Mazmorras del siglo XXI: cárceles panameñas entre el castigo y el abandono
- 03/08/2025 00:00
En las sociedades democráticas, el sistema penitenciario debe ser mucho más que un instrumento de castigo. Su verdadera función, como lo establecen diversos marcos normativos nacionales e internacionales, es la rehabilitación y reinserción de las personas privadas de su libertad. Sin embargo, en Panamá, nuestras cárceles no solo incumplen ese objetivo, sino que se han convertido en espacios donde el Estado abdica de su responsabilidad de garantizar los derechos fundamentales.
Hoy, más que ante un problema jurídico, estamos frente a una crisis moral profunda. Un país no se mide por cómo trata a sus ciudadanos más exitosos, sino por cómo trata a los más vulnerables, incluidos aquellos que han desviado su curso.
Panamá cuenta con más de veinte centros penitenciarios. La mayoría se encuentran en condiciones inhumanas: sobrepoblación, insalubridad, violencia estructural y una ausencia alarmante de atención médica. En cárceles como La Joya o La Joyita, los relatos de hacinamiento, hambre, enfermedades sin tratamiento y violencia generalizada se repiten con una normalidad que debería escandalizarnos. Lo más doloroso es que muchos de los allí recluidos aún no han sido condenados. Permanecen meses, incluso años, en prisión preventiva, en clara violación del principio constitucional de presunción de inocencia y del derecho al debido proceso, pilares del sistema democrático de justicia del que tanto gusta pregonar más de un político de turno.
El Estado panameño, al permitir estas degradantes condiciones, incumple gravemente lo que establece nuestra Constitución (artículos 27, 109 y 114), así como los compromisos adquiridos mediante tratados internacionales como la Convención Americana de Derechos Humanos y las Reglas Mandela de las Naciones Unidas.
Entre los derechos más gravemente vulnerados están: el derecho a la salud, negado incluso a personas con enfermedades graves o crónicas; el derecho a la integridad física y moral, ya que los internos están expuestos a violencia cotidiana, maltrato y condiciones que deterioran su salud física y mental; y el derecho a la educación y a la rehabilitación social, fundamentales para la reinserción, pero prácticamente inexistentes en la mayoría de los centros penitenciarios.
¿Cómo puede una sociedad aspirar a ser más justa si normaliza estas violaciones? ¿Cómo construir paz si se responde al delito con violencia institucional? No debemos olvidar que la pérdida de libertad no anula los derechos fundamentales. Ser privado de libertad no equivale a ser despojado de la naturaleza humana que nos es inherente. Y abandonar a estas personas trae consecuencias profundas. Un sistema penitenciario fallido no solo daña a quienes están dentro: también perpetúa la inseguridad y la exclusión de quienes están fuera. Produce reincidencia en lugar de reinserción; violencia en lugar de paz. Y lo más preocupante: erosiona la confianza ciudadana en las instituciones de justicia.
Frente a este panorama, es urgente implementar medidas estructurales. Se debe capacitar al personal penitenciario en temas como derechos humanos, salud mental y resolución de conflictos. El trato digno debe ser la norma, no la excepción.
También es esencial limitar la prisión preventiva a los casos que realmente lo ameriten, promoviendo medidas sustitutivas como el arresto domiciliario o el uso de brazaletes electrónicos. A su vez, es indispensable una profunda reestructuración de la defensa pública, dotándola de más personal y mejores recursos para garantizar un acceso efectivo a la justicia.
Asimismo, fortalecer los programas de reinserción mediante educación, formación en oficios, actividades culturales y apoyo psicológico es una tarea impostergable. Si bien existen esfuerzos loables como los del Inadeh y la Universidad de Panamá, estos deben ser ampliados, sostenidos y sistematizados.
Y, finalmente, se debe fomentar la participación y supervisión ciudadana en los centros penitenciarios. La transparencia y el control social son claves para prevenir abusos y devolverle a la ciudadanía el sentido de corresponsabilidad.
En última instancia, deseo hacer hincapié en que defender los derechos de las personas privadas de libertad no es justificar el delito, y mucho menos romantizarlo; es, sencillamente, defender el Estado de derecho. Las cárceles no pueden seguir siendo espacios de castigo salvaje ni de abandono. No podemos seguir permitiendo que nuestras prisiones sean una caricatura cruel de justicia moderna, digna heredera del infierno de Dante: ese lugar donde se enterraba toda posibilidad de redención.
Como ciudadanos, como profesionales del derecho, como estudiantes y como seres humanos, tenemos el deber de alzar la voz. La justicia no puede ser ciega a la dignidad. Un sistema que solo castiga, pero no transforma, no es justicia: es venganza institucionalizada.
Si de verdad queremos un país más seguro, más justo y más humano, el cambio debe comenzar por reconocer que nadie deja de ser persona por estar tras las rejas. Tengamos presente que las sociedades que olvidan que la dignidad no es un privilegio, se alejan cada vez más de la justicia... y del alma de su humanidad.