La nueva plaza pública
- 27/11/2025 00:00
En Panamá hemos normalizado algo peligroso: señalar primero, preguntar después... y, casi siempre, rectificar nunca. Lo que antes era un exceso ocasional hoy se ha convertido en deporte nacional. Y, pocos hábitos deterioran tanto el tejido social como la costumbre de destruir reputaciones basándose en impulsos, rumores y publicaciones anónimas.
La reputación, patrimonio moral, profesional y humano, se trata hoy como algo desechable. Basta que una página sin rostro insinúe o invente para que la vida de alguien quede suspendida. Ningún derecho a réplica compite con la velocidad de una acusación digital. Su veracidad importa menos que la cantidad de veces que se comparte.
Mientras el Estado da pasos importantes para recuperar bienes y enfrentar a quienes defraudaron lo público, ha surgido un fenómeno paralelo y perturbador: una condena mediática privatizada, alimentada por operadores digitales, intereses ocultos y “creadores de contenido” cuya rentabilidad depende de destruir primero y verificar nunca.
Conviene recordarlo: defender el debido proceso no es defender culpables. Quien comete un delito debe responder, pero hacerlo donde corresponde: ante la ley. No en la plaza pública digital, donde cualquiera se convierte en juez, fiscal y verdugo sin asumir responsabilidad alguna.
Antes, incluso las viejas glosas tenían un código. Se insinuaba sin arrasar, se advertía sin arruinar vidas. Había un mínimo de ética: no se jugaba con la honra ajena sin fundamento. Hoy, en cambio, prospera una industria de acusaciones que confunde hablar duro con decir la verdad y que ha convertido la difamación en espectáculo.
Ese ecosistema no solo intoxica el debate público: lo sustituye. La presunción de inocencia pasa a ser un obstáculo. El debido proceso; esa frontera que separa a un país serio de un circo, se desdibuja frente a la avalancha de cadenas de WhatsApp, videos manipulados e indignación prefabricada.
En un país donde todos nos reconocemos, destruir la reputación de alguien no es un daño colateral: es un acto de violencia. Una acusación irresponsable puede cerrar puertas bancarias, tensar familias, truncar carreras y deshacer en segundos lo que tomó décadas construir. Y lo más grave: ni la rectificación ni el silencio posterior reparan lo que ya se quebró.
Aún más inquietante es que muchas de estas páginas operan desde el extranjero, blindadas por el anonimato y financiadas por quienes jamás darían la cara. Su método es simple y cruel: toman un hecho menor, lo condimentan con insinuaciones y lo mezclan con una mentira completa. Lo presentan como revelación. No investigan: operan. No informan: manipulan.
El público, saturado de ruido, termina confundiéndolo todo: la denuncia seria con el chisme; la investigación auténtica con la vendetta digital; la transparencia con el espectáculo.
Panamá no puede permitir que la conversación pública quede en manos de quienes convirtieron el señalamiento en negocio. La crítica es necesaria, la fiscalización imprescindible, la transparencia innegociable. Pero ninguna de ellas justifica sacrificar vidas, nombres y trayectorias sin pruebas.
Sin embargo, también es cierto que Panamá no es solo ruido ni escándalo. Somos un país de familias que todavía se sientan a la mesa, de vecinos que se saludan por el nombre, de gente cálida, campechana, que en el fondo valora la justicia, la decencia y el juego limpio. Esa misma cultura que nos hace cercanos puede y debe ser la que nos haga más responsables cuando consumimos información.
Ahí está la clave: no todo lo que aparece en una pantalla merece nuestra atención, ni todo lo que indigna merece ser compartido. Cada vez que replicamos sin pensar, le damos tarima a quienes viven del escándalo. Cada vez que frenamos, verificamos y decidimos no alimentar el fuego, fortalecemos una cultura más madura, más serena y más justa.
Como pueblo, podemos escoger qué tipo de plaza pública queremos: una dominada por cuentas anónimas que se benefician del morbo, los likes y los comentarios; o una conversación más adulta, donde el análisis pese más que el impulso y la duda razonable valga más que el chisme bien producido.
La verdad tiene un ritmo distinto al escándalo. No hace ruido, pero permanece. Y en un país como el nuestro; humano, cercano, con vocación de familia, todavía estamos a tiempo de recuperar algo tan sencillo como poderoso: pensar antes de señalar, y escuchar antes de condenar.
Al final, en cualquier sociedad que aspire a ser seria, la verdad no se grita: se sustenta.
Y, quizá el primer paso para defender el debido proceso no está solo en los tribunales, sino en nosotros mismos, cada vez que decidimos qué creer, qué compartir y a quién le prestamos nuestra atención.