Los peligros del populismo de los independientes, parte I
- 11/11/2025 00:00
El populismo, más que una ideología, es una enfermedad del sistema democrático. Brota del desencanto ciudadano y se alimenta del resentimiento hacia los partidos políticos tradicionales y el “neoclientelismo” que impuso las políticas del establishment, pero su desenlace más frecuente es paradójico: la destrucción de la democracia desde dentro. Las advertencias de George Washington sobre el peligro de la disensión partidista y el espíritu de venganza cobran hoy plena vigencia. Las democracias liberales contemporáneas, esas que se enorgullecen de su estabilidad institucional, enfrentan ahora una amenaza doble: el capitalismo autoritario demagógico, que erosiona la democracia desde dentro, y el capitalismo autoritario burocrático, que la desafía desde fuera, como el modelo chino.
El capitalismo autoritario demagógico ha prosperado en sociedades que, sin dejar de celebrar elecciones, han vaciado de contenido el principio liberal. Turquía, Hungría, Polonia, Rusia o India son ejemplos de cómo el voto popular puede usarse para desmontar, pieza a pieza, los contrapesos institucionales. Los líderes populistas llegan al poder con legitimidad democrática, pero la emplean para destruir la independencia judicial, acallar a la prensa y debilitar la burocracia profesional como está ocurriendo en Panamá actualmente. Como larvas de avispa que devoran desde dentro a su huésped, estos caudillos convierten el Estado de derecho en un cascarón vacío. El resultado no es la dictadura abierta del siglo XX, sino algo más sutil: una autocracia blanda disfrazada de gobierno del pueblo.
El populismo autoritario no destruye las instituciones: las personaliza. Sustituye el sistema por el carisma, la norma por la voluntad. El círculo de poder se reduce a familiares, cortesanos, influencers y aduladores, mientras la lealtad reemplaza a la competencia. Referendos y discursos patrióticos legitiman el poder concentrado en el “gran líder”. El país se convierte en su feudo y la corrupción florece bajo la retórica del pueblo soberano. Es la unión de los vicios del populismo (cortoplacismo, improvisación, desprecio por la evidencia) con los males del despotismo (corrupción, arbitrariedad). Esa mezcla genera cleptocracias envueltas en milagros macroeconómicos.
La crisis económica, la pandemia que sufrimos y la desigualdad social alimentan este fenómeno. Cuando el ciudadano siente que las élites de comerciantes lo desprecian y usan a los nuevos independientes para imponer sus leyes contramayoritarias y regresistas, y el futuro se le escapa, la promesa de un líder que “ponga orden” resulta seductora en las próximas elecciones. Así ocurrió en Venezuela, y es lo que le espera a Panamá. El miedo, la ira y la desconfianza son el combustible del populismo moderno. Las élites comerciales, por su parte, han contribuido a cavar su propia tumba con su desconexión social y moralismo tecnocrático. Ser pobre ya es duro; serlo y además sentirse humillado por quienes gobiernan, es insoportable.
El populismo puede adoptar rostros opuestos. Puede denunciar la corrupción de las élites o ser su más fiel reflejo. En su raíz late una tensión entre antielitismo y antipluralismo: el pueblo contra los corruptos, pero también el pueblo “real” contra todos los que piensan distinto. En esa ecuación, la oposición, la prensa y la justicia dejan de ser parte del sistema democrático para convertirse en enemigos del pueblo. Cuando un líder se erige en único intérprete de la voluntad popular, la democracia ya ha sido usurpada.
Hay señales claras del tránsito hacia el despotismo: el desprecio por las reglas del juego, la criminalización del adversario, la exaltación de la violencia y el recorte de libertades civiles de grupos minoritarios como lo hacen los diputados de independientes y sus anteproyectos de ley. Los populistas se presentan como salvadores frente al caos que ellos mismos cultivan. Su lenguaje agresivo, su tono vulgar y su apelación emocional al resentimiento no son defectos: son su estrategia para aspirar a ser alcaldes. Pretenden demostrar que son “del pueblo” y no de la élite panameña a las que les aprueba las leyes, aunque vivan rodeados de privilegios.
En Panamá, el populismo actual —el de la “dictadura del paso firme y los diputados independientes”— encarna su versión más peligrosa: un populismo antipluralista que desprecia los gremios, demoniza los sindicatos y manipula las instituciones en nombre del pueblo. Bajo la máscara del orden se esconde la intolerancia, y bajo la retórica que la gente es primero, el deseo de perpetuación en el poder. El populismo no siempre destruye la democracia con tanques: a veces basta con urnas, micrófonos y discursos patrióticos.