Los historiales de crédito y los intereses hipotecarios
- 13/11/2025 00:00
Según informaron profusamente los medios de comunicación, citando a la representante legal de una entidad privada que se dedica a reportar quienes están catalogados como cumplidores, o no, en el pago de sus deudas, 2,7 millones de personas están registradas en su base de datos y se les lleva cuenta de cómo pagan sus obligaciones, referencia que aportan a los prestamistas, sean estos bancos, financieras, vendedoras de autos, etc., previo el pago de una cuota de membresía.
Una época hubo en que la Contraloría General certificaba si un empleado público tenía deudas y con quienes y sus montos. Por recibir la información, que era decisiva para que el aspirante a prestatario fuera aprobado por su futuro acreedor, la empresa solicitante no tenía ningún cargo. La Asociación Panameña de Crédito (APC), que es el nombre legal de la empresa que ahora controla y certifica quienes son buenos o mala pagas, es sin duda un negocio muy rentable, por el volumen de los antecedentes personales que tiene archivados y que no suministra gratuitamente.
Los antecedentes de todas esas personas que figuran en la base de datos de la APC se han acumulado suministrados por los acreedores que, en esta materia asumen, aunque la definición que tiene el término en el campo de la economía no corresponda con rigurosa exactitud, el comportamiento de un cártel al concertarse para disminuir los riesgos en sus negocios. Que por esa vía traten de protegerse, en principio, es entendible; pero del otro lado de la ecuación están los centenares de miles de personas, cuyos datos crediticios personales son vendidos. ¿A esas personas se les ha pedido su consentimiento para divulgarlos? El tema, por su trascendencia, puede y debe ser motivo para un debate sobre su constitucionalidad y, por cuanto en Panamá, como si lo hay en otros países, no existe la figura del “defensor del usuario de servicios financieros”, la iniciativa para deslindarlo debe asumirla la Defensoría del Pueblo.
Relacionado con lo anterior, está el reciente anuncio de que los bancos han decidido, en este caso sí se tipifica la conducta de “un cártel”, reformar al alza los intereses que cobran por las hipotecas, decisión que parece injustificada cuando, por el otro, también se ha hecho público que la Reserva Federal ha disminuido el precio del dinero y todos los pronósticos vaticinan que la tasa que pagan los bancos para adquirirlo será reducida aún más, casi con seguridad antes de que finalice el año.
Panamá es también un caso excepcional, por la inexistencia de normas legales que limiten o restrinjan los intereses bancarios. Al haberse institucionalizado la figura del denominado “contrato de adhesión”, en el que una sola de las partes, en este caso el acreedor pone todas las condiciones y el prestatario solo tiene la opción de aceptarlas si quiere recibir el crédito, desapareció la bilateralidad y la concurrencia de dos voluntades, que son requisitos esenciales para que exista un verdadero contrato.
Como lo comprueban todas las personas que acuden a una institución financiera para solicitar un préstamo personal o un préstamo hipotecario, en la “letra menuda” se estipula que el acreedor está facultado para revisar, cuando lo estime conveniente, tanto los plazos para el pago de la deuda como los intereses, siempre en condiciones más favorables para los acreedores. Y como si todo lo anterior fuera poco, en los contratos de préstamo a los deudores se les impone una cláusula en la que expresamente renuncian hasta a los trámites del “Juicio Ejecutivo”.
En los Estados Unidos se acaba de anunciar que el gobierno promoverá plazos fijos de hasta 50 años, con tasas de interés más favorables para los prestatarios de las hipotecas inmobiliarias, y así hacer más asequible la adquisición de una vivienda propia. En Panamá es todo lo contrario. No existen las hipotecas a término fijo y mucho menos a intereses ciertos.
La denominada Ley Bancaria debe ser revisada, y con prontitud, para, aparte de subsanar abusos legalizados, como los descritos, instituir la necesaria figura del “defensor de los usuarios de los servicios financieros.” Ella existe en la ley que regula los seguros y los reaseguros, pero como es fácil entenderlo, fue deliberadamente obviada en la que regula la banca. Corregir esa ausencia es impostergable.