No callar! La fe bajo fuego en África
- 27/11/2025 01:15
Hay palabras que se nos quedan atravesadas cuando hablamos de violencia: masacre, desplazamiento, desaparecidos. Palabras que deberían ser excepciones y se han vuelto rutina en demasiados rincones del continente africano. En aldeas rodeadas por el miedo, en iglesias abiertas al amanecer, en caminos donde un bus puede transformarse en emboscada, hombres, mujeres y niños cristianos viven con la fe como único escudo.
No por lo que hicieron, sino por lo que son, por lo que creen, por el simple hecho de existir con una cruz al cuello o de reunirse a orar los domingos. Frente a esa realidad, la única postura ética posible es clara: no callar.
No se trata de “ellos contra nosotros”. La violencia que golpea a comunidades cristianas en buena parte de África tiene múltiples raíces: ideologías extremistas que declaran enemigo a todo distinto, conflictos por tierra y agua, Estados frágiles que no protegen, mafias que trafican vida y miedo, discursos que incendian el aire. Pero más allá de las causas, hay una línea roja que no se discute: nadie debe morir por creer.
Imaginemos la escena sin estadísticas. Una madre corre con su bebé en brazos porque alguien gritó que venían hombres armados. Un catequista no vuelve a casa después de la vigilia. Niñas que aprenden a esconderse antes que a leer. Jóvenes que abandonan la escuela para no arriesgar el camino de regreso.
En el suelo quedan templos quemados, huertos abandonados, aulas silenciosas, mercados vacíos. El mapa invisible del daño se extiende mucho más allá del impacto inmediato: son vidas truncadas, comunidades quebradas, memorias borradas.
Detrás de cada cifra hay un nombre. En Nigeria —el país más mortífero del mundo para los cristianos— se calcula que más de 4.000 personas fueron asesinadas por su fe entre 2022 y 2023, y más de 3.000 secuestradas. Ocho de cada diez asesinatos de cristianos ocurren allí. En regiones como Benue o Plateau, miles de aldeas cristianas han sido arrasadas y casi medio millón de personas desplazadas. Los ataques suelen ser durante los cultos o las fiestas religiosas, buscando destruir no solo cuerpos sino comunidad. Por eso los analistas hablan ya de un “genocidio silencioso”.
En Burkina Faso, el avance de grupos yihadistas ha forzado el cierre de centenares de iglesias y generado más de un millón de desplazados internos. Los ataques de 2024 fueron brutales: solo entre febrero y julio, al menos 128 civiles fueron masacrados, entre ellos feligreses cristianos durante la misa en Essakane.
En la República Democrática del Congo, la milicia islamista ADF ha convertido las provincias del Kivu en un infierno. En enero de 2023, un terrorista suicida atacó una iglesia pentecostal en Kasindi y mató a 17 fieles; y en septiembre de 2025, más de 70 cristianos fueron masacrados durante un funeral en Ntoyo, en medio del silencio internacional. Según ACNUR, más de seis millones de congoleños están desplazados, la mayoría cristianos.
Camerún vive un drama similar: en la región del Extremo Norte, Boko Haram y grupos asociados al Estado Islámico queman aldeas y secuestran a mujeres y niños. “Vinieron, atacaron. Mataron. Quemaron las iglesias”, relató un pastor local. Familias enteras duermen en las montañas y bajan solo al amanecer. Miles han huido; varias iglesias están cerradas o en ruinas. La persecución allí tiene un rostro cotidiano: el miedo a morir rezando.
Según Open Doors y Amnistía Internacional, entre 2019 y 2025 más de 20.000 cristianos han sido asesinados en África subsahariana, principalmente en Nigeria y el Congo. Otros millones viven desplazados o refugiados. ACNUR estima que de los 34 millones de desplazados africanos, cerca de 16 millones son cristianos que huyeron de la violencia religiosa o étnica. En total, ocho de los diez países con mayor persecución religiosa del mundo están hoy en África subsahariana.
Pero los números no alcanzan a mostrar el alcance humano del horror. Porque cuando una comunidad es atacada por su fe, lo que se destruye no es solo un credo, sino el tejido invisible de los vínculos: el patio donde se compartía el pan, el lugar donde los hijos fueron bautizados, el canto que daba sentido a la vida. La iglesia que se derrumba no es solo un edificio: es el corazón de una comunidad.
Los derechos humanos no son un poema colgado en una pared: son obligaciones concretas. El artículo 18 de la Declaración Universal protege la libertad de pensamiento, conciencia y religión. El 3 y el 2 garantizan la vida y prohíben la discriminación. Donde se ataca por motivos de fe, el Estado debe prevenir, proteger y sancionar. Sin embargo, la inacción de muchos gobiernos africanos ha permitido que los perpetradores actúen con impunidad. Y la comunidad internacional, distraída entre crisis más mediáticas, ha dejado que África se desangre en silencio.
El silencio duele. El silencio de los gobiernos que llaman “incidentes aislados” a las masacres. El silencio de quienes venden armas sabiendo a quiénes apuntan. El silencio del cansancio, ese que nace en los campos de desplazados donde el tiempo se mide por raciones, no por sueños. Y el silencio del lector global, que pasa de largo ante titulares que se repiten como un eco lejano.
Romper el silencio no significa gritar. Significa nombrar con rigor, acompañar sin paternalismos, exigir con firmeza. Implica medidas concretas: presencia estatal efectiva donde hay vacío; corredores humanitarios; refugios seguros alrededor de templos y escuelas; justicia real y no simbólica; apoyo psicosocial a las víctimas; regulación del tráfico de armas; control del discurso de odio en redes y medios locales. Y sobre todo, implica proteger sin instrumentalizar. La defensa de la libertad religiosa no puede convertirse en propaganda ideológica.
En medio de tanta oscuridad, la esperanza no es ingenuidad. Es resistencia organizada. En aldeas destruidas, comunidades enteras levantan techos de zinc y vuelven a cantar. En templos arrasados, los fieles reconstruyen con sus propias manos. Donde un catequista fue secuestrado, otros asumen su tarea. Y donde una familia huyó, otra familia la acogió. África sigue dando lecciones silenciosas de humanidad.
Porque la libertad de culto no es un lujo occidental, es un termómetro de civilización. Allí donde una minoría —cristiana, musulmana o judía— vive con miedo, toda la sociedad enferma. La salud democrática se mide por la capacidad del Estado de garantizar que cada persona rece, dude o celebre sin arriesgar su vida. Defender hoy a los cristianos perseguidos es defender mañana el derecho de todos a creer o no creer.
Por eso, este artículo no termina con un número. Termina con una promesa: no volver la cara. Seguir preguntando por los nombres que no salen en las noticias. Seguir escribiendo y denunciando, hasta que la indiferencia deje de ser cómplice. Porque callar, esta vez, también mata.
A los gobiernos, una advertencia: proteger la vida no es una opción; es su primera obligación. A quienes empuñan las armas: ninguna bandera ni dogma justifica matar. A las iglesias golpeadas: no están solas. Y a nosotros, ciudadanos del mundo: recordemos que la pregunta esencial sigue siendo la misma: ¿a qué vidas les concedemos valor? Si la respuesta no es “a todas”, ya perdimos. Por eso, repitámoslo con voz firme, por ellos y por nosotros: no callar.