido suficiente para cerrar brechas. El índice de Gini sigue ubicándonos entre los países más desiguales de América Latina. Los sectores que impulsan la economía —logística, finanzas, construcción— generan valor, pero no siempre empleos de calidad ni salarios acordes con la productividad. Cuando el crecimiento beneficia más al capital que al trabajo, la desigualdad se profundiza. Y eso también ocurre aquí.

Los datos globales confirman esta tendencia. En la última década, la participación de los ingresos laborales en el PIB mundial ha disminuido, lo que se traduce en pérdidas reales para millones de trabajadores. En Panamá, donde más del 45% de la población ocupada trabaja en la informalidad, esta realidad se siente con fuerza. Las mejoras en productividad no se reflejan en bienestar cotidiano, y la brecha entre crecimiento económico y vida digna erosiona la cohesión social.

A esto se suma un fenómeno igualmente preocupante: el aumento de la discriminación. Una de cada cinco personas en el mundo declara haberla sufrido en el último año. Afecta con mayor intensidad a mujeres, personas con discapacidad, poblaciones con menor nivel educativo y habitantes de zonas urbanas. Panamá no es la excepción: persisten desigualdades de género, exclusión histórica de pueblos indígenas y afrodescendientes, y barreras —muchas veces invisibles— que limitan el acceso a empleo, educación, salud y participación política. La discriminación no solo es injusta; reproduce la desigualdad que decimos querer combatir.

La movilidad humana refleja también estas brechas. Panamá ha sido corredor de tránsito de cientos de miles de migrantes por el Darién. Aunque esta presión empieza a disminuir, deja lecciones claras: sin respuestas humanitarias, institucionales y de coordinación regional sostenidas, la desigualdad y la exclusión se profundizan.

En este contexto, los recursos importan. La cooperación internacional enfrenta incertidumbres y Panamá, como país de renta media alta, no accede fácilmente a ayuda tradicional. Sin embargo, sigue necesitando cooperación técnica y financiamiento para enfrentar la pobreza multidimensional, fortalecer la salud, garantizar el acceso al agua y proteger el ambiente. Sin inversión social sostenida, reducir desigualdades se convierte en una promesa frágil.

Incluso lo que parece menor pesa. Los altos costos de las remesas afectan a miles de trabajadores migrantes que viven y trabajan entre nosotros. Cuando enviar dinero es caro, la inequidad financiera se reproduce en silencio.

Esta columna no pide regalos. Pide decisiones. El ODS 10 es, en esencia, un llamado a reequilibrar el contrato social. Para Panamá, esto implica fortalecer el empleo y los ingresos laborales, reducir la informalidad, avanzar hacia una fiscalidad más progresiva, combatir toda forma de discriminación y asegurar que los beneficios del crecimiento lleguen efectivamente al 40% más pobre.

La desigualdad no retrocede sola. Retrocede cuando el presupuesto refleja prioridades, cuando las políticas públicas se diseñan con evidencia y cuando el país decide no normalizar las brechas. El desafío es global, pero la respuesta empieza en casa. Que el año nuevo no nos encuentre repitiendo diagnósticos, sino honrando decisiones que acerquen a Panamá al país justo que dice querer ser.